La lucha continúa

Hugo Moyano multiplica sus aprietes para lograr la impunidad, y el gobierno parece ceder a ellos.

El líder camionero Hugo Moyano aparece frente a la opinión pública como una figura amenazadora y temible, una especie de capitanejo con caudales y tropa propia, que ronda el poder del estado decidido a empeñar sus recursos y movilizar estratégicamente su musculosa brigada de infantería mecanizada con el objetivo último de “quedarse con todo”.

Pero sus recientes bravatas lo muestran más bien como un hombre asustado. Empezó a asustarse cuando el bancario Juan José Zanola fue a parar a la cárcel, y se asustó todavía más cuando el ferroviario José Pedraza siguió la misma ruta, por razones levemente diferentes. Advirtió que los confortables tiempos de la impunidad sindical estaban tocando a su fin.

Es típico del hombre asustado volverse temerario, y doblar las apuestas. Moyano optó por adoptar un tono crecientemente amenazador, para inquietud del gobierno y de la sociedad. Y empezó con los aprietes, uno tras otro, convencido de que su poder sólo se alimenta del miedo que sea capaz de inspirar, en el gobierno y la sociedad.

Como sindicalista peronista, Moyano se asemeja menos a figuras como José Rucci, Lorenzo Miguel o Saúl Ubaldini que a los “gordos” como Zanola o Pedraza: al igual que éstos, maneja el gremio como empresa propia y en su beneficio, cuenta con una esposa de insospechadas capacidades gerenciales, y su patrimonio personal ha crecido fuera de toda razonabilidad.

Pero los “gordos” parecen hoy gatos saciados, con los bigotes llenos de leche, torpes de movimientos y carentes de reflejos. Adormilados en el cómodo almohadón de la impunidad, las causas judiciales los sorprenden sin capacidad de respuesta, y sin que su suerte movilice a nadie más que a los que reciben las sobras de sus negocios.

Moyano en cambio es un gato con ambiciones, con la mirada atenta del animal de presa y los músculos lo suficientemente elásticos como para dar el salto y asestar el zarpazo en el momento oportuno. Tiene un modelo, Jimmy Hoffa, el legendario líder de los teamsters norteamericanos, y tiene, como aquél, hijos en posición y voluntad de heredar su imperio.

Los “gordos” son criaturas del dictador Juan Carlos Onganía, quien, para captarlos, los sacó del ostracismo social (que sufrían como peronistas y gremialistas) y los incorporó a la “clase dirigente”: a partir de entonces comenzaron a aparecer en las revistas y los programas de televisión, y a amasar fortunas. Ese fue el comienzo de la corrupción sindical en gran escala.

La historia de Moyano es diferente, aunque conduce al mismo lugar: comienza en los 70, lejos de Cámpora y cerca de López Rega, da un salto importante en los 90 cuando prácticamente en soledad se opone a las políticas de Carlos Menem y se margina de la CGT, y sube otro escalón mayor tras la crisis del 2001 para terminar al mando de la central obrera en la era Kirchner.

Néstor Kirchner siempre le tuvo miedo a Moyano. Tal vez le intimidaba la capacidad del gremialista para poner gente en la calle, algo que en la cultura peronista es prueba eficaz de poder y que el santacruceño no lograba conquistar por sus propios medios. Entonces apeló al recurso habitual de controlarlo con dinero: subsidios y otras prebendas menos claras.

Moyano supo enseguida que Kirchner le tenía miedo, y explotó hábilmente ese sentimiento. Afirmó su poder en una CGT que le era, y sigue siendo, mayoritariamente hostil, consiguió impensados beneficios salariales para sus agremiados, e incluso erosionó las bases de sus colegas forzando el pase a su gremio de trabajadores encuadrados en otras organizaciones.

Según una estrategia bien delineada, familiares suyos o aliados incondicionales fueron alcanzando las máximas posiciones en otros gremios del transporte (aéreo, ferroviario, automotor) e incluso en los peajes de las rutas. Leales a Moyano controlan hoy el sistema circulatorio del país, y parte del sistema excretorio: la recolección de basura.

No conforme con esta considerable porción de poder gremial, ni con la fortuna personal amasada a partir de la obra social de su gremio y de una constelación de empresas en manos de parientes o testaferros, el camionero empezó a soñar con el poder político. Pensaba que a Néstor Kirchner se lo iba a poder arrancar, y se lo planteó ante todo el mundo en el acto de River.

Su primera experiencia en esa línea fue un fracaso: como flamante presidente del partido justicialista bonaerense -por enfermedad de Alberto Balestrini- convocó a una reunión a la que no fue nadie, mucho menos los intendentes del conurbano resentidos por las extorsiones de Covelia, la empresa de recolección de residuos que consideran vinculada a Moyano.

El gremialista, que al parecer tiene dificultades para registrar los errores propios, se enfureció con Néstor Kirchner, a quien acusaba de haber saboteado el encuentro. Según múltiples testimonios, ambos dirigentes mantuvieron una poco amable discusión telefónica apenas horas antes de que se extinguiera la vida del ex presidente.

A partir de entonces, las cosas se le complicaron al jefe de la CGT. A Néstor ya le había tomado el tiempo, pero con Cristina Fernández la cuestión se le presentó distinta. Sabe que la presidente guarda un desdén setentista por el Partido Justicialista y la burocracia sindical, y no quiere verse asociada ni con uno ni con la otra.

Por lo pronto, no ocultó su frialdad cuando Moyano se presentó a rendir sus respetos al ex presidente fallecido. Mala señal. Pero el sindicalista empezó a ponerse realmente nervioso cuando vio a Zanola y Pedraza marchar esposados por causas judiciales en las que él mismo aparece envuelto: medicamentos adulterados, troqueles falsos.

Y cuando se enteró que la Cancillería y la justicia habían dado curso a un exhorto presentado por Suiza en el que se piden informes sobre sus relaciones con Covelia, estalló. Como ni siquiera puede concebir una justicia independiente, creyó que todo era una conjura del gobierno, y amenazó con un paro nacional y con acciones contra la prensa. Primer apriete grueso.

El ministro Julio de Vido y otros funcionarios lo persuadieron para que desistiera del paro, pero Moyano quedó con la sangre en el ojo, y comenzó a reclamar de manera ostensible y exigente lugares para sus seguidores en las listas de candidatos a las elecciones nacionales de octubre, el pedido que ya le había hecho a Néstor Kirchner. Segundo apriete grueso.

El sindicalista sabe que su imagen pública es deplorable, sabe que su nombre no le suma votos a Cristina sino al contrario, y que la única manera que tiene de conseguir poder político es colocando discretamente hombres suyos en las listas sábana. Pero al pedirlo a los gritos colocó a la presidente en la inaceptable posición de aparecer cediendo a sus reclamos.

Moyano sabe estas cosas; sabe que las causas judiciales penden sobre su cabeza; sabe que su historia en Mar del Plata le atraería menos simpatías que las nulas que consiguieron Zanola o Pedraza; sabe que sus ambiciones políticas no van a encontrar eco en una Cristina encaminada, cómodamente y sin su ayuda, hacia la reelección.

Sabe, en una palabra, que no tiene la impunidad garantizada.

Entonces se da cuenta de que el único camino que le queda es intimidar, exhibir su capacidad de daño. Y se manda su tercer apriete grueso: el bloqueo de las ediciones dominicales de Clarín y La Nación, en realidad no dirigido contra esos diarios sino contra el gobierno, para meterle miedo, para mostrar lo que puede hacer con apenas un puñado de personas.

Cristina Fernández prefirió mirar para otro lado, pagando el enorme costo político de lo que se vió, en la Argentina y en el mundo, como una falta de voluntad de las autoridades para asegurar la libertad de prensa, y como un ejemplo, que se suma a otros, de la falta de respeto que en nuestro país tiene el ejecutivo respecto de las órdenes de la justicia.

Al no responder a este desafío del sindicalista, peor aun, al intentar justificarlo o explicarlo, el gobierno dio la impresión de haber caído víctima de sus acciones intimidatorias, de haber transformado el miedo de su retador en miedo propio, de haber sucumbido al último apriete, el que logró torcerle el brazo, el que lo obligó a aparecer como cómplice.

Ahora Moyano prepara el gran acto del 29 de abril, en celebración del Día de los Trabajadores. La lucha continúa, hasta que la impunidad vuelva a ser una certeza, hasta que el miedo desaparezca.

–Santiago González

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2 opiniones en “La lucha continúa”

  1. “¡Lo que tendría que narrar de las innumerables entrevistas con los sindicalistas de turno!

    Manga de corruptos que viven a costa de los obreros y coimean fundamentalmente con el dinero de las obras sociales que corresponde a la atención médica.” (René Favaloro)

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