Una bandera en el desierto

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  2. El Expreso de Oriente
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  4. Una bandera en el desierto
  5. Promesas del Oeste

araboltLa derrota de Gallipoli en 1915 les hizo comprender a las potencias occidentales que el frente turco no iba a ser el paseo que se habían imaginado ni les iba a resultar tan fácil satisfacer sus ambiciones en el medio oriente: los franceses pretendían un dominio colonial clásico sobre Siria y Palestina, invocando caprichosos antecedentes que remontaban a la época de las Cruzadas, mientras que los ingleses querían más bien asegurarse el control de las rutas comerciales y el acceso a los yacimientos petrolíferos, sin que les importara demasiado el arreglo político. Si no podían doblegar a los turcos, pensaron unos y otros, debían privarlos al menos de toda influencia en el mundo árabe, último retazo del agonizante Imperio Otomano. Sin distraer tropas del frente europeo, la mejor alternativa parecía ser la de sublevar a los árabes.

Esa opción tropezaba con un único inconveniente: excepto en algunas partes del litoral sirio, los árabes no albergaban sentimientos nacionalistas ni ambiciones independentistas: su identidad y lealtades giraban en torno de la familia, el clan o la tribu. El califato de Estambul era la suprema autoridad política y religiosa, y si alguna querella tenían contra él era más bien de orden doctrinario (sus inclinaciones seculares y modernistas les parecían contrarias al Islam) o cultural (la tradición árabe frente a la turco-persa). Pero los ingleses imaginaron que alguna hendija donde calzar una cuña entre árabes y turcos debía haber, y que sólo era cuestión de buscarla. La encontraron en el jerife de La Meca, Husayn ibn Ali, a quien los sultanes turcos venían maltratando desde hacía décadas. «Si la nación árabe se coloca a su lado en esta guerra, Inglaterra la garantizará contra toda intervención exterior en Arabia y dará a los árabes toda la ayuda necesaria contra una agresión extranjera», le prometió lord Kitchener, máxima autoridad británica en la guerra.

Mientras Husayn meditaba su respuesta, los ingleses se abocaron a la tarea de buscar expertos en cuestiones del medio oriente, y encontraron algunos personajes interesantes. Por ejemplo dos oxonienses, ambos graduados con honores en historia, y con conocimiento de primera mano de la topografía regional y de la lengua y las costumbres de sus habitantes: Gertrude Bell y Thomas Lawrence. Bell era una viajera apasionada, una trotamundos que había atravesado la región de lado a lado en una decena de oportunidades, y asentado un prolijo registro de sus observaciones en libros y mapas. Lawrence, veinte años más joven, era en cambio un apasionado por el pasado: antes de graduarse había recorrido el medio oriente a pie durante tres años, una caminata de 1.500 kilómetros que dedicó a rastrear los castillos y fortalezas dejados por los cruzados en lo que era entonces el territorio de la Siria otomana.

Lawrence y Bell se conocieron antes de la primera guerra, cuando aquél trabajaba como arqueólogo en las ruinas de la antigua ciudad hitita de Karkemish. Volvieron a encontrarse en El Cairo a fines de 1915, reclutados por la ingeligencia militar británica. Bell fue la primera oficial mujer en esa rama, con el grado de mayor. Lawrence y ella fueron asignados al Arab Bureau, creado inicialmente con propósitos de contrapropaganda a instancias de Mark Sykes, un aristócrata igualmente familiarizado con el medio oriente, que había ejercido funciones diplomáticas en Estambul y publicado libros sobre sus viajes y experiencias en la región. Los tres trabajaban bajo las órdenes del alto comisionado, Henry McMahon, y los tres jugarían papeles destacados en la configuración política del medio oriente, tal como la conocemos hoy.

Por entonces, la región era un mosaico de emiratos, sultanatos y clanes de fronteras difusas, cuyos jefes rivalizaban entre sí en influencia territorial. Cuando quiso explicar qué era eso de los caudillos, las montoneras y los gauchos, Sarmiento los comparó con los beduinos; hoy podemos invertir la fórmula para imaginar cómo era la organización política del mundo árabe. Husayn gobernaba el Hiyaz, una franja sobre la costa occidental de la península; pertenecía a la dinastía hashemita, que desde los tiempos de Mahoma era guardiana de La Meca, y representaba el poder establecido en el mundo árabe; aspiraba a unificar ese mundo bajo un reinado del que se consideraba legítimo y natural merecedor. Abdelaziz ibn Saud, al frente del sultanato de Nechd sobre la costa oriental, era la cabeza de una casa conocida por su ambición, su espiritu de conquista y su crueldad. Los Saud también querían extender su control a toda la península desplazando a los hashemitas, aunque en ese momento estaban ocupados en lidiar con la familia Rashid, tan implacable como ellos. Husayn temía a los Saud y también tenía su enemigo menor: la familia Zaid, que le disputaba el control de La Meca y contaba con la confianza de los turcos.

En los primeros meses de 1916 Husayn presintió que los turcos estaban conspirando en su contra; cuando los otomanos ejecutaron a una treintena de opositores en Damasco el temor por el trono se convirtió en temor por su propia vida y la de su familia, y decidió pasar a la ofensiva. En junio, dos hijos del jerife atacaron Medina, pero fueron rechazados. Al mes siguiente, Husayn atacó La Meca, esta vez con el aporte de tropas egipcias y armas enviados por los ingleses, y conquistó la ciudad. La revuelta árabe se había puesto en marcha, y los aliados comenzaron a tomarla en serio. En octubre, los ingleses perfeccionaron su oferta: «El Reino Unido está dispuesto a reconocer y apoyar la independencia de los árabes en todas las regiones comprendidas dentro de las fronteras propuestas por el jerife de La Meca.» Esas fronteras se extendían desde Egipto hasta Persia; aunque los británicos se reservaban excepciones en la costa siria, Kuwait y Adén, Husayn se dio por satisfecho. Los aliados despacharon varios agentes, entre ellos Lawrence, para obrar como enlaces con los hashemitas, y asignaron dinero y armas a la campaña.

Necesitaban sobre todo encender entre los árabes la pasión nacionalista, una fuerza más generalizada y potente que el resentimiento personal de Husayn, algo capaz de arrancarlos de su pasividad fatalista y lanzarlos detrás de una bandera. A Sykes se le ocurrió como primer paso diseñar una bandera que identificara la sublevación árabe: sus colores rojo, negro, verde y blanco aparecen en las enseñas de todos los países que surgirían en la región por intervención de las potencias europeas. El primer paso de Husayn fue nombrarse rey del Hiyaz y de todos los árabes. El jerife contaba con algo parecido a un ejército regular, pero Lawrence estaba convencido de que para que la revuelta tuviera éxito era necesario sublevar a los beduinos; sin embargo, no encontraba en los hijos de Husayn las cualidades de liderazgo necesarias para arrastrar voluntades. Le faltaba conocer a Faysal, y atravesó el desierto a lomo de camello durante dos días para entrevistarlo en el oasis de Safra. El reconocimiento fue inmediato y recíproco, y entre esos dos hombres de culturas tan diferentes se trabó una compleja relación de confianza y amistad que iba a ser duramente puesta a prueba en los años venideros.

Lawrence y los ingleses encontraron en Faysal el líder que buscaban, Faysal y los hashemitas encontraron en Lawrence la encarnación personal del compromiso británico con su causa, algo más valioso que mil documentos. No lo veían como un oficial de enlace, sino como uno de ellos: comía con ellos, vestía como ellos, peleaba junto a ellos. Lawrence, mientras tanto, guiaba sus movimientos basándose en la documentación aportada por Bell, y diseñaba sus tácticas en función de la estrategia aliada, que en buena medida concebia él mismo. Esa estrategia combinaba, además del apoyo naval británico, un ejército regular (egipcios, australianos, desertores otomanos) al mando de Edmund Allenby, y fuerzas hashemitas conducidas por Faysal y su hermano Abd Allah, e integradas por beduinos que se iban incorporando sobre la marcha, fuese por convicción o por las monedas de oro que los franceses aportaban con sorprendente largueza. Ambos contingentes emprendieron a lo largo de 1917 una marcha triunfal hacia el norte, paralela al Mar Rojo, que arrancó desde las inmediaciones de Medina y los llevó hasta la estratégica ciudad de Aqaba, último baluarte turco en el Mar Rojo, y de allí a Beerseba.

Sólo faltaba conquistar Damasco para que el medio oriente se librara por completo del poder turco, y ese desenlace previsiblemente favorable de la revuelta se debía en gran medida a la eficaz conjunción del liderazgo de Faysal con la habilidad táctica y estratégica de Lawrence. La conquista de Aqaba, desarrollada según sus planes, acrecentó su prestigio entre los árabes y los ingleses.“Le dí rienda suelta -diría Allenby sobre su compatriota-. Su cooperación se caracterizó por la lealtad más extrema, y nunca tuve sino elogios para su trabajo, que, a decir verdad, fue invalorable en toda la campaña. Fue el motor del movimiento árabe, y conocía su lengua, sus modos y su mentalidad.” Ese conocimiento, justamente, le había permitido entenderse con Faysal, sugerir sin ordenar, ordenar sin prepotencia.

En el curso de la lucha, Lawrence había abrazado la causa árabe como propia, por simpatía general o por amistad con Faysal, y la estaba conduciendo a la victoria. “Me propuse hacer una nueva nación, restablecer una influencia perdida, dar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los que edificar con inspiración un palacio ideal para sus sueños nacionales”, escribiría más tarde acerca de su gesta. Pero para fines de ese 1917 Lawrence ya estaba en posesión de un secreto, un secreto de estado podría decirse, que le agriaba el triunfo, y lo sometía a torturantes dilemas morales.

Como era un voluntarista, creyó que un esfuerzo supremo de inteligencia y energía le permitiría resolverlos, y en ese espíritu abordó el tramo final de la campaña. (Continuará)

–Santiago González

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