Eliminar el intermediario

  1. ¿Quién quiere noticias?
  2. Una práctica higiénica
  3. Malas nuevas
  4. De Neustadt a Lanata
  5. Eliminar el intermediario
  6. Ser en los medios
  7. Para Fulano que lo mira por TV
  8. Un poder en dispersión
  9. Segregación e intolerancia
  10. Narcisismo 2.0

Como puede corroborar hoy cualquier editor, al gran público ya no le interesan las noticias políticas o económicas, ni mucho menos los debates sobre las noticias, a menos que contengan algún ingrediente emocionalmente impactante (conspiraciones, corrupción, traiciones) o se expresen como un colorido duelo de personalidades antes que como una confrontación de ideas. Los lectores de periódicos son cada vez menos, y lo mismo ha empezado a ocurrir con los televidentes. La televisión destruyó la función informativa de los medios, los diarios trataron de parecerse a la televisión, y ahora la televisión y los diarios están en retirada justamente porque ya no cumplen con esa función informativa.

Hasta, digamos, medio siglo atrás, la tarea de informar consistía en seleccionar determinadas novedades de interés público, jerarquizarlas, comunicarlas e interpretarlas para que el público pudiese formar su opinión sobre esos asuntos y orientar su conducta política o económica en la plaza (la Plaza de Mayo o la city). Suponía también la existencia de profesionales especializados en la ejecución de esa tarea. Un ciudadano informado por medios independientes era, y sigue siendo, la condición de posibilidad de la democracia republicana y la economía de mercado.

Pero la televisión, especialmente desde que la tecnología hizo posible la transmisión en tiempo real, creó la ilusión de la desaparición del medio, lo volvió transparente. Los diarios, las revistas, los medios gráficos, eran opacos, se interponían entre el público y el acontecimiento, intermediaban, se metían en el medio. También demandaban tiempo: tiempo y reflexión para prepararlos, tiempo y reflexión para consumirlos. La televisión eliminó distancias temporales y espaciales, y borró del mapa a los intermediarios: una noticia ya no es lo que un grupo de editores considera necesario publicar sino cualquier cosa que esté ocurriendo en este momento suceptible de ser mostrada y capaz impactar en las emociones del público, sin orden ni concierto: la muerte de un artista, un accidente de tránsito, el nacimiento de quintillizos, el nuevo disco del grupo X, la aprobación de una ley, la fuga de un tigre, un corte de calles, etc. Entre el espectador y el suceso, el cronista quedó reducido a una especie de entrometido maestro de ceremonias, y el columnista convertido en un virtuoso del unipersonal: el jocoso Jorge Lanata, el escandaloso Luis Majul, el avinagrado Nelson Castro. Bajo la presión de la television, los diarios intentaron reivindicar su opacidad: las crónicas que siempre fueron anónimas ahora aparecen firmadas, hasta las más triviales, para recordarle al lector que alguien está en el medio; pero también transigen con las reglas impuestas por la televisión: las columnas son rubricadas con firma y foto; desde que existe la televisión la cara construye autoridad, credibilidad.

Al borrar el intermediario, al eliminar las distancias temporales y espaciales, la televisión provoca además en la audiencia múltiples confusiones en la percepción de la realidad. En primer lugar, el público se siente testigo presencial del acontecimiento, siente el calor del incendio, vive el dolor de las víctimas del accidente, huele los manjares servidos, se cree incorporado a la mesa donde el entrevistador conversa con el entrevistado, percibe la tensión del diálogo. La experiencia mediática se confunde con la experiencia vital. La pantalla no es como el diario, un instrumento que le sirve para moverse eficazmente en la plaza, la pantalla es la plaza, es el escenario donde se desenvuelve la vida, es la vida misma. En segundo lugar, la televisión es un vehículo por el que transitan imágenes de la vida real e imágenes de ficción, y los límites de ese tránsito también tienden a borronearse. La ficción parece realidad, y la realidad ficción. Deliberadamente se usan los mismos códigos en los dos casos. Las jornadas electorales se anuncian con la estética de los grandes torneos deportivos. Las ideas, las posiciones ideológicas, las opiniones, se simplifican hasta destilarlos en un choque de personalidades: no importa quién expuso las mejores propuestas, sino quién ganó el debate. Los protagonistas de la vida pública, los actores sociales, son percibidos también como actores teatrales, y apreciados con las mismas reglas: éste actúa bien en el papel de ministro, pero aquél no da para gobernador. Los políticos se entrenan con profesionales en el arte de la actuación para mostrarse en cámara con el perfil deseado.

El universo mediático así conformado está evidentemente muy lejos de cumplir la función que tuvo en sus orígenes. La política y la economía sufren la ausencia de una ciudadanía informada, capaz de reaccionar con energía cuando se afectan sus libertades o su bolsillo y repudiar en las urnas a los responsables. Sin embargo, la constelación mediática que nos rodea alguna función cumple porque la fascinación del público con los medios es evidente, a pesar de que las estadísticas muestren una inexorable declinación de la audiencia.

–Santiago González

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