Un problema de gravedad

El caso de Gualeguaychú refleja las penurias de una población desamparada por el estado, la dirigencia y sus propios compatriotas.

La asamblea ciudadana de Gualeguaychú levantó esta semana el bloqueo de un puente internacional que había impuesto hace más de tres años como forma de protesta y presión contra el emplazamiento inconsulto en territorio uruguayo de una gigantesca y potencialmente contaminante fábrica de celulosa, justo frente a un balneario y sitio turístico argentino.

Los habitantes de esa ciudad entrerriana habían decidido el bloqueo del puente después de haber transitado sin éxito durante cuatro años todos los carriles institucionales municipales, provinciales y nacionales. Iniciaron su acción con el coraje y empeño de una gesta patriótica, pero lo hicieron tarde: la chimenea de la planta ya se levantaba ominosa en el horizonte.

Un esperado fallo de la Corte Internacional reconoció las tropelías orientales, pero no objetó el funcionamiento de la fábrica. Desamparados por el estado, abandonados a su suerte por la indiferencia o la condena de la llamada clase dirigente y de la mayoría de sus compatriotas, los de Gualeguaychú ahora sólo aspiran a reducir los daños. Su penuria es la del país todo.

Digamos de entrada que la responsabilidad del conflicto generado por la instalación de la papelera Botnia en las cercanías de Fray Bentos le corresponde enteramente a Uruguay, que fundamentalmente no cumplió con las obligaciones a las que se había comprometido con la Argentina al firmar el Estatuto del río Uruguay, y obró de mala fe desde el primer momento.

Ese incumplimiento fue reconocido y denunciado en el fallo de la Corte Internacional de La Haya. Por qué Uruguay se comportó de esa manera, por qué presidentes tan distintos como Jorge Batlle y Tabaré Vázquez mantuvieron una misma línea de acción, qué intereses forzaron esa sorprendente continuidad, es un problema que se tienen que plantear los uruguayos.

El problema que deben plantearse los argentinos es cómo pudo ser que su estado nacional haya sido tomado por sorpresa por este conflicto y haya demostrado ser impotente para encauzarlo y resolverlo razonablemente, con arreglo a los compromisos asumidos por las dos partes y sin lesión mayor de los intereses de ninguna, según la mejor tradición diplomática del país.

Cualquier sistema legal está orientado a la protección del más débil frente al más fuerte. El fuerte no necesita leyes que lo protejan: lo protege su propia fuerza. Basta con mirar el mapa para darse cuenta de que el Estatuto del río Uruguay debería proteger más a Uruguay de un eventual abuso argentino que a la inversa. ¿Por qué ocurrió justamente la inversa?

Un primer análisis descubre una serie de incompetencias encadenadas, que arranca en los servicios de inteligencia y diplomáticos y llega hasta un puñado de ex funcionarios: el presidente Néstor Kirchner, el canciller Rafael Bielsa, el gobernador de Entre Ríos Jorge Busti, y el delegado argentino ante la Comisión Administradora del Río Uruguay Roberto García Moritán.

Pero enseguida se advierte que el desempeño negligente de esos organismos y de esos funcionarios del estado no alcanza para explicar lo ocurrido, que hay algo más profundo en juego. En otros momentos de la historia, a ninguno de sus vecinos se le habría ocurrido tratar a la Argentina con la falta de consideración demostrada por Uruguay en este caso.

Hay aquí, me parece, un problema de gravedad. La Argentina no sólo no gravita en el mundo, sino que ni siquiera gravita en su propio barrio. La Argentina carece de gravitas en el sentido romano, una de las cuatro virtudes (junto con la piedad, la dignidad y la justicia) que en la cultura latina se esperaban del comportamiento del varón.

La gravedad era en Roma una cuestión de peso, es decir de importancia relativa pero también de aplomo, y era además una cuestión de seriedad y de apego al deber. Habida cuenta del comportamiento del pueblo y de los gobiernos argentinos del último medio siglo, ¿quién puede hoy reconocerle esa virtud a la nación?

¿Quién puede tomar en serio a un país que invoca justificadas preocupaciones ambientales en los ríos del este y al mismo tiempo veta la ley de protección de glaciares en el oeste? ¿Quién puede tomar en serio a un país que desde hace décadas no logra, no digamos limpiar, ni siquiera evitar que se siga contaminando el Riachuelo, a metros de su Casa de Gobierno?

La Argentina no carece de estado: tiene las leyes y tiene las instituciones y tiene los funcionarios. Y los tiene a un costo enorme. El ciudadano promedio entrega la mitad del producto de su trabajo a sostener ese estado: 20 por ciento como IVA, otro 20 por ciento en descuentos laborales corrientes, y un 10 por ciento adicional por obra de la inflación.

(Sin olvidar las “contribuciones extraordinarias”, como la confiscación de los ahorros dispuesta por Eduardo Duhalde o la expropiación de los fondos privados de pensión decidida por Kirchner, en ambos casos con el respaldo de los “representantes del pueblo” sentados en las bancas del Congreso Nacional).

Pero ese estado no le presta debidamente ninguno de los servicios que por contrato debería prestarle, en términos de defensa nacional, seguridad interna, salud, educación, justicia y cuidado del ambiente. Y los ciudadanos saben que si, para seguir viviendo, necesitan alguno de esos servicios deben volver a pagarlos, o, lo que es peor, procurárselos por mano propia.

Esto es lo que les pasó a los ciudadanos de Gualeguaychú. Cuando se convencieron de que ya nada podían esperar del estado, decidieron tomar en sus manos las relaciones exteriores, la defensa del territorio nacional y el cuidado del ambiente. Es más: fueron inducidos a hacerlo por los mismos funcionarios que habían fracasado institucionalmente en esa tarea.

El empeño que pusieron en sostener el corte del puente internacional a lo largo de tres años estuvo movido por un impulso tan noble y patriótico como anacrónico e inconducente. Si la Argentina no había logrado diplomáticamente persuadir a Uruguay de que buscara otro lugar para su pastera, no tenía más opción que declararle la guerra o aceptar el hecho consumado.

Esto no se lo dijo nadie a los sufridos habitantes de la ciudad entrerriana: no se lo dijo su gobernador ni se lo dijo su presidente, que los alentaron en su diplomacia de montoneras mientras esto les sumaba puntos de popularidad, y les dieron la espalda cuando la tilinguería nacional privilegió el acceso rápido a Punta del Este por encima de cualquier otra consideración.

Pero tampoco se lo dijeron los dirigentes políticos opositores: ninguna de las figuras que hoy aparecen como “presidenciables” se tomó la molestia de viajar a Gualeguaychú y hablarle a su gente cara a cara, con la verdad, por dolorosa que fuera. Y ayudarlos a pensar en otro modelo de desarrollo para su región, si la presencia de la pastera hace imposible el actual.

Tuvieron que procesar el conflicto por su cuenta hasta que la realidad de su situación se les hizo evidente, particularmente después de conocido el fallo de la corte de La Haya que, aun con dos fundamentados votos en disidencia, les dijo que la pastera estaba allí para quedarse. Entonces se apartaron de la ruta para dejar actuar una vez más a las instituciones, ahora en el control de la contaminación.

* * *

Epílogo para argentinos: el caso de Gualeguaychú es una muestra de la situación general de desamparo en que vive el ciudadano porque el estado no cumple con sus funciones. Y no las cumple porque desde hace más de tres décadas ha caído en manos de una mafia político-económica que lo usa en beneficio propio, sin importarle un ápice la suerte de sus compatriotas.

Si los argentinos no comprenden esto, si no advierten que deben recuperar las instituciones del estado para sí, nada va a cambiar en el país. Vivir en democracia no implica sólo el derecho de votar, sino también la obligación de informarse, examinar cuidadosamente a los candidatos antes de votar, y controlar luego el desempeño de quienes han recibido el mandato de las urnas.

Vivir en democracia supone además respetar escrupulosamente la ley, y exigir que se la respete. La mafia político-económica a la que hacemos referencia prospera en un ambiente donde la vigencia de la ley es incierta, donde un barrabrava con proceso abierto puede salir tranquilamente del país y donde la intimidad de las personas puede ser legalmente violada.

Pregúntese el ciudadano por qué aquellos dirigentes que han demostrado menor disposición a ceder en sus posiciones rigurosamente institucionalistas y ceñidas a la ley, como por ejemplo Elisa Carrió o Ricardo López Murphy, resultan ser los menos favorecidos por la prensa o por la dirigencia empresaria cuando son los que mejores garantías debieran ofrecerles.

El electorado tiene que elevar el nivel de exigencia respecto de la calidad de los candidatos que le ofrecen los partidos políticos, es más, tiene que intervenir activamente desde antes, desde el seno mismo de los partidos, para mejorar esa oferta. De lo contrario, el estado seguirá siendo botín de la mafia mencionada. Y Gualeguaychú se habrá de repetir.

* * *

Epílogo para uruguayos: este sitio no cree en la fraternidad latinoamericana ni en los lazos de hermandad que supuestamente unen a países que comparten una geografía, una lengua o una creencia religiosa, ni en otras patrañas semejantes. Los países no tienen hermanos. Con una única excepción: Argentina y Uruguay. (Tal vez haya otras, pero el autor no las conoce.)

Tantas cosas comparten uno y otro país que el mayor novelista rioplatense, el uruguayo Juan Carlos Onetti, tuvo que inventar la ciudad de Santa María, que no es Montevideo ni es Buenos Aires pero es las dos al mismo tiempo, para poder describir el pathos particular de los habitantes de este rincón del mundo, en ambas márgenes del Plata.

Fueron los propios ambientalistas uruguayos quienes primero advirtieron a los de Gualeguaychú sobre las amenazas que se cernían en la zona. Y fueron organizaciones políticas y medios periodísticos orientales los que desentrañaron la madeja de intereses locales que estuvo detrás de la instalación de la pastera finlandesa.

El 4 de octubre del 2003 argentinos y uruguayos desplegaron su primera protesta sobre el puente que une Fray Bentos con Puerto Unzué; la segunda, mucho más numerosa, reunió el 30 de abril del 2005 a unos 40.000 manifestantes de ambos países. Y nunca faltó “la celeste” en las marchas organizadas en la Argentina contra las plantas de celulosa.

Pero dos presidentes uruguayos acicatearon en el caso de Botnia un patrioterismo de clase media y de baja estofa, invocando su derecho soberano a crear fuentes de trabajo para los orientales. Y un ex presidente, con intereses familiares en el proceso de radicación de la pastera, se dedicó con empeño a denostar a los asambleístas entrerrianos por el corte del puente.

Ya en pleno funcionamiento, la planta de Fray Bentos ha creado unos 300 empleos directos, y algo más de 2.000 indirectos. Los uruguayos más humildes saben que la Argentina les ha brindado más oportunidades de trabajo, en su propio territorio y también en el de Uruguay, que un centenar de Botnias. Trabajo para la gente, no suculentas ganancias para comisionistas.

La puñalada trapera más dolorosa es la que viene de la propia sangre; lamentablemente es también la que más demora en cicatrizar. El tránsito por el puente internacional tardó tres años y medio en abrirse; argentinos y orientales deberían hacer lo posible para que las heridas que abrió este conflicto tarden menos en cerrarse.

–Santiago González

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2 opiniones en “Un problema de gravedad”

  1. Muy cierto lo del daño sufrido por la hermandad entre argentinos y uruguayos. Para poner un ejemplo trivial, pero creo que significativo, años atrás Argentina era el “gran hermano” que facilitaba la clasificación de Uruguay. Hoy somos muchos los que habríamos querido el cruce con la celeste para dejarlos afuera del Mundial. Son los mismos uruguayos de siempre, y sin embargo, nos han dejado un gusto amargo en la boca.

    1. Lo peligroso de estas situaciones es que alientan el uso de los sustantivos colectivos: “los uruguayos”, “los argentinos”. No todos los uruguayos tuvieron la misma actitud de su gobierno, y Eduardo Galeano no dijo lo mismo que Mario Benedetti. Unos y otros deberíamos aprender las lecciones de este episodio.

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