Segundo centenario

El segundo centenario de la Revolución de Mayo corona el fracaso de la clase media como clase dirigente en la Argentina.


La celebración del primer centenario de la Revolución de Mayo en 1910 marcó el punto más alto de la consideración de la Argentina en América y el mundo, y coronó el éxito de un proyecto que su élite dirigente fue concibiendo y desarrollando a partir de aquel episodio liminar: la construcción de un país moderno según los mejores modelos teóricos y prácticos disponibles.

El segundo centenario encuentra a la nación en el montón de los países insignificantes, relegado incluso por vecinos con pergaminos más pobres, y corona el fracaso de una clase media que reclamó reemplazar a la elite fundadora y organizadora, lo consiguió, y nunca reunió la fuerza ni la inteligencia suficientes como para trazar su propio proyecto y sostenerlo.

La Argentina inicia ahora su tercer centenario huérfana de dirigentes, sin proyecto, y manejada desde hace décadas por una mafia político-económica cuyo único propósito es exprimir sus recursos, explotándolos o vendiéndolos, en beneficio propio. El futuro del país es una incógnita dependiente del mayor o menor grado de conciencia nacional que anide en sus ciudadanos.

El largo proceso de organización nacional se completó sólo en 1880, con la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Diez años más tarde, la revolución de 1890 daba la señal clara de que nuevos sectores sociales en ascenso reclamaban su participación en el poder, dominado por la elite en la economía y la política, la prensa y la cultura, las fuerzas armadas y la Iglesia.

El desarrollo económico logrado a partir de la pacificación del país tras la caída de Rosas y el dictado de una Constitución, favorecido por la incorporación de la Argentina al dinámico espacio económico internacional conducido por Inglaterra, había permitido el surgimiento de una activa clase media, que se veía a sí misma como alternativa a una elite con síntomas de agotamiento.

Destacadas figuras de esa elite, como Bartolomé Mitre, prestaron su respaldo al grupo ascendente. Lúcidos representantes de esa misma elite, como Roque Sáenz Peña, advirtieron que la Argentina nunca completaría su proyecto institucional y modernizador mientras no democratizara sus estructuras políticas. Así se dictó la ley de voto secreto y obligatorio.

La transferencia de poder de un sector social a otro que esa ley implicaba probablemente haya sido prematura. La ascendente clase media no había creado todavía su propia base de sustentación económica, y ocupaba en general una posición subsidiaria respecto de la elite tradicional. Su aporte a la riqueza nacional no se correspondía con su demanda política.

La elite tradicional había luchado durante un siglo, empeñando muchas veces su vida y su fortuna, en la organización de la Nación, y sólo a partir de 1880 pudo empezar a disfrutar los frutos de su esfuerzo. Como es típico en ella, la clase media le envidiaba su lugar de privilegio, pero no le reconocía el esfuerzo (patriótico) que lo justificaba.

Seguramente, la elite creyó conveniente ceder poder político para dar cauce institucional a las crecientes protestas sociales y asegurar en cambio su poder económico, basado en la tenencia de la tierra. Esta separación entre poder político y poder económico sería la generadora de toda la inestabilidad y falta de rumbo que caracterizó el siglo XX argentino.

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La clase media nunca alcanzó la suficiente autonomía, en su práctica del comercio, la industria o las profesiones liberales, como para imponerse por su propio peso sobre la elite tradicional. Su lucha por el poder fue principalmente una lucha retórica y leguleya, principista y abstracta, abundante en abogados y pobre en ingenieros.

No tuvo el orgullo desafiante y audaz del que se hace por su esfuerzo, desde abajo, y mostró un recelo timorato ante la libertad económica, sin advertir que libertad política y libertad económica van de la mano. Concentró sus energías en diseñar una serie de regulaciones con las que esperaba protegerse pero que terminaron por ahogar incluso sus propios proyectos.

Carecimos aquí del espíritu capitalista, patriótico, expansivo, que fue típico de las clases medias en otras latitudes. Mucho se ha criticado la amplia gama de empresas estatales que tuvo la Argentina, pero esas empresas fueron creadas, casi siempre, a partir de cero. Pocos particulares respondieron al desafío de montar una aerolínea, buscar petróleo, explotar la minería, etcétera.

La clase media argentina vio con suspicacia el amplio sistema liberal estadounidense y prefirió mirar hacia Europa, cuna y laboratorio de los más rebuscados proyectos de ingeniería social. Y se nutrió, según épocas y circunstancias, de diversos modelos de economía planificada, fuesen de cuño fascista, socialista, o socialdemócrata. Libertad política sin libertad económica.

La elite terrateniente, en cuyas manos estaba el motor económico que mantenía el país andando mientras la clase media jugaba a las ideologías, soportaba esos experimentos hasta el momento en que se sentía en peligro. Entonces llamaba a los militares para que dieran un golpe de estado y liberalizaran la economía. Libertad económica sin libertad política.

Esta alteración continua de las reglas de juego económicas por parte del poder político, en respuesta más a vaivenes ideológicos y teóricos que a consideraciones prácticas, terminaron por hacer trizas todo el sistema –el económico y el político–, y explican la notable decadencia argentina en todos los planos observada a lo largo del segundo centenario.

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La clase media viene gobernando prácticamente sin interrupciones desde 1916 (los gobiernos militares, aun inspirados por la elite, son adscribibles a la clase media, lo mismo que el peronismo), y pocas veces fue capaz de definir, acordar y sostener en el tiempo políticas de estado, de resolver algún problema práctico de los que suelen afrontar las naciones.

El país ha vivido inercialmente de lo creado por la elite del siglo XIX, y de los aportes residuales de cada uno de los ciclos ideológicos que se fueron alternando, desde las ya mencionadas empresas estatales, hasta el sistema de seguridad social desarrollado entre 1945 y 1955, y la modernización tecnológica facilitada por los breves lapsos de apertura económica.

El programa de desarrollo integral propuesto por el único estadista emergido de la clase media, Arturo Frondizi, fue saboteado de inmediato por izquierda y por derecha, y no pasó del tablero de dibujo. La caída de los precios de las materias primas hizo que el campo ya no pudiera pagar la factura. La industria, protegida, débil e ineficiente, poco podía ayudar a solventar los gastos.

El ingreso de capitales extranjeros fue visto con suspicacia, y rechazado con infinidad de regulaciones. Al comenzar la década de 1970 el país ya no podía sostener el sistema de seguridad social, la salud pública, la educación. La clase media veía erosionarse sus posibilidades de progreso, los trabajadores no lograban conservar sus conquistas laborales.

Para poder sostener un estado que había crecido exponencialmente tanto en tamaño como en ineficiencia, los gobiernos, civiles o militares, recurrieron a dos mecanismos igualmente nocivos: contraer deuda en el exterior, o imprimir dinero. La acumulación de intereses por un lado, y una inflación cada vez más descontrolada por el otro no hicieron más que agravar las cosas.

Los reclamos sociales se volvieron cada vez más frecuentes, más agrios. La corrupción fue en ascenso. Los ánimos se exasperaron, el país entero se dedicó al antiguo deporte nacional de buscar responsabilidades en terceros, en lugar de examinar los propios errores y tratar de corregirlos. Nadie creyó necesario plantearse cómo había que hacer para generar más riqueza.

Una parte de la clase media encontró en la revolución cubana su último gran modelo, y el último gran argumento para justificar su fracaso como clase dirigente. Por fin se podía identificar a los culpables: la oligarquía, el imperialismo, los militares, las empresas extranjeras. Y señalar un camino: la conquista del poder (¿qué poder?) por vía de la guerrilla, el terrorismo.

Otra parte de la clase media, acompañada por la elite remanente, lo entendió al revés y señaló como culpables de su propio fracaso en el liderazgo nacional a los trabajadores que pugnaban por conservar el empleo y el salario en una economía decadente e inflacionaria, y a los jóvenes que se lanzaban irreflexivamente a la aventura guerrillera.

La línea de batalla quedó tendida. El país que laboriosamente habían concebido y forjado los fundadores del siglo XIX implosionó entonces en un baño de sangre. A partir de ese sismo la República Argentina ha venido desmoronándose en sucesivas réplicas, que no han dejado prácticamente nada en pie. Como en toda catástrofe, enseguida empezaron los saqueos.

Una especie de mafia informal y cambiante –grupos de aventureros económicos, parásitos o saqueadores del estado, asociados a sectores políticos en su mayoría pero no solamente procedentes del peronismo– se hizo fuerte en el país, y en el 2001 pudo dar un golpe de estado, con apenas unos cuantos matones y un puñado de francotiradores estratégicamente colocados.

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Los argentinos que todavía se identifican como tales advierten ahora absortos cómo un país que alguna vez sintieron como propio se les fue de las manos. Las instituciones parecen una caricatura de sí mismas, la defensa nacional no existe, el territorio está cada vez más comprometido y la población se desfigura por la falta de una polìtica inmigratoria.

De la vieja elite económica queda muy poco, atomizados sus latifundios por las sucesivas herencias. Los escasos grandes empresarios de clase media que lograron mantener sus sociedades en pie a lo largo de décadas de vaivenes económicos las vendieron a la primera oportunidad, cuando la apertura económica de la década de 1990 lo hizo posible.

Los resortes fundamentales de la economía, incluído el campo y los recursos no renovables, la gran industria y los servicios públicos, la banca y los seguros, y hasta las mayores bocas de expendio minorista en las ciudades, se encuentran ahora principalmente en manos extranjeras o controlados por intereses extranjeros.

La estratificación social tradicional, que distinguió a la Argentina en el continente, está cambiando aceleradamente. Desaparecieron por igual su antigua elite, poderosa, refinada y culta, su clase media caracterizada al menos por la voluntad de educarse, y su clase trabajadora digna en la pobreza y consciente de sus derechos.

Las estadísticas muestran una mayor desproporción entre los que más ganan y los que menos ganan: en la década de 1970 era de 7 a 1, y ahora es de 30 a 1. Socialmente, esto se refleja en una franja superior enormemente enriquecida e inculta, una clase media cada vez más cerca de la pobreza, y una vasta población de excluídos, algo desconocido hasta ahora en el país.

Las estructuras de representación política –los partidos tradicionales– estallaron hace tiempo y perdieron su razón de ser. A la hora de votar, el electorado se guía por simpatías personales, no por plataformas. La gente no se siente contenida por la estructura legal y jurídica del estado; por descreimiento tiende a ignorarla, y la sensación de anomia va en aumento.

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Esta apretada síntesis de nuestros últimos cien años peca por cierto de ser extremadamente simplificadora, y cualquier lector podrá señalar personas, instituciones, episodios o iniciativas que se apartan de lo dicho. Los lineamientos aquí trazados no pretenden ser otra cosa que una interpretación de nuestro último siglo. Más difícil resulta pronosticar el futuro.

Ni en el ámbito de la actividad política, ni en la empresa, ni entre la intelectualidad asoman figuras de estatura proporcional a los desafíos que plantea la tercera centuria de nuestra nacionalidad, la que se inicia el 25 de mayo de 2010. Los problemas están mal planteados, no se los percibe, o se teme enunciarlos con la franqueza y la energía necesarias.

Del futuro argentino sólo puede hablarse en términos de reconstrucción. Si alguna vez ocurre, dependerá de la coincidencia entre una nueva elite dirigente de inspiración patriótica, con claridad para identificar los problemas y coraje político para proponer soluciones –que serán arduas y dolorosas–, y una sociedad con suficiente conciencia nacional como para secundarla en el esfuerzo.

–Santiago González

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2 opiniones en “Segundo centenario”

  1. Este es un tema que debería haber sido motivo de una profunda reflexión. El plantearlo abiertamente no es un desafío al actual gobierno, pero sí es preciso que asuma la responsabilidad del cambio. Que otros gobiernos anteriores no lo hubieren hecho no justifica la inacción actual, del mismo modo que los tropiezos actuales no deberán ser tomados como excusa por quienes les sucedan.

    1. Ortega y Gasset dijo que una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”. El siglo XIX contó con una dirigencia capaz de concebir un proyecto y, mediante la persuasión o la fuerza, llevarlo a la práctica. Esa dirigencia contó con pensadores y con ejecutores (incluso algunos que fueron las dos cosas, como Sarmiento). La dirigencia del siglo XX, timorata y sin originalidad, fracasó en toda la línea. Políticamente, seguimos viviendo en el siglo XX. El siglo XXI va a necesitar de pensadores audaces, menos dependientes de los manuales extranjeros, y de ejecutores con coraje, dispuestos, como los fundadores, a empeñar su capital, económico o político, en el esfuerzo de hacer de su proyecto algo sugestivo (la fuerza ya no tiene lugar entre nosotros) para todos los ciudadanos.

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