Un poder en dispersión

  1. ¿Quién quiere noticias?
  2. Una práctica higiénica
  3. Malas nuevas
  4. De Neustadt a Lanata
  5. Eliminar el intermediario
  6. Ser en los medios
  7. Para Fulano que lo mira por TV
  8. Un poder en dispersión
  9. Segregación e intolerancia
  10. Narcisismo 2.0

Durante un encuentro celebrado el año pasado en Washington, Thomas Friedman contó que al debutar como columnista en el New York Times heredó la oficina de su ilustre predecesor James Reston. Y pensó que cuando Reston llegaba allí cada mañana seguramente se preguntaría sobre qué iban a escribir ese día sus siete competidores, siete colegas a los que incluso conocía personamente. “Yo hago lo mismo –confió–. Llego a la oficina todas las mañanas y me pregunto de qué van a escribir mis setenta millones de competidores”. ¡Y todavía hay quien habla y escribe sobre el poder mediático! Si los medios de comunicación tuvieron alguna vez algún poder sobre la conciencia de las personas, ese poder, como suele suceder en la historia, ha sido dinamitado por la tecnología. La revolución informática, la última gran transformación en el proceso civilizatorio, literalmente puso en manos de cada uno la capacidad de ser emisor de mensajes con un alcance tan amplio como el de los medios.

Millones de personas, como el responsable de este sitio, se levantan cada día, conciben sus opiniones, o recogen noticias sobre asuntos de interés general, y las publican, las ponen gratuitamente a disposición de un público idealmente infinito y disperso por todo el planeta, ni siquiera limitado por las barreras idiomáticas debido a los sistemas de traducción automática. La calidad de esas opiniones e informaciones y la profundidad del análisis seguramente serán desparejos, pero la discriminación corre por cuenta del lector, que tiene ahora muchas más opciones que las que les ofrecía su periódico favorito.

El poder mediático clásico, tal como lo describen los manuales de sociología, basado en el esquema de un emisor único para una audiencia masiva, sólo llegó a reinar plenamente en el último cuarto del siglo pasado. Antes de esa fecha todavía soportaba la competencia de las comunicaciones informales. Pero con la vuelta de siglo y de milenio todo cambió: ahora tenemos una multiplicidad de emisores y una multiplicidad de receptores, unidos por vínculos ocasionales, inestables, diríamos fugaces en comparación con la lealtad de un lector hacia su periódico, o de un televidente hacia el presentador de noticias que le inspira más confianza.

La intervención de Friedman que encabeza esta nota se produjo en la Fundación Carnegie, en un panel reunido para comentar el reción aparecido libro de Moisés Naím The End of Power. Alguien del público hizo notar al panel que ahora Friedman y sus setenta millones de colegas sumados tenían mucho menos poder, mucha menos capacidad para influir sobre los acontecimientos, que la que habían tenido en su momento Reston y los otros siete columnistas. La observación seguía la misma dirección que las tesis de Naím, quien habla de un generalizado proceso de dispersión del poder en todos los órdenes sociales. Esta atomización de la emisión de mensajes es uno de los fenómenos notables de la época, y vuelve estériles y anacrónicas las interpretaciones conspirativas sobre el poder mediático, todavía circulantes en ámbitos de discusión que atrasan en el tiempo.

De hecho, nos encontramos ante una verdadera revolución contra el poder mediático: las personas ya no quieren ser sólo receptores, público pasivo, de los mensajes elaborados por profesionales de la comunicación; ahora pretenden ser, son, ellos mismos los autores de los mensajes. A imitación de los profesionales, se van convirtiendo en cronistas, fotógrafos, editores, tituleros y columnistas, y difunden sus contenidos por las redes a públicos comparativamente reducidos pero para nada carentes de significación. La reproducción exponencial (“viral”) de un mensaje o una foto, la reiteración de una opinión o una idea, la propagación de una convocatoria, pueden hacer de esos mensajes anárquicamente generados un fenómeno social. Desde el mundo árabe a la América latina hay ejemplos concretos de esta dispersión del poder mediático, o, si se quiere, de esta transición a la anarquía mediática.

El espacio de las comunicaciones sociales ya no está entonces dominado por los medios; todavía más: el relato mediático es permanentemente interpelado, desafiado desde las redes sociales. Es notable comprobar cómo cuando un personaje público aparece en alguno de los programas de entrevistas de mayor audiencia, las redes se pueblan de comentarios y críticas sobre los dichos del personaje… y sobre la actitud del entrevistador. Todos esos contenidos, es claro, circulan en bruto, sin filtro, sin un editor, sin un Ben Bradley o un Ricardo Constenla que separe la paja del trigo, ni olfatee el pescado podrido, la manipulación, las operaciones, ni pondere la significación de un suceso, ni jerarquice, ni discrimine. El lector ya no tiene alguien que le ayude a vadear la marea de información, a elegir entre los setenta millones de opinadores, a distinguir qué cosas merecen su atención

Pero, si como hemos visto una y otra vez en esta serie, al público ya no le interesa la información política y económica, ¿a quién le hablan esos opinadores espontáneos? ¿Alguien les presta atención? En la reunión que mencionamos Naím hizo notar que la oferta millonaria de opiniones e informaciones tropezaba además con la limitada capacidad de atención, el espacio mental limitado de los lectores. “Somos víctimas de todo lo que se nos tira por la cabeza. Tenemos que arreglárnoslas para revisar y seleccionar montones de información”, dijo. Lo de la multiplicidad irrestricta de voces está muy bien, pero ¿existe una multiplicidad proporcional de oídos? Y en todo caso, ¿cómo reacciona el abrumado lector ante esa avalancha de datos y comentarios sobre los datos? Lo que se sabe hasta ahora, y lo que cualquiera que se mueva por las redes puede comprobar en su diaria experiencia, no es demasiado alentador.

–Santiago González

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