Pena de muerte

En una sociedad sin ley, sólo el azar nos coloca en el lugar de la víctima o del victimario

alambre
Como ya ha ocurrido, especialmente en el gran Buenos Aires, el ingreso en un período de campañas políticas coincide con un incremento de los delitos violentos. Y, como también ya ha ocurrido, el aumento de la violencia criminal reaviva el eterno, estéril debate sobre la mano blanda, la mano dura y la pena de muerte.

El debate es estéril porque las sentencias a muerte ya han sido dictadas, y se siguen dictando cada día. En el gran Buenos Aires hay 400.000 jóvenes que no trabajan ni estudian. En el siglo XXI, y particularmente en este momento de reformulación de las economías occidentales, eso equivale a una condena a muerte literal, no es una figura del lenguaje.

Muchos de esos centenares de miles de jóvenes no son tontos, y saben o intuyen que están condenados. Y han optado, o seguramente lo harán, por apurarse a vivir el tiempo que les queda hasta el cumplimiento de la condena. El aliento de quienes se les crucen en el camino valdrá menos que una sombra: así, el número de los sentenciados se multiplica.

Las noticias no pueden ser peores: este año la matriculación en las escuelas y colegios del gran Buenos Aires ha disminuído. La oferta y la demanda de drogas muestran incrementos sin precedentes, según una denuncia suscripta por decenas de jueces. El trámite de las condenas a muerte se acelera.

Los jóvenes han dejado de ir a la escuela porque la escuela ya dejó de ser el primer paso hacia el desarrollo pleno de la vida, la puerta que la comunidad nos abría para darnos las herramientas y acompañarnos en el camino de desafíos, de éxitos y fracasos que teníamos por delante.

Los jóvenes, nuestros jóvenes, reciben toda su educación de la televisión. La televisión les dice a las niñas que el éxito es exhibirse semidesnudas a la bulliciosa admiración masculina; a los muchachos les dice que el éxito es tener ya un auto llamativo, ropas de marca y llevar una vida de fiesta permanente, rodeados de las niñas exhibicionistas ya mencionadas.

La televisión no les dice, por supuesto, cómo se llega a esa vida exitosa. Algunos de ellos miran a su alrededor, hacen sus cálculos, y rápidamente encuentran el camino: la prostitución, pariente pobre del exhibicionismo, y el delito, la vía rápida hacia la posesión de bienes. Si alguna duda o temor inhibe a esos jóvenes, las drogas resuelven mágicamente el problema.

En este contexto, los debates ideológicos sobre el endurecimiento de las penas, hasta incluir la pena de muerte, reflejan un desprecio profundo respecto de estos jóvenes condenados, lo mismo que la defensa ideológica de los derechos humanos. Mera retórica de campaña, artículos de comercialización política.

El problema es antes que nada un problema de gobierno. Gobernar es prever, adelantarse a las cuestiones, y tener soluciones prontas para el momento en que aparezcan. La situación de los jóvenes del gran Buenos Aires es uno de esas cuestiones a las que hay que encarar antes de que estallen. Y no es una cuestión oculta o de difícil percepción: está claramente a la vista.

Pero también es un problema de la sociedad en su conjunto que de manera esquizofrénica por un lado pone el grito en el cielo por los problemas de inseguridad, y por otro refuerza con sus comportamientos los mecanismos de exclusión que empujan a esos jóvenes condenados hacia una tierra de nadie, donde ni siquiera la policía entra.

Refuerza la exclusión quien se muda a un barrio cerrado; refuerza la exclusión quien hace sus compras en un centro comercial; refuerza la exclusión quien abandona la escuela pública; refuerza la exclusión quien se desentiende del hospital público; refuerza la exclusión quien pone leyendas en inglés en las vidrieras de su negocio.

Para no hablar de los responsables de los medios de comunicación que lucran enviando mensajes equívocos a la sociedad, lucran con la crónica roja de los comportamientos estimulados por esos mensajes, y siguen lucrando con la difusión de los debates sobre la manera de encarar esos problemas.

En toda sociedad existe un grado de criminalidad, por la sencilla razón de que el mal existe en el mundo, aunque les pese a los devotos de Rousseau. Según todas las estadísticas, esa criminalidad se acrecienta en forma directamente proporcional a la despareja distribución del ingreso y al fenómeno paralelo de la exclusión.

La sociedad no parece entender que cuantas más rejas levante, más claro resultará su gesto de rechazo a quienes no tienen la culpa de haber quedado al margen y buscan desesperadamente alguna puerta de entrada que les permita encontrar o recuperar la sensación de ser aceptados y reconocidos como parte de ella.

Si se quiere reducir el auge del delito, en principio hay que capturar a los que delinquen y encerrarlos en la cárcel. Pero también hay que actuar sobre las condiciones que favorecen el recurso al delito como opción de vida, y hacerlo antes de que esa opción sea adoptada por nuevas generaciones de delincuentes.

La trágica experiencia cotidiana demuestra que el negocio de la inseguridad no resuelve el problema. Ni los custodios, ni las rejas, ni las alarmas, ni los barrios cerrados, ni los vidrios polarizados son capaces de proteger la vida de nadie. La solución, cuando aparezca, no tendrá forma de cerco, sino de abrazo.

Lo que en otro tiempo permitió a la sociedad argentina elevarse muy por encima de sus similares del continente fue su carácter inclusivo, simbolizado en el guardapolvo blanco de los seis años, y el uniforme de conscripto de los 20. Era una sociedad con instituciones, que a la vez contenían y representaban a sus miembros.

Ahora estamos sumergidos en la sociedad de la anomia, donde sólo se puede matar o morir. La pena de muerte pende tanto sobre nosotros como sobre esos 400.000 jóvenes que no trabajan ni estudian. Ya no nos une una misma patria donde desarrollar nuestras vidas, sino un mismo destino donde sólo el azar nos pondrá en el lugar de la víctima o del victimario.

–Santiago González

Califique este artículo

Calificaciones: 1; promedio: 5.

Sea el primero en hacerlo.

2 opiniones en “Pena de muerte”

  1. Me corre frío al leer estas palabras, especialmente porque reflejan lo que se ve a diario, no sólo a través de la TV sino -para dar un ejemplo cercano- en plena Ciudad de Buenos Aires, en el Barrio de Constitución donde para colmo está ubicado uno de los canales de aire con más rating, que sin embargo parece no ver lo que pasa a sus propias espaldas…

    1. Absolutamente cierto lo que usted dice. Y en más de un sentido. He visto empresas más modestas que toman a su cargo el cuidado de una plaza, o un lugar público cercano. Los alrededores de Canal 13 son lamentables, especialmente la calle Cochabamba, y sería bueno saber cuánto paga por los terrenos que ocupa debajo de la autopista. Cuidar el barrio es una manera de incluir a los que viven en él. Gracias por su comentario.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *