De la astucia a la civilización

Astucia, urbanidad, política, civilización definen escalones ascendentes en la sociabilidad humana

  1. De la astucia a la civilización
  2. Mal hablados
  3. Trucho y berreta
  4. El escrache

“El gobierno se especializa en astucia” escribió Alvaro Abós en La Nación, y respaldó la afirmación con una suculenta antología de episodios de “rapidez” protagonizados por quienes nos gobiernan. Lo que me interesa es la palabra utilizada por Abós, porque abre el juego para una interesante especulación sobre el estado de nuestra sociedad. Uno de los Kirchner, no me acuerdo cuál ni importa realmente, dijo que ahora los pueblos de América latina tienen gobernantes que se les parecen. Por una vez voy a coincidir con la pareja presidencial, y proyectar consecuentemente la frase de Abós: los argentinos se especializan en astucia. Tanto es así que le otorgaron pasaporte al bautizarla, no sin orgullo, “viveza criolla”. Las palabras no solamente nombran: también iluminan, aclaran el sentido de las cosas que designan, y nos permiten establecer entre ellas relaciones que de otro modo difícilmente se nos habrían hecho evidentes. Voy a valerme entonces de las palabras para mostrar cómo nuestra opción por la astucia nos empuja a los escalones inferiores de la sociabilidad humana.

La sociedad en el sentido moderno nace de la mano de la aparición de las ciudades. La convivencia en un centro urbano, por pequeño que sea, genera nuevas formas de relación entre las personas, y con ellas nuevas normas, que suponen un salto cualitativo respecto de la tribu o el clan. Las dos fuentes máximas de nuestra cultura, Grecia y Roma, tuvieron distintas palabras para designar ese género de agrupamientos humanos. De Grecia nos llegan astu, por oposición a lo rural (agros), y polis, que se refería más bien a lo institucional. De Roma provienen urbs, el asentamiento (según Varrón, urbs era el trazo dejado por el arado al delimitar el terreno de la futura ciudad), y civitas, que también aludía a la institución, en tanto derivaba de cives (ciudadanos).

Nuestra lengua ha tomado esas cuatro palabras como base para designar cuatro artes de la vida en común, cuatro maneras de relacionarse con el prójimo, cuatro formas de encarar la sociabilidad, que podríamos ordenar en una jerarquía ascendente: astucia, urbanidad, política, civilización.

Empecemos por el escalón elemental de la astucia, el que constituye nuestra especialidad. Según el diccionario, astuto es el “agudo, hábil para engañar o evitar el engaño, o para lograr artificiosamente cualquier fin”. Entre nosotros, hasta el más zonzo presume de astuto, y cualquiera encontraría en esa definición un sistema de valores deseable y necesario para sobrevivir. El astuto ve en el otro un simple medio para la consecución de sus fines, sólo lo vinculan los términos de una transacción fugaz en la que espera ser más astuto que el otro, y después descartarlo. El astuto no da nada, espera recibir todo, y cuando parece dar es porque en su mente astuta ya se ha asegurado un retorno seguramente mayor. La astucia es una forma primaria e intuitiva de relacionarse con los demás. En el fondo del subconsciente, la gente guarda bien guardada la certeza de que el hombre es el lobo del hombre. La astucia es una estrategia rudimentaria de supervivencia, que persiste en la especie como un atavismo, y que la evolución no elimina sino que edifica sobre ella.

Un peldaño por encima de la astucia está la urbanidad, que podríamos describir como astucia con buenos modales. Quien se comporta urbanamente puede hacerlo de manera tan especulativa como el astuto, pero está obligado a prestar atención al otro. Justamente, el diccionario lo describe como “cortés, atento, y de buen modo”. La urbanidad es la cortesía democratizada, esto es no limitada al ámbito de la corte. Y es algo que se debe a todos los que conviven en la urbe, no necesariamente limitada a aquellos con los que nos liga una transacción o un interés, como ocurría con la astucia. Es la manifestación formal del respeto por el otro, y la manera de regular los encuentros personales a los que la ciudad obliga, para hacerlos soportables e incluso gratos. Llegar tarde para la foto es una muestra clara de falta de urbanidad, de desconsideración por los demás. Basta recordar lo que ocurre en la calle, en el transporte, en las oficinas de atención al público, en el consorcio, en el lugar de trabajo, y en fin en cualquier lugar que nos obligue a estar unos con otros, para comprobar que nuestra presidente efectivamente se parece a sus representados.

Siguiendo nuestro ascenso pasemos al nivel de la política, que si bien presupone una cuota de astucia y otra de urbanidad, reclama algo más: ponerse de acuerdo mediante el debate sobre las normas que deben regular la vida en común, y el rumbo que esa vida en común debe tomar en cada contexto dado. Cuando el diccionario tiene que definir política se refiere al arte y la doctrina relacionados con el gobierno del estado, la actividad del dirigente o el aspirante a dirigir, y también la actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su voto, su opinión, o de cualquier otro modo. Y sabiamente no excluye la cortesía, porque cada escalón requiere de los anteriores. Meramente astutos, carentes de urbanidad, el desempeño de los argentinos en la política no podría ser sino el fracaso que tenemos a la vista. No puede haber política sin consideración y respeto por el prójimo, sin la convicción de que todos compartimos un destino común, de que en una ciudad nadie se salva solo. Esto bien lo sabían los griegos de la polis. Pero entre los argentinos domina más bien el desprecio por el otro que caracteriza al astuto, y cuya expresión más clara es la soberbia de cualquiera que posea la más mínima cuota de poder formal. Para que la política fructifique es imprescindible antes que nada escucharse, y luego hacerlo de buena fe, esto es con disposición a ceder ante los argumentos razonables.

Por último, en este ascenso por la escala de calidad social, llegamos a la civilización, que el diccionario define como el “estadio cultural propio de las sociedades humanas más avanzadas por el nivel de su ciencia, artes, ideas y costumbres”. En Grecia, politikós deriva de polis, es la ciudad la que hace al político; en Roma, la cuna del derecho, ocurre a la inversa: civitas proviene de cives, ciudadano. Quiere decir que es la acción del hombre la que construye la civilización, o mejor, que sólo en tanto ciudadanos podemos edificar una civilización. Generalmente se habla de “civilización occidental” por ejemplo, o de tal o cual nación como “un faro de civilización”. Una civilización incluye partes proporcionales de astucia, urbanidad y política, tan sabiamente combinadas por el trabajo de sus ciudadanos que sirve como ejemplo y modelo a otros que aspirarán a emularla.

Si este ejercicio ha servido para algo ha sido para comprobar que en la escala que lleva a una sociedad humana de la astucia a la civilización no hemos superado todavía el primer peldaño, y que si de veras queremos salir de este marasmo, el próximo paso nos exige reconocimiento, consideración y respeto por nuestros conciudadanos. No vamos a poder darlo mientras describamos al que propone criterios distintos como “enemigo”, y después proclamemos que “para el enemigo, ni justicia”.

–Santiago González

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