Militancia, política, poder

Una concepción militante de la política impide a los Kirchner aceptar la idea de un poder limitado

  1. Militancia, política, poder
  2. Resentimiento, sociedad, poder
  3. Inmadurez, incompetencia, poder
  4. Oportunismo, liderazgo, poder
  5. Corrupción, impunidad, poder

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Tras la derrota electoral de junio, el gobierno Kirchner se enfrenta casi por primera vez desde el 2003 a la necesidad de hacer política: un futuro Congreso en el que no tendrá mayorías automáticas, un partido en estado de asamblea, gobernadores e intendentes en rebeldía, pérdida de superpoderes y una justicia con mayor autonomía lo someterán a duras pruebas.

La pregunta que inquieta por igual a actores y observadores es si el oficialismo está mental y digamos técnicamente preparado para superar esas pruebas. La pregunta inquieta porque nadie está seguro de la respuesta, y porque las primeras reacciones de los dos miembros del matrimonio presidencial luego del domingo aciago fueron escasamente alentadoras.

“Hay que darle una semana a la presidenta para que absorba la derrota”, pidió el senador Carlos Reutemann, quien también reclamó “un reordenamiento de las ideas y de la forma de pensar”. Lo primero exhibe una tolerancia razonable; lo segundo plantea una difícil exigencia: la concepción del poder de los Kirchner no se forjó en el ejercicio de la política sino al calor de su contrario, la militancia.

En la lejana década de 1970, la consigna imperante entre los jóvenes que se lanzaban masivamente a la actividad política era la militancia, entendida como un compromiso en cuerpo y alma con la causa que se abrazaba. La militancia era al mismo tiempo una actividad, un valor social, y un estilo de vida. Fuera de ella solo había egoísmo, banalidad, desaprensión.

Lo que cuatro décadas después podemos ver con claridad, pero que entonces sólo algunos percibieron, es que la militancia está en las antípodas de la política, y que su concepción del poder y de la manera de obtenerlo, sostenerlo y desarrollarlo sólo podía acarrear las trágicas consecuencias que acarreó entonces.

El término política viene de polis, ciudad, y tiene por objetivo esencial discutir la distribución del poder de manera que no quede concentrado en una sola mano, y aun limitarlo en el tiempo para evitar las dinastías. La noción de la política está inextricablemente vinculada a conceptos tales como sociedad, discusión, acuerdo, equilibrio.

El término militancia viene de miles, soldado, y tiene por objetivo la conquista del poder, tal como se lo plantearía un ejército, o milicia, en operaciones. Se trata de alcanzar un poder total y sin fisuras, menos que eso sería tenido como un fracaso. La noción de militancia, por su lado, aparece asociada a conceptos como jerarquía, subordinación, lealtad y disciplina.

La militancia concibe al otro como un enemigo a derrotar.
Organizaciones juveniles como las que se dice sirvieron de marco a la formación política de los Kirchner eran absolutamente jerarquizadas y celosas de la disciplina. A la cabeza estaban el General primero, y después las “orgas”, los grupos armados que querían disputarle ese lugar. Desde uno y otro lugar bajaban las consignas, que la militancia acataba militarmente.

La política ve en el otro un socio, un integrante de la sociedad, con el que hay que ponerse de acuerdo acerca del reparto de un poder que en definitiva pertenece al pueblo en su conjunto. La militancia concibe al otro como un enemigo a derrotar para la conquista total del poder: ningún ejército se plantea concertar con su rival la posesión compartida de un territorio.

A tal punto el devenir político era interpretado en los 70 como un enfrentamiento bélico que las revistas que acompañaban a la militancia inauguraron un nuevo género periodístico: el cuadro de situación, en el que se describía, como lo haría un estado mayor, la correlación de fuerzas en distintos frentes entre el campo propio, o “campo popular” como se lo llamaba, y el campo enemigo.

Cuando esa militancia logró instalar en la Casa Rosada a un presidente que la representaba no se detuvo allí, porque su objetivo no era el poder político limitado de un sistema democrático sino el poder total en el sentido militar, y ni siquiera el General, que había recuperado el grado y el uniforme pero se había vuelto democrático, negociador y conciliador, pudo contenerla.

Esa militancia, que despreciaba el sistema democrático, el que da sentido a la política, con descalificativos tales como liberal, formal, o burgués, encontró por fin, y trágicamente, su límite como lo encuentra cualquier ejército: cuando se topa con otro más fuerte, mejor armado, mejor entrenado, y mejor dirigido.

El fracaso de esa militancia fue un fracaso militar, y también político.
El fracaso de esa militancia fue un fracaso militar y también político, en términos de política entendida como milicia. En realidad, ni siquiera en su momento de mayor auge, cuando nutridas columnas de la JP atravesaban la ciudad vivando a los Montoneros, había sido políticamente exitosa.

En una primera etapa, estuvo confundida con la agitación popular relacionada con el fin de una dictadura militar y el regreso de Juan Perón. Y perdió cualquier respaldo que hubiese podido tener cuando la población quedó presa de un debate armado entre facciones que la ignoraban con pareja convicción.

Cuatro décadas después los Kirchner llegaron al gobierno con esa misma mentalidad militante. No lo hicieron como consecuencia de su acción política, sino de la mano de Eduardo Duhalde, a quien se percibía como la persona que había logrado sacar al país de la catástrofe del 2001. Ese espaldarazo fue suficiente para que la gente votara a un virtual desconocido.

Y desde un primer momento, el objetivo de Néstor Kirchner fue el de convertir ese poder que le había confiado la democracia, limitado en su alcance y en el tiempo, en el poder absoluto que le reclamaba su pasado militante. Casi sin excepciones, la prensa aplaudió ese proceso como una “construcción de poder” supuestamente necesaria para alquien que había llegado a la Rosada con magro respaldo electoral.

Las armas fueron reemplazadas por la caja. El diálogo desapareció de la escena pública.
Esa mentalidad militante explica el avance de Kirchner sobre todo lo que consideró capaz de discutirle el poder: los gobernadores, los intendentes del conurbano, el Congreso (vía superpoderes), la justicia (vía reforma del Consejo de la Magistratura). No se trató de un proceso político de persuasión, sino de un proceso militar de sojuzgamiento.

Las armas fueron reemplazadas por la caja. El diálogo desapareció de la escena pública. El gobierno no lo tuvo con la oposición, ni con los sectores económicos, ni con los representantes sociales que no le fueran adictos de antemano. No lo hubo tampoco con los países del mundo, excepto con los militares que gobiernan Cuba y Venezuela, lo que no es para nada una casualidad.

Las decisiones, todas, se tomaron en el estrecho círculo de un estado mayor, y jamás en los últimos seis años hubo una reunión de gabinete.

Hacia la conclusión de su mandato, la campaña de Kirchner para la conquista del poder total tropezó con el último límite: el tiempo. Allí nació la idea de proponer la candidatura de Cristina, en la perspectiva de una alternancia eterna que superara ese molesto escollo. A modo de reaseguro, Néstor se apoderó del Partido Justicialista como herramienta para asegurar el funcionamiento del conjunto.

El resultado electoral fue lo suficientemente favorable como para que el militante deviniera en miles gloriosus, en el soldado jactancioso convencido de que los vientos de la guerra iban a soplar siempre en su favor. En esa borrachera de soberbia se encontraba el oficialismo cuando encontró su límite.

En esa borrachera de soberbia se encontraba el oficialismo cuando encontró su límite.
Preso de su visión militante de la realidad, convirtió un conflicto sobre impuestos en una guerra con el campo. La idea de la discusión y la negociación es ajena a la mentalidad militar: el otro es el enemigo y el enemigo sólo puede ser derrotado, “puesto de rodillas”. Y como todo militar trasnochado, no dudó en poner en riesgo el país para ganar su pequeña guerra.

Pero la ciudadanía, curtida de autoritarismos, le dijo basta. El miles gloriosus conoció el sabor de la derrota, y su primer reflejo fue entregar el sable e irse, con sucesora y todo. Lo convencieron y entonces planeó su próxima gran batalla, unas rutinarias elecciones legislativas que él mismo convirtió en un plebiscito. Lo perdió de la peor manera: agigantando a unos rivales sin historia.

La reacción inicial del matrimonio ante su segunda gran derrota sólo puede interpretarse según la lógica militar. “Perdimos por un poquito”, “Si bien se mira, prácticamente ganamos”, son cosas que podría decir un general al que un cruento combate sólo hizo retroceder unos metros, sin ceder la colina. Pero la derrota fue política, y para percibirla en su dimensión se requiere una mentalidad política.

“Fue un golpe muy, muy fuerte, de muchas ilusiones que se tenían en el pasado y que rápidamente se cayeron”, comentó Reutemann, con mayor sensibilidad que el ex jefe de su partido. “Al gobierno nacional le falta mucho para terminar su mandato –agregó–; es un tiempo suficiente para realizar algunos cambios e introducir reformas”.

Hasta ahora, Kirchner sólo ha podido ordenar la realidad sub specie belli, esto es en términos de un conflicto que lo tenga a él como uno de los polos. Por eso la constante búsqueda de enemigos, por eso una campaña bonaerense centrada en la idea de “pelea”, por eso la promesa de seguir “dando batalla” luego de la derrota electoral. Esto es lo que debe cambiar.

Acelerado por el propio oficialismo, además, el tiempo político parece imponer plazos más perentorios que los que imagina el santafesino. Lo que ocurra en las próximas semanas indicará si el gobierno es capaz de mudar la mentalidad militante adquirida en el fervor de la adolescencia por una mentalidad política forzada por los hechos de la madurez.

La gobernabilidad del país está en juego.

–Santiago González

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