Helen Thomas en la hoguera

Helen Thomas, decana de la prensa estadounidense, fue despedida de su trabajo a los 89 años, por opinar sobre el estado de Israel.

El nombre de Helen Thomas tal vez no signifique mucho para el público en general, especialmente fuera de los Estados Unidos. Pero cualquier periodista del mundo occidental reconoce en esa mujer un ejemplo vivo de la modesta dignidad de su profesión, consistente en una simple amalgama de honestidad intelectual y coraje personal.

Decana de los periodistas acreditados ante la Casa Blanca, Thomas se ganó a lo largo de más de medio siglo un lugar de privilegio en su sala de prensa, una silla en la primera fila desde la cual puso en aprietos con sus preguntas sin concesiones a todos los presidentes desde Dwight Eisenhower hasta Barack Obama.

Esta semana, la policía del pensamiento le tendió una celada, unos fiscales sin escrúpulos formularon apresuradas acusaciones, y un tribunal sin rostro, apoyándose en el código de la corrección política, la inmoló en la hoguera por haber cometido el más novedoso de los delitos, el delito de opinión. Esta semana, a los 89 años, Helen Thomas se quedó sin trabajo.

Todo comenzó el 27 de mayo, durante una celebración de la colectividad judía norteamericana en la Casa Blanca. Allí, el rabino David Nesenoff, provisto de una camarita, encaró a Thomas con una pregunta de apariencia inocente: “¿Algún comentario sobre Israel?”. La pregunta era una provocación, similar a preguntarle a un judío: “¿Algún comentario sobre la Alemania nazi?”.

Porque Nesenoff no ignoraba que Thomas es hija de padres libaneses, y tampoco ignoraba que con sus preguntas había cuestionado a un presidente tras otro sobre la política estadounidense en el medio oriente, invariablemente parcializada en favor de Israel, en contra del mundo árabe, y ciega a la larga agonía del pueblo palestino.

Thomas tampoco ignoraba el carácter provocador de la pregunta, porque no ignoraba quién era su interlocutor, y percibió el reto implícito a desafiar el peso de la corrección política impuesta por décadas y décadas de propaganda sionista, que automáticamente identifica cualquier crítica a la política israelí, cualquier cuestionamiento sobre el estado de Israel, con el antisemitismo.

Esta mujer, que no se había dejado intimidar por los presidentes más poderosos de la tierra, aceptó el reto: “Dígales que salgan volando de Palestina. Recuerde que [los palestinos] sufren una ocupación, y que ésa es su tierra, no es Alemania, no es Polonia”. Thomas se rió en seguida de sus propias palabras, como diciendo “¿Viste que no te tengo miedo?”.

Nesenoff le preguntó entonces a dónde debían ir los judíos que viven en Israel, y Thomas repuso: “Deberían volver a su casa, a Alemania, a Polonia, a los Estados Unidos”. Dijo además que estaba familiarizada con los problemas del medio oriente por su ascendencia árabe, y le dejó su propio reto: “Ejerzan el periodismo, no se van a arrepentir”.

El rabino también aceptó el desafío, y puso el video con la entrevista en la Internet. El escándalo fue inmediato. Muchos judíos se sintieron comprensiblemente agraviados por la invitación a regresar al teatro de sus peores horrores. Y la maquinaria sionista aprovechó la ocasión para pedir la cabeza de Thomas, ese tábano molesto en la Casa Blanca.

La periodista se dio cuenta enseguida que al ceder a la provocación había cruzado la raya. “Lamento profundamente los comentarios que hice la semana pasada acerca de Israel y los palestinos”, dijo en una declaración. “No reflejan mi profunda convicción de que la paz sólo llegará al medio oriente cuando todas las partes reconozcan la necesidad de respeto y tolerancia recíprocos. Ojalá ese día llegue pronto.”

El pedido de disculpas no alcanzó. El coro habitual de progresistas bienpensantes y de activistas sionistas (muchos de cuyos miembros no resisten el más ligero escrutinio de sus antecedentes) quería sangre. Los propios colegas de Thomas guardaron silencio, deseosos de librarse de una figura que ponía en evidencia su propia cobardía, complicidad o espíritu acomodaticio.

Las crónicas rápidamente pusieron de relieve los orígenes libaneses de Thomas, en una versión racista de nuestro conocido “algo habrá hecho”.  El razonamiento que se buscaba inducir era este: Thomas es árabe, los árabes odian a los judíos, Thomas odia a los judíos, y por lo tanto sus preguntas y cuestionamientos no nacen de un legítimo interés periodístico sino de su odio a los judíos.

Y la sangre corrió. La cadena de periódicos Hearst, para la cual trabajaba Thomas actualmente, le pidió la renuncia “con efecto inmediato”. La agencia Nine Speakers, que promovía los libros y conferencias de la periodista, dijo que ya no podía seguir representándola. Y hasta un colegio secundario, donde Thomas iba a inaugurar este mes el ciclo lectivo, le retiró ese honor.

Thomas fue inmolada por haber cometido un delito de nuevo cuño, que describimos como el delito de opinión. Cualquiera puede opinar, por ejemplo, sobre si Kosovo debe pertenecer a los albaneses que lo habitan mayoritariamente o a los serbios que tienen títulos sobre la zona de más de mil años de antigüedad. Todos lo hacen, incluso las Naciones Unidas a bombazos.

Pero opinar sobre el origen y constitución del estado de Israel, sobre la suerte y los derechos de los palestinos que poblaban su territorio y que desde 1945 viven en campos de refugiados, sobre la expansión territorial del estado israelí más alla de sus fronteras originales, sobre el carácter de parias de los árabes que habitan en ese territorio, opinar sobre eso, es delito.

(El delito de Thomas es similar al cometido en la provincia argentina de La Pampa por la maestra Susana Horn, quien, por haber reconocido en un acto escolar el derecho a la existencia histórica de Julio A. Roca y Leopoldo Fortunato Galtieri, fue separada de su cargo. La matriz ideológica que inspira a los inquisidores de uno y otro extremo de América es la misma).

El episodio que tuvo como protagonista a Helen Thomas se convierte en eje de una serie de cuestiones que exceden los límites de esta crónica, pero que conviene enumerar.

En primer lugar, plantea serios interrogantes sobre la situación general de la libertad de someter cualquier asunto a examen y opinión, y sobre la situación particular de la libertad de prensa. Desde el traumático episodio de la guerra de Vietnam, la gran prensa estadounidense viene desinformando deliberadamente a su público sobre la política exterior de sus gobiernos.

Esta desinformación ha sido sostenidamente puesta en evidencia desde aquel precursor filme documental llamado The Panama Deception (El engaño de Panamá), premiado con un Oscar, en el que periodistas que cubrieron la invasión estadounidense de fines de los 80 para capturar a Manuel Noriega compararon los hechos con la versión publicada de esos mismos hechos.

En segundo lugar, llama una vez más la atención sobre la penuria del pueblo palestino, sometido desde hace 65 años a un proceso que incluso historiadores israelíes como Ilan Pappe no han trepidado en calificar de “limpieza étnica”, y cuyos supuestos ideológicos mismos han sido puestos en tela de juicio por otros historiadores israelíes como Shlomo Sand.

En tercer lugar, pone en evidencia la necesidad de un debate entre quienes se identifican como judíos acerca de la capacidad de sus dirigentes, tanto en el estado de Israel como en las organizaciones comunitarias de la diáspora, para ponerse al día con la marcha de los tiempos y con las aspiraciones y demandas de sus propios representados, tan deseosos como cualquiera de llevar adelante sus vidas en paz y armonía con gentes de otras creencias o convicciones.

Helen Thomas trabajó durante 57 años para la agencia United Press, hasta que renunció en el 2000 cuando la organización fue adquirida por la secta Moon. Desde entonces se desempeñaba como columnista para los diarios del grupo Hearst. Tradicionalmente, formulaba la primera pregunta en las conferencias de prensa, y las cerraba con un “Muchas gracias, señor presidente”. George W. Bush le retiró esos privilegios.

Ahora ha sido condenada por expresar, seguramente exasperada por la sistemática distorsión de la situación en el mundo de sus antepasados, sus opiniones personales en un interrogatorio informal. Esas convicciones nunca empañaron su trabajo periodístico, y no hay una página en su prolongada carrera que pueda ser tachada de antisemita o desbalanceada en su enfoque.

Lo que molestaba de Thomas eran sus preguntas, preguntas sencillas, que cualquiera podía formular, pero que nadie hacía. Como cuando le preguntó a Obama, preocupado por la actividad de Irán en el ámbito de la energía atómica, sobre la existencia de otros arsenales nucleares en el medio oriente, en implícita referencia a Israel.

Un periodista del diario USA Today le preguntó una vez a Fidel Castro cuál era la diferencia entre la democracia cubana y la democracia estadounidense. “Yo no tengo que responder las preguntas de Helen Thomas”, repuso el comandante. Obama y sus sucesores pueden estar tranquilos: ahora gozan del mismo privilegio que Castro.

–Santiago González

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2 opiniones en “Helen Thomas en la hoguera”

  1. Este artículo es una gema del periodismo. Hay que venir a Gaucho Malo para encontrar la libertad de expresión –que en Estados Unidos hace mucho no existe, como bien se señala en esta columna–, para encontrar la prensa valiente y columnas que evocan las páginas más excelsas de la época de oro del periodismo en general y del diario “La Prensa” de Buenos Aires. Gracias, Santiago, por el periodismo justo y valiente, como el que aquí se honra de Helen Thomas, de quien me apena que haya terminado de manera tan ingloriosa casi seis decenios de carrera ejemplar e intachable. Me repugna la crueldad de Ari Fleischer, portavoz de George W. Bush y vocero de sus mentiras mortíferas, que salió por CNN a pedir la cabeza de Thomas, sin desmerecer el justo agravio de judíos y no judíos por el concepto ofensivo de Thomas de que “vuelvan a Polonia y Alemania”. Por dignidad, por respeto a una señora mayor de trayectoria honrada, porque no se castiga el “delito de opinión” –de eso se trata precisamente, de tolerar ideas que pueden ofender–, esto no debería de haber tenido el final que tuvo. ¿Cuántas cabezas tiene Fleischer para que rueden después que sus mentiras y las de su capataz costaron cientos de miles de vidas inocentes en Irak? He dejado de leer diarios en castellano para leer “Gaucho Malo”.

    1. Ari Fleischer es justamente uno de los inescrupulosos en los que pensaba cuando escribí la nota. Y ya que menciona a La Prensa, vale recordar que el diario fue un sostén importante de United Press, donde Thomas desarrolló la mayor parte de su carrera. Gracias por su comentario.

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