Injerencia arrogante y racista

La intervención extranjera en Libia, como pasa siempre, habrá de dejar las cosas peor de lo que están

Resulta por lo menos curioso que las naciones que se presentan al mundo como los adalides de la libertad, como los grandes impugnadores de la intervención, tanto política como económica, sean justamente los reiterados agentes de las acciones armadas para remediar o corregir reales o supuestos desaguisados en terceros países.

La intervención, armada o desarmada, de poderes externos en los asuntos internos de un país, como la que en estos momentos se está desarrollando en Libia, es algo que repugna a la conciencia nacional en cualquier parte del mundo, y mucho más en aquellos lugares que durante largo tiempo soportaron los ultrajes del colonialismo.

Estas injerencias pueden, y merecen, ser condenadas justamente como expresiones tardías de una voluntad imperial, como exhibiciones obscenas de arrogancia y racismo, como hipócritas maniobras para asegurarse el control de materias primas o territorios estratégicos, pero sobre todo merecen ser condenadas por su torpeza e inutilidad.

En efecto, nunca las intervenciones armadas “multilaterales”, con la farsa del mandato de la ONU o sin ella, sirvieron para nada. Esto lo saben bien quienes las justifican, cuyos argumentos favoritos suelen ser ejercicios de historia contrafáctica: “si Occidente hubiese intervenido en Yugoslavia no habría ocurrido la ‘limpieza étnica’ en Bosnia”, por ejemplo.

En realidad, no se sabe lo que habría ocurrido en Bosnia en caso de una intervención. Pero sí se sabe que las cosas quedaron mucho peor que antes en Afganistán, Iraq, Kosovo, Haití, y otros escenarios similares. Sin embargo, esto poco importa porque el móvil de las intervenciones no es el declarado de derribar tiranos y evitar genocidios.

También se sabe que las principales víctimas de esta clase de acciones armadas no son el villano de turno y sus secuaces, que por definición son pocos y suelen contar con los recursos para protegerse, sino la población civil de los países atacados, como ha ocurrido con los iraquíes y los afganos, o con los panameños del barrio El Chorrillo.

Pero en el fondo eso tampoco importa, porque la decisión de emprender tales acciones sólo es posible en un contexto de arrogancia, prepotencia y racismo. La muerte y la destrucción así sembrados –a veces, como en Bagdad, contra el patrimonio mismo de la humanidad– se resuelven con la desdeñosa, miserable expresión “daños colaterales”.

Evocar las figuras de Manuel Noriega, Saddam Hussein, Slobodan Milosevic o Muammar el Gaddafi equivale a recorrer las salas de un Salón Internacional de la Infamia, en las que sin embargo clama al cielo la ausencia de Henry Kissinger, Ronald Reagan, Margaret Thatcher o la familia Bush, por nombrar sólo a los más notorios.

Con el agregado de que Noriega, Hussein, los talibanes, Milosevic y Gaddafi llegaron a ser fuertes en sus países gracias a las acciones, no siempre armadas pero en todos los casos intervencionistas, de los Kissinger, Reagan, Thatcher o Bush, que en algún momento necesitaron de ellos para sostener sus intereses en la zona del caso.

Gaddafi es el villano del día, acusado de sojuzgar a su pueblo y reprimir sus demandas de libertad. Pero el medio oriente petrolero está saturado de reinos, principados, y autarquías gobernados por minorías inmensamente ricas, gratas a Occidente, que causan tanto daño a sus empobrecidos súbditos como el líder libio a los suyos.

Así como cualquier intervención externa repugna a la conciencia nacional, el hecho de que la dispongan en nombre de la libertad, la democracia y los derechos humanos quienes han sido sus mayores violadores en la historia repugna a la conciencia cívica de quien cree que esos valores representan un salto adelante de la condición humana.

Pero entonces, ¿la comunidad internacional debe permanecer pasiva mientras los dictadores causan indecibles sufrimientos a sus pueblos? Por razones de principios, y a la luz de la experiencia, la respuesta es un rotundo sí. Los traumas que deja la injerencia externa han demostrado ser, en todos los casos, peores que el mal que pretenden combatir.

Para usar un ejemplo cercano: en la década de 1970, en América del sur, muchas sociedades buscaban agitadamente la manera de desprenderse de las viejas oligarquías, que en un momento le fueron útiles para constituirse como naciones pero que ya para entonces se habían convertido en un chaleco de fuerza que impedía su desarrollo.

Interpretando esas crisis según su propia visión bipolar del mundo, los Estados Unidos abortaron esos procesos y prohijaron la instalación de dictaduras derechistas que atrasaron durante décadas la evolución natural de esas sociedades, y destrozaron sus instituciones, llámense partidos políticos, sindicatos, u otras organizaciones civiles.

Del mismo modo Washington y sus aliados irrumpieron posteriormente en los destinos de Afganistán, Iraq, Yugoslavia, por razones diferentes en cada caso, y los arruinaron. Como probablemente estén arruinando ahora los destinos de Libia, más interesados en su petróleo y en los réditos políticos propios que en la suerte del pueblo libio.

La objeción máxima contra la injerencia externa es que desquicia la evolución histórica de las sociedades sobre las que actúa. Las sociedades tienen un tiempo de crecimiento y maduración que les es propio y debe ser respetado. Algunas, simplemente, todavía no están en condiciones de afrontar las complejidades de una democracia.

México tardó décadas en desprenderse del PRI, pero lo hizo ni antes ni después, sino en su debido momento, y la experiencia no fue traumática. Los Estados Unidos no se atrevieron a acelerar los tiempos de la historia junto a su propia frontera: para esos ensayos prefieren geografías más alejadas.

La sociedad egipcia, para citar un ejemplo inmediatamente anterior al de Libia, ya estaba madura para prescindir de Mubarak, y el régimen de Mubarak lo suficientemente agotado como para no ofrecer resistencia. Bastaron unos días de tranquila demostración callejera de una voluntad de cambio para que éste se produjera sin traumas.

La oposición a Gaddafi probablemente necesitara su tiempo para crecer, discernir su propia identidad, o identidades, y ofrecerse entonces como alternativa creíble y posible para enfrentar al régimen y sucederlo con éxito. Hoy nadie sabe quiénes son esos rebeldes que festejan en Bengazi las bombas aliadas, ni qué programas tienen para el futuro de Libia.

–Santiago González

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