Fiesta

En la fiesta del Bicentenario millones de argentinos aleccionaron a sus dirigentes sobre cómo es la sociedad en la que quieren vivir.

Las viejas fotografías del primer centenario de la Revolución de Mayo muestran como grandes protagonistas a imponentes personajes, con vestimentas de gala, sombreros de copa o cascos emplumados. El gran protagonista de los festejos del segundo centenario no fue el gobierno nacional, ni el gobierno de la ciudad, ni autoridades ni dignatarios de ningún tipo.

Las imágenes de este 2010 estarán dominadas por la gente común que imprevistamente, sin necesidad de caudillos ni de punteros, sin que hubiese que ir a buscarla a la casa, para su propia sorpresa y para la de todos, se lanzó masivamente a las calles con el único propósito de participar de la fiesta. De un centenario a otro, algo hemos progresado después de todo.

Sería aventurado afirmar que la movió el patriotismo –los frentes de las casas particulares no lucieron especialmente embanderados, los comercios no prepararon vidrieras alusivas como antaño–, pero sin duda el espíritu de la Patria, durante tanto tiempo ahogado por la mezquindad y la desdicha, aleteó como un ángel sobre quienes colmaron el centro de Buenos Aires.

Más de dos millones de personas se congregaron para asistir a la jornada final de cuatro días de festejos que en total atrajeron a más de seis millones de concurrentes. La cifra de dos millones no tiene precedentes en una ciudad que ha sabido ser escenario de masivas manifestaciones populares, fuese para celebrar o para repudiar algún acontecimiento público.

La última movilización espontánea de grandes dimensiones que conoció Buenos Aires fueron los cacerolazos del 2001, detonados por el corralito bancario y el hartazgo de la gente ante una dirigencia a la que percibía como indolente, corrupta e ineficaz. El mensaje, repetido hasta el cansancio a voz en cuello, era “¡Que se vayan todos!”.

El 25 no hubo crispación, no hubo consignas. No hubo vivas ni mueras. La gente salió a la calle con el único propósito de festejar, de sentirse junta en la celebración, convocada por algo impalpable. Los más viejos tal vez recordaran los ecos marciales que caracterizaban en el pasado las fechas patrias, para los más jóvenes probablemente todo haya sido una novedad.

Debe reconocerse que el gobierno nacional hizo posible que las cosas resultaran como resultaron. Tal vez inadvertidamente, la presidente se dio a sí misma una lección de buen gobierno al limitarse a organizar y luego dejar hacer. Los actos estuvieron desprovistos de retórica oficialista, imaginería oficialista o personajes oficialistas.

Hubo sí, en las proyecciones realizadas sobre el edificio del Cabildo y en el desfile artístico posterior, una particular lectura de la historia argentina. Pero esa lectura es tan legítima como otras, y cualquier gobierno habría incurrido en la misma particularidad en un país que aún no tiene saldadas las cuentas con su pasado.

Incluso en la escena del desfile artístico dedicada a los movimientos sociales, el peronismo ocupó el mismo lugar que otras de nuestras grandes parcialidades políticas, y el reclamo laboral aparecía en pancartas que rezaban “Huelga” y otras leyendas igualmente generales. Pero no se vio un solo cartel que dijera CGT.

Hubo otras señales de salud cívica en estas jornadas históricas. La presidente se animó, por primera vez en su mandato, a caminar diez largas cuadras por entre la gente, y no recibió un sólo gesto contrario o agraviante. Debe saber que eso no necesariamente significa amor, sino respeto, por su persona y por su investidura.

Ese respeto que los argentinos nos debemos unos a otros, más allá de nuestras convicciones o nuestras creencias, fue la primera gran lección que dejó este festejo del bicentenario. Los que optaron por asistir al espectáculo en el Teatro Colón no fueron molestados ni acusados de oligarcas, ni los que prefirieron escuchar a Pablo Milanés fueron tildados de zurdos.

El comportamiento popular, tranquilo, ordenado, tolerante, civilizado, estuvo en las antípodas de las crispadas demostraciones de quienes suelen ocupar el centro de la ciudad con palos y capuchas. Millones de personas se movieron durante cuatro días por un sector urbano relativamente reducido y sin personal de seguridad ostensible y no se produjo un solo incidente.

En los festejos coincidieron personas de los cuatro puntos cardinales del país, de todas las condiciones sociales, y de todas las nacionalidades que pueblan la Argentina. La sociedad hizo gala de su mayor mérito, el que la distingue favorablemente y con creces entre otras en el mundo: su capacidad para la convivencia sin discriminación.

Con el sencillo expediente de su presencia y su conducta, la gente le informó a la clase dirigente cómo es la sociedad en la que quiere vivir: sencilla, abierta, segura, sin enfrentamientos, sin agravios, sin enconos, sin exclusiones, en paz, en unión y en libertad. En vez del reclamo que sin éxito hizo oir en el 2001, prefirió ahora ofrecer una lección.

Fue una oportunidad única para el reencuentro con lo propio: la música fue nuestra música; las voces, nuestras voces; la gente, nuestra gente; las imágenes, nuestras imágenes; las comidas, nuestras comidas; los objetos, los que salen de nuestras manos; las risas, nuestras risas, y las lágrimas, las nuestras. La historia, nuestra historia.

Fue también una oportunidad para revivir la felicidad de la calle, esa cultura vagabunda y trasnochadora que cultivaban todos, jóvenes y viejos, cuando era posible charlar en la vereda y comer un helado a las tres de la mañana, antes de que la inseguridad y los miedos la acorralaran poco a poco en beneficio de los lugares cerrados y de los delincuentes.

Sería ilusorio pensar que todos los que acudieron a la fiesta salieron de sus casas movidos por un impulso patriótico. Pero luego de haber agitado una banderita azul y blanca entre muchos otros que hacían lo mismo, luego de haber gritado “¡Argentina! ¡Argentina!”, conmovidos por una canción o una escena, seguramente volvieron a su casa cambiados. Tocados por el ángel.

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