De Neustadt a Lanata

  1. ¿Quién quiere noticias?
  2. Una práctica higiénica
  3. Malas nuevas
  4. De Neustadt a Lanata
  5. Eliminar el intermediario
  6. Ser en los medios
  7. Para Fulano que lo mira por TV
  8. Un poder en dispersión
  9. Segregación e intolerancia
  10. Narcisismo 2.0

En la década de 1970 la televisión argentina ofrecía a Bernardo Neustadt, que conducía junto con Mariano Grondona el programa de entrevistas políticas más importante del momento, y a Tato Bores, cuyo programa de humor político no tenía competencia. Ambas ofertas conseguían los más elevados niveles de audiencia. Hoy Jorge Lanata tiene que poner en pantalla un híbrido de Neustadt y Tato para lograr una respuesta parecida del público. Los programas de entrevistas políticas que siguen el formato tradicional, incluido el de Grondona, pasaron de la televisión abierta al cable y apenas mueven el medidor de audiencia. La gente le ha dado la espalda a la información política, y mucho más a la reflexión sobre esa información. Atribuimos ese desinterés a la sensación de impotencia y lejanía que tiene el hombre de la calle respecto del poder y de quienes manejan sus resortes. Pero puede haber también un problema de comprensión. Una parte para nada despreciable del público no entiende lo que lee y presumiblemente menos entenderá lo que escucha. Y no quiere tomarse el trabajo ni hacer el esfuerzo de entender. De ahí la preferencia por el menú de chistes, sensacionalismo y lugares comunes que le ofrecen programas como el de Lanata, o el de Luis Majul, donde se repiten –digeridas y simplificadas– cosas que ya han aparecido en los diarios y han sido debatidas en otros lugares sin lograr el mismo impacto en la opinión pública.

En este punto conviene mirar un poco hacia atrás: en los comienzos de nuestra vida republicana, hacia principios del siglo XX, las personas leían diarios y libros, o por lo menos pensaban que eso era algo bueno, importante y deseable. Editoriales como La Cultura Argentina, Claridad, Tor y Sopena ofrecían clásicos nacionales y extranjeros por monedas, revistas populares como La Novela Semanal, Leoplán, Bambalinas y La Escena eran puro material de lectura; cualquier local político o sindical incluía una biblioteca pública. La mayoría de la población apenas tenía educación primaria, pero se esforzaba por leer y entender. En cada casa había libros, y un diario de cabecera (y también un instrumento musical, pero esa es otra historia). La llegada de la radio no modificó mucho las cosas: en la Argentina la radio nunca ocupó un lugar importante como proveedora de noticias, lo suyo era la música, el radioteatro y la comedia. Pero la televisión sacudió la estantería, y por primera vez los diarios sufrieron el impacto de un competidor diferente. Las primeras víctimas fueron los vespertinos.

Para ver televisión no es necesario saber leer, ni esforzarse por entender: esa comodidad resultó inmediatamente atractiva para el público. La inclinación natural a la pereza se juntó con el plato servido para crear un tipo de espectador que espera que todo se lo muestren, se lo comenten y se lo expliquen sin que él deba hacer el menor esfuerzo. ¿Cuál fue la respuesta de los diarios a este desafío? Tratar de parecerse lo más posible a la televisión: más imágenes, fotografías e infografías y menos texto, textos más simples, recuadritos, punteos, y un estilo cada vez más alejado del rigor periodístico, y cada vez cercano a la narración literaria, desapegada de los hechos, emotiva. Justamente fue la televisión la primera en borrar los límites entre realidad y ficción, a manejar la información con las técnicas del espectáculo, y a presentar una promiscua e interminable revista musical en la que desfilan deportistas, vedettes, políticos, malvivientes, actores, expertos en cualquier cosa, bailarines, economistas, rockeros, drogadictos y traficantes, víctimas y victimarios, y donde el impacto emotivo inmediato es el valor supremo, más allá de la inteligencia, la verdad o el bien. A esta contaminación los anglosajones la bautizaron como infotainment, mezcla de información y entretenimiento, a la que siguieron otras de la misma especie como los docudramas, mezcla de documental con ficción, o los deleznables infomercials, mezcla de información y publicidad, avisos disfrazados de información que aparecen sobre todo en las secciones y programas que orientan al consumidor, sobre salud, belleza o cocina, para las mujeres, sobre vinos, autos y tecnología para los hombres, y sobre libros, teatro y cine para todos.

Ese es el modelo que siguen hoy los diarios, y uno podría decir que sus editores tienen razón: la lista de notas más leídas que publica el sitio del diario La Nación muestra que sus visitantes buscan allí lo mismo que buscan en la televisión. No muy distinta fue mi experiencia como editor del sitio de CNN en Español, donde la demanda de los lectores se orientaba abrumadoramente hacia tres zonas dominantes: sexo, conspiraciones y tecnología. A los temas “serios” nadie les prestaba atención. Podremos discutir si el medio crea su público, o el público crea su medio, pero lo que es indiscutible es que hoy a la gente de la calle, en cualquier parte del mundo, la información política o de política económica, no le interesa, comprobación a la que por distintos caminos llegamos una y otra vez en esta serie.

–Santiago González

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