Un cambio traicionado

La reforma electoral no elimina la intolerable lista sábana y degrada aún más la representación ciudadana

Hace un año, los argentinos comenzaban a recorrer el camino electoral que los llevaría a imponer un cambio drástico de rumbo político en las elecciones del pasado noviembre: por primera vez en la historia moderna, ni el presidente de la nación ni el gobernador de la provincia de Buenos Aires provendrían de alguno de los dos grandes partidos tradicionales. Pero desde la asunción del nuevo gobierno, esa esperanza de cambio viene siendo traicionada poco a poco, casi siempre por iniciativa del oficialismo, en grandes y pequeñas cosas, la última de las cuales es el proyecto de reforma electoral aprobado el miércoles por la cámara de diputados.

Ese proyecto introduce en todo el país un sistema de votación con boleta electrónica, y establece la llamada paridad de género que dispone que los cargos electivos (legisladores, consejeros escolares) deberán ser cubiertos por hombres y mujeres, repartidos por mitades. Esas dos novedades, activamente impulsadas por el PRO la primera y por sus socios radicales la segunda, violentan el espíritu y la letra de la Constitución nacional, alteran el sistema electoral universal, secreto y obligatorio introducido por la Ley Saenz Peña, distorsionan el sistema representativo, y son contrarias en definitiva a los intereses de los ciudadanos. El proyecto fue aprobado en Diputados por una mayoría de dos a uno, y el trámite en sí mismo demostró que la clase política sólo se sirve a sí misma y le importan un bledo los intereses, las preocupaciones o las necesidades de quienes dicen representar.

El sistema de voto electrónico, aun cuando fuera técnicamente perfecto, es contrario al espíritu de nuestro sistema democrático por el simple hecho de que un ciudadano común no lo puede auditar. Por esta única y simple razón, la mayoría de las democracias occidentales que ensayaron el voto electrónico lo descartaron enseguida, y hoy sólo se lo utiliza en un puñado de países periféricos. Con el sistema tradicional de boleta de papel, cualquier fiscal o presidente de mesa puede asegurar y refrendar con su firma que los votos anotados en la planilla que entrega para el cómputo se corresponden exactamente en número y calidad con los depositados en la urna. Si el Senado convierte este proyecto en ley, ningún fiscal ni presidente de mesa estará en condiciones de asegurar que el escrutinio entregado por la máquina de votar refleja exactamente la voluntad de quienes emitieron su sufragio con ella. Simplemente, porque un ciudadano común no está en condiciones de determinar si el sistema de voto electrónico ha sido alterado en cualquiera de sus etapas, cosa que sólo podría comprobar un especialista en informática. Uno tras otro, los especialistas convocados por la comisión legislativa que analizó el proyecto, demostraron sin margen de duda, con explicaciones teóricas y ejemplos prácticos, que el sistema de voto electrónico propuesto por el oficialismo, y en verdad cualquier sistema de voto electrónico, se puede violar; más aún, es fácilmente violable por quien se lo proponga.

El régimen de paridad de género es otra afrenta contra la letra y el espíritu de las leyes que organizaron la nación argentina. Por el sistema representativo, los ciudadanos delegamos la expresión de nuestras opiniones e intereses en un grupo reducido de personas que las representan proporcionalmente según la voluntad del electorado. Electores y elegidos son ciudadanos iguales ante la ley. Iguales significa iguales, esto es sin distinción de sexo, ni de altura, ni de piel, religión, raza o cualquier otra condición ajena a la condición de ciudadano. No hay nada en nuestra legislación política que distinga en derechos y obligaciones a hombres de mujeres, y nada debiera haber que los distinguiera en su representación en los cuerpos deliberativos. Como escribí en otra nota, la representación política de las mujeres (que es lo que busca ampliar esta llamada paridad de género) sólo debe depender de la voluntad de las mujeres de actuar en política, y de la voluntad de los ciudadanos para elegir mujeres que los representen.

Sería posible decir que el impulso dado por el oficialismo al sistema de voto electrónico sólo se explica por un interés económico: hay un negocio fabuloso en la provisión para todo el país de computadoras (y los especialistas demostraron que las máquinas de votar no son inocentes impresoras sino computadoras en toda la regla) e insumos como tintas y cartulinas para las copias en papel. Y también sería posible decir que el respaldo a la iniciativa sobre paridad de género apunta a dar satisfacción a la agenda del progresismo y ganarse su simpatía (expectativa ilusa si las hay). Pero una y otra novedad son, además, parches o subterfugios para eludir la única y verdadera reforma que nuestro sistema electoral necesita, y es la eliminación de la lista sábana.

Recordemos que se llama lista sábana a esa boleta de candidatos a legisladores que el ciudadano elige porque el primero, el segundo o tercer nombre de la nómina le resulta conocido, creíble o confiable, pero que arrastra detrás de sí una larga fila de desconocidos sobre cuya competencia, honestidad o inclinación política el ciudadano no tiene la menor noticia, y acerca de los cuales sólo puede hacer inferencias: “Si B está en la lista de A, y A me merece confianza, entonces B debería ser tan confiable como A”. La historia ha demostrado que esa inferencia suele ser errónea. La mejor opción para eliminar la lista sábana es la boleta única de papel, en la que aparecen todos los candidatos de todos los partidos y en la que el ciudadano marca los de su preferencia, uno por uno, sin necesidad de que pertenezcan al mismo partido ni de marcar la cantidad completa de bancas en juego. La boleta única de papel vuelve además irrelevante la cuestión del género, ya que todo el mundo queda en libertad de armar su lista como mejor le parezca, incluso con un cien por ciento de mujeres.

Para resumir, la boleta única de papel resolvería el tema del robo de boletas, principal argumento en defensa del voto electrónico, volvería abstracta la cuestión del género, y eliminaría prácticas nefastas como las listas colectoras, las candidaturas testimoniales y el espantoso “tren fantasma” de candidatos impresentables pero dóciles a la hora de votar que vienen colgados de los nombres que encabezan las listas sábana. Pero la clase política no tiene la menor intención de cambiar, ni de dar respuesta a quienes manifestaron en las urnas su voluntad de cambio, sino que la clase política sólo tiene la intención única, irreductible y no negociable de servirse a sí misma. La clase política jamás va a eliminar la lista sábana porque ésa es la herramienta fundamental para controlar cualquier votación legislativa y para orientarla, consecuentemente, en la dirección de sus intereses; los pasajeros del tren fantasma jamás van a representar a los ciudadanos que los votaron involuntariamente sino que van seguir con fidelidad perruna a los jefes políticos que les aseguraron el privilegio de la banca subiéndolos al tren.

Que los políticos no cambiaron y sólo siguen pensando en su propia conveniencia lo demuestra además un repaso de lo que no se votó en la sesión de Diputados sobre reforma electoral: el oficialismo pretendía (y no consiguió los apoyos para hacerlo) extender el concepto de la lista sábana a las elecciones primarias y limitar al ciudadano a votar por un solo frente electoral, y no combinar candidatos de diferentes alianzas. Peor aún, a último momento dirigentes oficialistas como Emilio Monzó y Nicolás Massot trataron de reinsertar casi de contrabando en el proyecto la idea de ampliar en 70 el número de diputados, que llegaría así a más de 320. Los radicales advirtieron la maniobra y la frenaron, pero el PRO piensa volver a la carga con la modificación, que le daría más peso a la provincia de Buenos Aires en la cámara baja y asestaría otro golpe al federalismo declamado.

El año pasado la gente votó por un cambio que le devolviera la República perdida: republicana, representativa y federal como manda la Constitución. Ese cambio está siendo traicionado, y los ciudadanos deberían tomar nota antes de que, otra vez, sea demasiado tarde.

–Santiago González

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