Corrupción, impunidad, poder

  1. Militancia, política, poder
  2. Resentimiento, sociedad, poder
  3. Inmadurez, incompetencia, poder
  4. Oportunismo, liderazgo, poder
  5. Corrupción, impunidad, poder

El mal llamado “caso Shocklender” define el ciclo kirchnerista. Lo define en el sentido de que hace explícita de una vez por todas la naturaleza oculta del “modelo”: corrupción e impunidad al amparo y servicio del poder. Lo define, también, en el sentido de que marca el límite, la pérdida de eficacia, el agotamiento del relato progresista utilizado para ocultar esa naturaleza.

Escribíamos en noviembre: “Cristina Fernández necesita muy poco, realmente, para asegurarse la reelección. A esta altura, parecería que sólo un escándalo de corrupción que la salpique directamente, o un desborde inflacionario, podrían frustrar ese empeño.” Desborde inflacionario no hubo, pero el escándalo de corrupción estalló y su impacto en el oficialismo fue brutal.

Fue brutal porque atacó el corazón mismo de la retórica empleada para construir poder, el punto más alto de su pretensión ética y política: los derechos humanos. El balde de agua fría no cayó sobre quienes ya no creían en las supercherías emanadas de la Casa Rosada sino sobre aquellos que contra toda razón y evidencia persistían en la fe con tenacidad militante.

Después de haber encarado el análisis desde otras perspectivas, este quinto y, por fuerza, último enfoque sobre el gobierno K, se detiene en la corrupción, entendida como abuso del poder para malversar los dineros públicos en beneficio propio o de los amigos, en la cooptación de voluntades (caras o baratas), en la creación de imagen, en la compra de prestigio.

Los diarios recordaron en estos días los mayores escándalos que envolvieron al actual gobierno: si se exceptúa el tema de las valijas con dólares introducidas en el país desde Venezuela, el resto de los episodios (Skanska, Felisa Micheli, Ricardo Jaime, Barrick Gold, ahora Bonafini) revela un mismo modus operandi, una “matriz de corrupción”, como dice Elisa Carrió.

A favor del enorme ingreso de divisas que hubo en el país en la última década, por obra del aumento de los precios de las materias primas, el gobierno se encontró con una suculenta torta de dineros públicos en las manos. Puso toda su inteligencia operativa y toda su capacidad persuasiva para quedarse con esos fondos sin que (casi) nadie protestara.

Por un lado manipuló el presupuesto nacional, pronosticando ingresos fiscales inferiores a los que cabía esperar: el manejo de la diferencia entre lo presupuestado y lo efectivamente recaudado quedaría a su exclusivo arbitrio. Por el otro, extendió sin límites el estado de emergencia económica, que le permite soslayar el control del Congreso sobre sus gastos.

Pero también redujo a la impotencia, o directamente se apoderó de los organismos estatales cuya función es controlar a los funcionarios y el manejo de los fondos públicos: Fiscalía de Investigaciones Administrativas, Oficina Anticorrupción, Sindicatura General de la Nación, Auditoría General de la Nación, por mencionar algunos.

Para que no quedaran cabos sueltos, el oficialismo se encargó de modificar el Consejo de la Magistratura, de manera de tener poder de vida o muerte sobre los jueces, esto es de tener la última palabra sobre su nombramiento o su destitución, y despojó de autonomía al Banco Central, normalmente encargado de cuidar el valor de la moneda nacional.

Con esta acumulación de arbitrariedades, el gobierno quedó con las manos prácticamente libres para manejar a su antojo fabulosas sumas de dinero, que provienen de la recaudación fiscal, pero también de los fondos de pensión (después de haber saqueado las jubilaciones privadas), y de la pura y simple emisión monetaria, o sea la inflación.

Si la malversación de los fondos públicos perjudica a la población (que es la dueña de esos fondos), en la medida en que la priva de servicios como salud, educación, seguridad, infraestructura, o jubilaciones razonables, su efecto es tan perverso como el de la inflación, que la despoja día a día, gota a gota, de sus ahorros y del fruto de su trabajo.

¿En qué se gasta toda esa recaudación? En una maraña de subsidios, cuya parte del león se llevan los sectores de energía y transportes (entre 70.000 y 80.000 millones de pesos este año). Y en numerosos emprendimientos, la mayoría sin licitación, y en muchos casos injustificables, como la televisión digital, el fútbol para todos, y la constelación de medios oficialistas.

El dinero discrecionalmente manejado le sirvió durante mucho tiempo a Néstor Kirchner, que había llegado a la presidencia con algo más de un 20 por ciento de los votos, para edificar su poder, comprando lealtades por aquí (incluídos intelectuales y periodistas), torciendo voluntades por allá, convirtiendo a intendentes y gobernadores en súbditos forzosos de las arcas federales.

El caso de las viviendas de Madres de Plaza de Mayo es ilustrativo. El gobierno obliga a gobernadores e intendentes que necesitan viviendas sociales a contratar con Madres; Madres contrata a la empresa de Schoklender; esa empresa cobra de más por las viviendas, y la diferencia va en negro al bolsillo de… ¿Schoklender? ¿Madres? ¿Los funcionarios? ¿Los tres?

“Hay dinero para obras, se crean empresas que están constituidas por los mismos que asignan las obras, y en consecuencia se malversan los fondos del estado”, explica la diputada Carrió. “[Néstor] Kirchner adjudicaba obras a empresas donde tenía testaferros, en muchos casos sin licitación alguna. Ese modelo kirchernista es el modelo de Schoklender”.

Lo que acabamos de reseñar no es ninguna novedad. Lo ha expuesto la prensa hasta el cansancio, y la Coalición Cívica lo ha llevado a la justicia, con denuncias que involucran al ex presidente y al ministro de planificación Julio de Vido, de cuya cartera salen también los fondos entregados directamente a Madres, sin controles de ninguna especie sobre su uso.

El “operativo solvente” lanzado desde la Casa Rosada para despegar al gobierno de la figura de Schoklender, e inmolar a éste para borrar los pecados del resto, incluída Bonafini, que no puede alegar ignorancia, parece destinado al fracaso, porque nadie tiene dudas de que no estaba solo, de que su arrogante exhibicionismo sólo podía sostenerse en la certeza de la impunidad.

Nadie tiene dudas, porque los avisos llegaron con mucha anticipación, con los cheques voladores que circulaban por centenares, con los informes de operaciones sospechosas elevados por dos entidades bancarias, con las denuncias ante la justicia de la Coalición Cívica, con los reclamos de empresas constructoras, con la insolencia de Schoklender en casinos y centros turísticos.

Schoklender estaba seguro de ser un intocable, porque la contraprestación que su organización le ofrecía al gobierno era de naturaleza única e irreemplazable: Hebe de Bonafini, con su pañuelo blanco en la cabeza, sentada en la primera fila de los actos oficiales, garantizaba la credibilidad del discurso progresista con el que el kichnerismo enmascaraba sus negocios.

El caso que envuelve a Hebe de Bonafini es tan escandalosamente evidente, tan diáfano en su inescrupulosidad, que su estallido iluminó como un racimo de bengalas en noche cerrada la naturaleza profunda del oficialismo: no hay ámbito de su actuación en el que no haya dejado su mancha, ni siquiera el sacrosanto de los pañuelos blancos.

El progresismo que se alineó decididamente detrás de Néstor Kirchner, y el que se ofreció amablemente como compañero de ruta, encontró su límite: Estela de Carlotto, Adolfo Pérez Esquivel, Luis D’Elía, Miguel Bonasso, Nora Cortiñas, y tantos otros, no tuvieron más remedio que reclamar una investigación, admitiendo implícitamente que los pañuelos podían mancharse.

Gente habitualmente bien informada asegura que fue la propia Cristina Fernández la que pidió a Bonafini la cabeza de Schoklender. Si esto fue así, y quiso, como antes con Hugo Moyano, despegar su gobierno de algunas figuras impresentables, el resultado ha sido devastador, y las encuestas ya no le auguran un triunfo en primera vuelta. O sea que le auguran una derrota.

Desenlace merecido para un gobierno que en el 2003 prometió “un país en serio”, enarbolando con manipuladora astucia las banderas más nobles que cuatro décadas atrás movilizaban a toda una generación. Quienes le creyeron hoy deben estar recordando, dolorosamente, aquellos versos de Borges: “Una canción de gesta se ha perdido / en sórdidas noticias policiales”.

–Santiago González

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4 opiniones en “Corrupción, impunidad, poder”

  1. Años atrás un kirchnerista me increpaba por “osar sugerir que el gobierno utilizara la figura de las Madres y el tema de los derechos humanos como simple bandera y arenga política”; y por “atreverme a dudar de las Madres y su integridad”, todo esto a cuento de por qué era que el gobierno había depositado en ellas la gestión de planes sociales de vivienda con un millonario presupuesto. Es curioso el razonamiento (o más bien la falta de él) por el cual el hecho de que una persona, por el mero hecho de sufrir una pérdida tan desgarradora, sea revestida de pronto con una imagen de persona impoluta, de conducta intachable y hasta se convierta en persona idónea en materia de arquitectura y administración de planes de vivienda. ¿No será tiempo de ir más allá de la imagen a buscar la esencia de quienes pretenden conducirnos?

    1. Para un gobierno que carece de sustancia, la imagen lo es todo. (Cuando la presidente se lastimó y cayó al suelo la semana pasada tuvo, según su propio relato, la presencia de ánimo para pensar antes que nada en su imagen, incorporarse rápidamente, y evitar que llegaran a fotografiarla en el suelo. “Jamás, jamás”, dijo.) Lo único que le importó al kirchnerismo de las Madres fue la imagen de credibilidad que le brindaban. Un servicio que no tiene precio.

  2. El análisis de Santiago González es simplemente devastador. Como bien lo dice él mismo, las señales estaban a la vista de todos y los datos no deberían sorprender porque se fueron conociendo a medida que se desarrollaba el modelo kirchnerista. Lo que dá tanta fuerza al artículo es la claridad con que recopila todos esos datos, hasta configurar un panorama desolador de corrupción, soberbia e hipocresía personal e ideológica. Gracias Santiago por un relato tan preciso de algo que nunca debería haber ocurrido pero que hoy es una triste realidad.

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