Promesas del Oeste

Gran Bretaña incita a los árabes a rebelarse contra los turcos mientras en secreto los traiciona con Francia

  1. Islamofobia para principiantes
  2. El Expreso de Oriente
  3. Gallipoli
  4. Una bandera en el desierto
  5. Promesas del Oeste

mayo1916A las cuatro de la mañana del 26 de mayo de 1908, el aire se llenó de olor a azufre en la remota localidad persa de Masyid-i-Sulaiman, y de la tierra brotó un chorro de petróleo de ocho pisos de altura. El inglés William D’Arcy, que había empeñado, y prácticamente agotado, su fortuna personal en esa exploración, les dijo a sus administradores: “Si esto se confirma, se acabaron nuestros problemas”. D’Arcy hablaba de sus asuntos financieros, pero en la City las mismas palabras se leyeron de otro modo: todo lo que funcionaba a carbón -desde las máquinas industriales hasta los motores navales- podía funcionar a petróleo, y hacerlo de manera más barata y eficiente. Al año siguiente, D’Arcy creó la Anglo-Persian Oil Co. (más tarde British Petroleum), y el Reino Unido se fijó la misión estratégica de tomar el control de una región promisoria en reservas, para lo cual debía primero arrebatársela al Imperio Otomano. Empujó a los turcos a los brazos de los alemanes, y pudo tratarlos como “enemigos” al estallar la primera guerra. A instancias de Winston Churchill, a la sazón primer lord del Almirantazgo, el gobierno británico se convirtió en accionista mayoritario de la Anglo-Persian.

Teniendo bien en claro sus objetivos, los ingleses buscaron aliados para conseguirlos: a los árabes les prometieron un reino independiente encabezado por Husayn, el jerife de La Meca, a cambio de que desertaran de los ejércitos turcos, prestaran mano de obra para la construcción de infraestructura y pusieran el cuerpo en un levantamiento generalizado contra el califato de Estambul; a los franceses les prometieron satisfacer sus pretensiones levantinas sobre la costa mediterránea a cambio de contribuciones en oro para comprar voluntades entre los beduinos, e incluso agregaron algunos guiños hacia los judíos europeos que ambicionaban crear un estado propio en Palestina, en parte para alejarlos de Rusia, que también habia echado el ojo al petróleo medioriental y amenazaba con convertirse en un rival en la zona.

Todas sus promesas se contradecían entre síTodas estas promesas eran contradictorias entre sí, pero los ingleses tenían sus prioridades bien claras. Mantenían con Francia una antigua relación de competencia y colaboración en la expansión colonial (recordemos sus expediciones conjuntas al Río de la Plata), y también confraternizaban con los judíos prominentes de Europa, muchos de los cuales estaban convirtiendo a Londres en la capital financiera del continente. Nada en cambio los obligaba para con los árabes, excepto las buenas relaciones que habían trabado con ellos dos excéntricos como Gertrude Bell y T. E. Lawrence, y las cuidadosamente expresadas promesas que lord Kitchener y el jefe del Arab Bureau Henry McMahon iban destilando en los oídos del jerife Husayn. Así fue como Gran Bretaña y Francia comenzaron a discutir la manera de repartirse el medio oriente, o lo que les interesaba del medio oriente, sin tener para nada en cuenta a los árabes, sus habitantes, los jugadores más débiles en ese tablero.

Los negociadores elegidos por las dos potencias para dirimir sus ambiciones eran viejos conocedores de la zona, cuyos perfiles las representaban impecablemente. Francia envió a François Georges Picot, que había sido su cónsul general en Beirut. En ese carácter, había recibido el petitorio de una treintena de árabes que solicitaban el apoyo francés para independizarse de los turcos. La región que ahora es el Líbano entonces formaba parte de Siria, y los franceses tenían aspiraciones irrenunciables sobre ella, de modo que a Picot el independentismo árabe no le hacía mucha gracia. Al estallar la primera guerra, Francia retiró a sus diplomáticos del Imperio Otomano, y el descuidado Picot tuvo la mala fortuna de olvidarse en la oficina el petitorio de los conspiradores. Los turcos lo encontraron, buscaron a los firmantes y los colgaron a todos cerca de Damasco. Fueron estas ejecuciones las que asustaron al jerife Husayn, y lo decidieron a aceptar el apoyo británico en la lucha contra los turcos.

Los ingleses sentaron a la mesa de negociaciones a nuestro conocido Mark Sykes, un aristócrata simpático y ocurrente a quien todos describían como el alma de las fiestas. Católico, educado por los jesuitas, nunca llegó a graduarse, pero a los 25 años ya había publicado cuatro libros, dos satíricos y dos con crónicas de los viajes por el medio oriente que había realizado con su padre. Como Lawrence y Bell conocía bien la región, pero había extraído de su experiencia conclusiones opuestas a las de sus compatriotas. Se refería a los árabes con palabras como “animales”, “apestados”, “cobardes” y “haraganes”, que Bell le había escuchado espantada en Haifa en 1905. Sykes no creía en los caudillos del desierto y apostaba en cambio a lo que describía como la tradición mercantil levantina, que se remontaba a la época de los fenicios y que a su juicio estaba mejor representada por turcos, armenios y judíos.

El norte para Francia y el sur para Gran BretañaEn marzo de 1916, después de casi medio año de trabajo, Sykes y Picot emergieron con su propuesta. El cercano oriente quedaba dividido en dos partes: el norte para Francia, y el sur para Gran Bretaña. Francia obtenía un dominio exclusivo en el este (la costa mediterránea deseada) y una zona de influencia en el oeste. Gran Bretaña, a la inversa, se reservaba un dominio exclusivo en el oeste (la Mesopotamia tradicional) y una zona de influencia en el este. Las potencias se reservaban el derecho de trazar la división política que más les gustara dentro de sus respectivas jurisdicciones. Por alguna misteriosa razón, Palestina quedaba sometida a jurisdicción internacional. (La razón dejaría de ser misteriosa más tarde, cuando Gran Bretaña impusiera su dominio en ese distrito.) El acuerdo fue rubricado en secreto por ambas potencias en mayo, casi al mismo tiempo en que el jerife Husayn ponía en marcha la revuelta árabe alentado por las promesas británicas. En un alarde de insultante ironía, el propio Sykes diseñó y ofreció a los árabes una bandera que identificara su levantamiento y encendiera su nacionalismo.

En sus memorias, Lawrence, el agente inglés que guió a los árabes en su revuelta, da a entender que siempre estuvo enterado del doble juego de su gobierno. “Fue evidente desde un primer momento que si ganábamos la guerra esas promesas serían papel mojado, y si yo hubiese sido un consejero honesto de los árabes, les habría recomendado irse a casa y no arriesgar sus vidas en esa lucha, pero me amparé en la esperanza de que, al guiar a esos árabes enardecidamente hasta la victoria final, los colocaría, con las armas en sus manos, en una posición tan segura (si no dominante) que las grandes potencias se inclinarían por su propia conveniencia a resolver con justicia sus reclamos.” Pero Lawrence también deja constancia de que, como buen inglés, nunca tuvo dudas sobre cuál era su lugar: “Me arriesgué al fraude convencido de que la ayuda árabe era necesaria para nuestra victoria rápida y barata en el Oriente, y que era mejor ganar y romper nuestra palabra que perder”. Por barata quería decir sin costo de vidas inglesas, saldo del que Lawrence se enorgullecía.

Fuese por el deseo de ver a los árabes ganar su independencia o por el deseo de ver a los británicos imponer su voluntad en el medio oriente, lo cierto es que Lawrence alentó al emir Faysal, hijo de Husayn y líder del alzamiento beduino, a acelerar los tramos finales de su campaña, y llegar antes que nadie a Damasco, cuya conquista sería entendida como la conquista del poder político en la región. Faysal siguió ese consejo, pese a que, o debido a que, para ese entonces, comienzos de 1918, ya no podía ignorar los planes de británicos y franceses: la Rusia zarista había sido informada oportunamente del acuerdo Sykes-Picot pero los revolucionarios bolcheviques no se sintieron comprometidos por el secreto y lo dieron a conocer a la prensa en noviembre de 1917, “para bochorno de los ingleses, desaliento de los árabes y regocijo de los turcos”, según la insuperable descripción del periodista Peter Mansfield.

El reinado de Faysal estuvo condenado desde un principioLos insurgentes llegaron a Damasco el 30 de septiembre de 1918, y se encontraron con que los árabes de la ciudad ya habían izado la bandera rebelde. La mayoría de esas tropas permanecieron fuera, para acompañar a Faysal en su entrada triunfal, que sólo se produciría al día siguiente. Entre una cosa y otra, una compañía australiana hizo su ingreso a la ciudad, lo que daría lugar a polémicas posteriores sobre quién llegó primero. Damasco quedó bajo el mando militar de los árabes y, mientras proseguían más al norte las últimas acciones militares para expulsar definitivamente a los turcos de la región, Faysal fue declarado rey de Siria. “Cuando ganamos, me acusaron de poner en peligro las regalías petroleras británicas en la Mesopotamia y de arruinar la política colonial francesa en el Levante”, escribiría Lawrence. El reinado de Faysal estuvo condenado desde el principio.

En tres años de lucha, los árabes del desierto habían entregado miles de vidas en combate. Pero ése no fue el único precio que pagaron para luchar por una independencia que no querían, y que de todos modos no iban a conseguir. Toda la economía de las tribus del desierto se basaba en una compleja filigrana de rutas comerciales recorridas por las típicas caravanas y algunas producciones agropecuarias elementales. La guerra destruyó todo ese delicado entramado, y los historiadores calculan que unas 350.000 personas, el 10 por ciento de la población, murieron de hambre en el Levante en esos tres años. Mientras ingleses y franceses se aprestaban a repartirse los despojos de una región que había quedado literalmente en sus manos, a los líderes árabes se les abría un nuevo frente de batalla en el terreno diplomático, un combate para el que estaban escasamente preparados. (Continuará)

–Santiago González

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