Ser en los medios

  1. ¿Quién quiere noticias?
  2. Una práctica higiénica
  3. Malas nuevas
  4. De Neustadt a Lanata
  5. Eliminar el intermediario
  6. Ser en los medios
  7. Para Fulano que lo mira por TV
  8. Un poder en dispersión
  9. Segregación e intolerancia
  10. Narcisismo 2.0

Si el público ya no demanda información, ¿qué busca en los medios? O tal vez sería más apropiado preguntarse ¿qué encuentra en los medios? Antes de hablarse de medios se hablaba de prensa, de libertad de prensa, entendida como derecho a informar y a opinar, y derecho a ser informado y conocer opiniones. La función de la prensa era entonces proporcionar al ciudadano las informaciones que necesitaba para desenvolverse en una sociedad crecientemente compleja en lo político y lo económico. Su alcance era relativamente pequeño, local, disperso. Se empezó a hablar de medios cuando la tecnología hizo posible los públicos masivos: los diarios de gran tirada y alcance nacional, las revistas, luego la televisión y las grandes cadenas.

Pero la que trastornó las cosas fue la televisión: su enorme poder fue ganando el espacio de la experiencia vital para reemplazarlo por una experiencia vicaria, virtual, mediática. La televisión se instaló en la intimidad de los hogares y literalmente tomó la palabra; las personas comenzaron a abandonar la calle para responder a su convocatoria imperiosa, a organizar sus horarios en función de la programación (“comamos antes de que empiece…”, “no, esta noche quiero ver a…”), a reclamarse silencio unos a otros para mejor sumergirse en la experiencia de prolongar la mirada propia en el ojo de la cámara. Se dice que una persona es alfabeta cuando tiene la capacidad de comprender y describir su ubicación en el tiempo y en el espacio. Antes de la llegada de la televisión, esta alfabetización funcional se lograba mediante una adecuada combinación de educación formal y experiencia espontánea. Las personas construían su imagen del gran teatro del mundo, y definían su lugar en él, en buena medida a partir de su experiencia cotidiana en la casa, el barrio, el café o el club, el lugar de trabajo, la iglesia, con los parientes, los vecinos, los amigos, los compañeros de trabajo, los correligionarios. Después de la televisión esa relación se invirtió, y el público ahora construye la imagen del mundo, de sí mismo y de los demás principalmente a partir de los medios. La educación pública, impotente para competir con los medios, ha optado por acomodarse a ellos, subsidiariamente.

Pero hay algo más: los medios no sólo son determinantes en la manera como la gente construye su imagen de la realidad, sino que han ocupado el lugar de la realidad, el lugar donde lo que es se manifiesta. Ser, a esta altura de la historia, es ser-en-la-televisión, y por extensión ser-en-los-medios: el resto no existe, es el no-ser, el magma indiferenciado anterior a la creación, a la palabra. Los medios confieren entidad e identidad a las personas: al político, al médico, al escritor, al artista, al ingeniero, al deportista, al ciudadano de a pie si llega a ser agraciado con unos segundos mágicos de aparición en la pantalla. Al médico de consultorio le cuesta contradecir al médico mediático. Las maestras tienen que comportarse como animadoras si quieren atraer la atención de sus alumnos. Ser es ser una figura mediática. Actores y deportistas son buscados por la política porque les ahorran el costo de instalación en los medios. Y mientras un político no aparezca en los medios, no existe. Esto lo aprendió rápido el hombre de la calle. Sorprende a veces comprobar la pericia con que el vecino consultado sobre el choque de la esquina produce el soundbite exacto. Uno diría que se preparó toda la vida para aprovechar ese momento. Hay una desesperada voluntad de ser en los que hacen cualquier cosa por atrapar aunque sea por un instante la atención de las cámaras.

La tuerca de los medios tiene todavía otra vuelta: la división de la sociedad en clases. En la cima del Olimpo se ubican los semidioses, los afortunados que son-en-los-medios, ese elenco inestable de figuras que puebla las imágenes publicadas, en papel o en video, colectivamente descripta como ricos y famosos, que incluye efectivamente a los ricos pero también a aquéllos que por una u otra razón tienen la capacidad de enriquecer a otros: deportistas, artistas, políticos, modelos, profesionales, empresarios, expertos, etcétera. En la ciudad terrena  aparecen los que no son-en-los-medios pero pueden ser-como-en-los-medios, los que tienen los recursos –o pretenden tenerlos– para colocarse en situaciones y lugares como los que rodean a los ricos y famosos tal como los presentan los medios; hay gente que gasta lo que no tiene para comprarse el auto tal, o viajar al lugar cual, o vestir determinada marca de ropa, y comportarse a imagen y semejanza. Y por último, extramuros, los excluidos del universo mediático, ni semidioses ni hombres, bárbaros que ni siquiera conocen el lenguaje del mundo virtual: saben que existe, pero no logran descifrarlo, a veces descargan sobre él su violencia, casi siempre descargan esa violencia sobre sí mismos, se drogan, se perforan la cara, se hacen cosas raras en el pelo, se tatúan. Viven, pobres, afuera, en el mundo real.

La función informativa de los medios ha saltado así, con el tiempo, de una acepción del diccionario a otra; curiosamente, de la más moderna a la más antigua. Informar, dice la Real Academia, es “enterar, dar noticia de algo”, y esto es lo que hacían los medios cuando aparecieron en la sociedad. Mucho más atrás en el tiempo, la palabra informar tenía el significado de “formar, perfeccionar a alguien por medio de la instrucción y buena crianza”, y ésta es la función principal que cumplen hoy los medios, aunque no se propongan impartir  instrucción ni buena crianza. Cuando el viejo significado de una palabra recobra actualidad es porque algo ha ido para atrás. Pero no se vea detrás de este retroceso una conspiración de los poderosos del mundo como la que imaginan algunos comentaristas. Existe sin duda un poder mediático, pero es demasiado complejo en su naturaleza y diverso en sus manifestaciones como para pensar que se lo pueda manejar desde un centro de comando. El poder mediático existe porque existe la tecnología que lo hace posible, y porque existe un vacío de poder que le deja la cancha libre. Ni el púlpito ni la tribuna imparten instrucción ni buena crianza, perdieron credibilidad, enmudecieron. La sociedad consintió en allanarse al poder mediático simplemente porque no hay otro, y lo hizo aliviada, porque la libertad cuesta trabajo.

Pero todo poder engendra una reacción, los síntomas de esa reacción están a la vista: anuncian una revolución. Las revoluciones no tienen desenlaces previsibles, pueden ser buenos o malos. Las revoluciones incluso pueden ir para atrás, como ha ocurrido con casi todas las revoluciones del siglo XX. Lo único seguro de las revoluciones es que son dolorosas.

–Santiago González

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