El Expreso de Oriente

El mundo islámico y el occidente europeo estuvieron unidos por un ferrocarril, pero separados por un abismo

  1. Islamofobia para principiantes
  2. El Expreso de Oriente
  3. Gallipoli
  4. Una bandera en el desierto
  5. Promesas del Oeste

 

Orient-ExpressEn junio de 1889 partió de París el primer tren directo hasta Estambul, la ciudad encabalgada sobre el estrecho del Bósforo donde Europa se encuentra con Asia, la que había sido Bizancio para los antiguos y Constantinopla al despuntar la Edad Media. El viaje marcaba la culminación de un formidable proyecto ferroviario emprendido hacía más de una década por el belga Georges Nagelmackers y que había avanzado por etapas hasta cumplir el sueño de unir el centro de Europa con la fabulosa capital del Imperio Otomano. El Expreso de Oriente se convirtió en epítome del viaje lujoso y confortable hacia un destino de suntuoso exotismo, sugestivo de unas relaciones placenteramente cordiales entre la despreocupada Europa del fin de siglo y el desprevenido oriente islámico. Pero en esos años raramente felices nada era lo que parecía. Nadie podía prever la tragedia que se avecinaba para todos; nadie, excepto los que la estaban preparando.

Como la Europa cristiana, el mundo islámico tuvo a lo largo de su historia varios ensayos imperiales, el más exitoso de los cuales fue el Imperio Otomano, una verdadera potencia mundial que duró siete siglos bajo la hegemonía turca hasta su disolución hace menos de uno. En el momento de mayor expansión su límite norte unía el Adriático con el mar Caspio, bajaba por el oeste hasta el golfo Pérsico, dominaba por el sur ambas márgenes del mar Rojo, y se extendía por todo el norte de África, el Magreb. Hungría, los Balcanes y Grecia constituían sus dominios europeos. A pesar de que los turcos reclamaban para sí la autoridad política y religiosa (califato), su organización era bastante liberal. Más que un imperio al estilo occidental parecía una federación o mancomunidad de diversas razas y credos. El islamismo sunita era la religión oficial, pero las otras creencias tenían la protección del Estado, y durante por lo menos la mitad de su historia su población fue mayoritariamente cristiana.

En una confluencia de tradiciones turcas, persas y árabes, el Imperio Otomano había encontrado la manera de mantener la unidad de sus pueblos sin necesidad de apelar a la mano de hierro, y había logrado ampararlos del colonialismo europeo. Luego de alcanzar los límites de su expansión en el siglo XVIII, sus líderes buscaron en la siguiente centuria modernizar y liberalizar sus instituciones al mejor estilo occidental. Redactaron una constitución, secularizaron la justicia, hasta entonces regida por la ley religiosa, reorganizaron su ejército, ordenaron su sistema financiero, crearon universidades y escuelas técnicas, trataron de poner en marcha una administración profesional, procuraron incorporar las tecnologías más modernas. Pero chocaron con la ortodoxia religiosa, que se opuso a todo, y con una sociedad resistente al cambio. Esa lucha entre una Turquía secular y una Turquía religiosa, que persiste hasta hoy, debilitó al imperio y le impidió responder con eficacia a las amenazas externas.

Y amenazas no le faltaban: por el este, el expansionismo ruso; por el oeste, el colonialismo europeo. Esas dos fuerzas disímiles y opuestas se conjugaron a veces involuntaria, a veces deliberadamente para hostigarlo, disgregarlo y finalmente derrotarlo, en un juego de pinzas del que el Imperio no pudo escapar. Inglaterra y Francia dejaron que Rusia hiciese el gasto militar contra los otomanos, mientras esperaban su momento con las armas que les son favoritas: la diplomacia y las finanzas. En el siglo XIX, la mayor amenaza para la independencia del medio oriente no eran los ejércitos de Europa sino sus bancos, escribió un historiador.

Tres guerras contra los rusos, levantamientos nacionalistas en países no islámicos de Europa central y los Balcanes, masivos influjos migratorios de musulmanes perseguidos en el Cáucaso y otros territorios agotaron las finanzas otomanas y dejaron al Imperio al borde de la bancarrota. Ingleses y franceses acudieron gentilmente con sus créditos de salvataje, pero retuvieron para sí el control de la economía. Consecuencia previsible: sin disparar un tiro, Egipto terminó bajo el protectorado británico, lo mismo que el estratégico canal de Suez, mientras que Francia, Italia y España se repartieron el norte de Africa. El Imperio Otomano se iba achicando de manera visible y el emperador ruso lo describía despectivamente como “el  enfermo de Europa”. Visto desde Moscú, el califato islámico con asiento en Estambul era parte de Europa.

Nunca lo fue. Ni siquiera cuando tuvo territorios europeos dentro de sus fronteras. El mundo islámico y el occidente europeo estaban unidos por un ferrocarril, pero nada más. Los líderes de Europa no se hacían ilusiones: el Imperio Otomano era una pieza más del orden mundial, una muralla que tanto contenía a los rusos como les impedía a ellos llegar al medio oriente. Los líderes otomanos, en cambio, se veían como un socio de Europa, admiraban su progreso, sus instituciones, querían replicarlos y, en el largo plazo ser parte de ella. Esa admiración fue su ruina: cuando intentaron modernizar su ejército comenzaron a perder batallas, cuando quisieron racionalizar su administración, el control del Imperio se les fue de las manos. Pero no entendieron bien las razones, no prestaron atención a la diferencia de mentalidad entre una sociedad y otra: pensaban que la decadencia del Imperio era un castigo de Alá por no haber sabido mantenerse unidos.

Al despuntar el siglo XX, los líderes otomanos seguían convencidos de que la única manera de recuperarse política, económica y militarmente residía en la modernización al estilo occidental, y llegaron a la conclusión de que necesitaban un aliado proveedor de capitales, tecnología y apoyo militar. Descartadas las dos potencias coloniales que los estrangulaban con la deuda, no tenían mucho para elegir. Alemania también había puesto los ojos en el Imperio: el kaiser Guillermo les había hecho una visita en 1899, después de eso hubo un acuerdo comercial, y ahora se ofrecía a prestarles la ayuda que necesitaban; obtenía a cambio autorización para el tendido de una línea ferroviaria destinada a unir Berlín con Bagdad; obtenía también un socio en el Asia menor con el que mantendría relaciones cambiantes, pero nunca interrumpidas.

Algunos historiadores dicen que ese proyecto ferroviario, que habría dado a Alemania acceso a un puerto en el golfo Pérsico, una ruta hasta sus colonias africanas sin pasar por el canal de Suez, y la posibilidad de llevar productos y traer petróleo, fue uno de los motivos que condujo a la primera gran guerra. A diferencia del Expreso de Oriente, concebido para el turismo y el ocio, el Ferrocarril de Bagdad, como se lo llamaba, tuvo desde el comienzo un propósito estratégico, con un trazado lo suficientemente alejado de la costa mediterránea como para quedar fuera del alcance de la artillería naval británica. El tendido de la línea en esas condiciones encontró obstáculos geográficos, y cuanto estalló la guerra en 1914 se encontraba todavía a centenares de kilómetros de su destino. Hay quienes creen que de haberse completado a tiempo, la guerra habría tenido otro desenlace.

El Ferrocarril de Bagdad no llegó a correr antes de la guerra. El Expreso de Oriente dejó de correr tan pronto se inició. La primera guerra estalló en los Balcanes recientemente liberados de la hegemonía otomana, y sorprendió al imperio en su peor momento, desgarrado entre la ortodoxia religiosa y los intentos modernizadores, asistiendo impotente a su derrumbe, desconcertado y desesperado. Para peor, Europa le había contagiado su peor virus: el nacionalismo basado en la pureza racial. Los turcos comenzaron a replegarse sobre sí, y principalmente armenios, pero también sirios, griegos y otros ex súbditos imperiales sufrieron las consecuencias de una limpieza étnica despiadada, similar, por otra parte, a la sufrida por los musulmanes en el Cáucaso y en los territorios balcánicos independizados. La guerra también sorprendió al tambaleante Imperio comprometido en una alianza de hecho con Alemania (su intento de mantenerse neutral duró lo que dura un suspiro) y con la responsabilidad de hacerse cargo del frente ruso, misión que a pesar de todo pudo cumplir con dignidad.

Mientras tanto, en penumbrosos gabinetes londinenses pulcros caballeros comenzaban a desplegar mapas del medio oriente y el Asia menor sobre grandes mesas de madera. Tenían un grave problema: el estancamiento de la guerra en el centro de Europa, con muertos que se multiplicaban por centenares de miles sin resultado alguno. Ahora veían en el mapa no sólo una solución, sino una gran oportunidad, una oportunidad que venían buscando desde hacía tiempo: eran bien conscientes de que el Imperio Otomano trastabillaba, y se les ocurrió que llegado era el momento de darle el tiro de gracia. Pero había que hacerlo con inteligencia: se trataba de abrir un nuevo frente de guerra en Asia menor en forma tal que las potencias centrales se vieran obligadas a distraer tropas, y los aliados no. Así se rompería la impasse bélica en las trincheras de Europa. Y no sólo eso…

Los caballeros se inclinaban sobre los mapas con tiralíneas, reglas y compases, y se miraban entre sí, excitados por las posibilidades que anticipaba su imaginación. Derrotados los turcos, por fin podrían apoderarse de los territorios del oriente medio, asegurarse el control de todas las vías navegables que conectaban a Gran Bretaña y Francia con sus colonias en Asia y África, tener a su disposición los ricos yacimientos de petróleo que sus exploradores ya habían detectado en la Península Arábiga (y cuyo valor estratégico había quedado en evidencia en el curso de la guerra), y hasta encarar de una buena vez ese dolor de cabeza para toda Europa que era el problema judío, cuya solución les había sugerido inesperadamente un periodista judío.

Avezados diplomáticos, ministros plenipotenciarios y agentes encubiertos fueron despachados presurosamente hacia los cuatro puntos cardinales en precisas misiones exploratorias. Sobre los mapas había quedado dibujado el futuro del mundo islámico en general y del medio oriente en particular; en cierto modo, había quedado sellado su destino. Ese dibujo, por el momento, era secreto. (Continuará)

–Santiago González

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