La Tupac y La Salada

El gobierno acudió con insólita rapidez para destruir dos emprendimientos surgidos de la iniciativa individual

En caso de crisis, de verdadera emergencia, los argentinos más humildes no le van a llorar al Estado: se las arreglan como pueden, y lo hacen bastante bien. Es el establishment mafioso el que acude enseguida con dádivas y ayudas no solicitadas, para ablandarles la voluntad tonificada en la comprobación de su propia autosuficiencia, y devolverlos al lugar de la sumisión y la dependencia del que por un momento lograron escapar. Y para humillarlos después acusándolos de querer vivir de las arcas del Estado, de negarse a trabajar, y de dejarse arrear por los punteros que el mismo establishment controla. Esto lo vimos tras la hecatombe del 2001/2002, desatada por la mafia económico-político-sindical y mediática que se adueñó del país: la clase media organizó clubes de trueque para intercambiar servicios por comida, y la clase más baja salió a revolver la basura para recoger lo que hubiese de valor, y a veces algo de comida también. Al comentar los sucesos de esos días, dijo la oyente de una radio: “Al final, en este país los únicos verdaderamente liberales son los cartoneros”, y nunca escuché una descripción política de la Argentina más concisa y acertada que ésa. La clase media, duramente golpeada por el saqueo de sus ahorros y por la destrucción de empleo, mal que mal fue recuperando al menos una apariencia de normalidad (digo apariencia porque desde la crisis nadie pudo comprarse una vivienda, por ejemplo); los que no se recuperaron fueron los sectores más bajos. A pesar de que los salarios cayeron a un tercio de su valor, nunca volvió a haber trabajo, y cuando lo hubo fue en negro o precario. Sólo les quedó entonces aferrarse a planes y subsidios que florecieron con el gobierno electo en el 2003, obedecer a los punteros, o jugarse a todo o nada en el mundo del delito.

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Pese a todo, hubo algunos que trataron de organizarse con la intención de buscar un camino alternativo. Quiero centrarme en dos de esos intentos: la organización Tupac Amaru conducida por Milagro Sala en Jujuy y la feria de indumentaria conocida como La Salada, a cuyo frente estaba Jorge Castillo. De Milagro Sala ya me ocupé en una nota varios años atrás, y más recientemente en un Informe sobre grietas, de modo que me remito a esos textos, pero no sin recordar que su organización es anterior al kirchnerismo: nació como un merendero para asistir a chicos desvalidos, apoyado en sus comienzos por la central sindical CTA. El kirchnerismo llegó después con su dinero, menos con la intención de asistir a Sala (el gobierno provincial jujeño le era ciegamente adicto) que con la de lograr una nueva ruta para obtener retornos. Respecto de La Salada, comparto la descripción que hizo el economista Martin Tetaz: “La Salada es un conjunto de gente que le paga al Estado para que no se meta, le paga por debajo de la mesa para que se corra”, y remito al lector a un artículo de otro economista, Alfonso Prat Gay, publicado en Clarín en el 2009, que describe su valor social y económico más adecuadamente que lo que yo podría hacerlo.

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La Tupac Amaru y La Salada son dos emprendimientos absolutamente distintos entre sí, y lo único que los emparenta es que surgieron espontáneamente, desde el corazón mismo de la población más desvalida, animados por personas que trataban de resolver por su cuenta sus propios problemas. El kirchnerismo los alentó sólo porque eran una fuente de caja, en el caso de la Tupac por vía de los retornos, en el caso de La Salada por vía de las coimas y peajes que la política le cobraba a sus organizadores por dejarlos en paz. El gobierno de Mauricio Macri, tan gradual en sus decisiones, demostró una extraña rapidez para liquidar ambos procesos. Sus organizadores están presos con argumentos varios, mientras los barrios, las escuelas, las fábricas y los consultorios médicos que instaló la Tupac permanecen paralizados o con destino incierto, y el mercado de La Salada, según la crónica periodística, anda a la deriva y sin timón, atemorizados tanto los vendedores como los compradores. En lugar de reconocer y valorar la iniciativa y capacidad organizativa de sus líderes, y la tenacidad y laboriosidad de sus integrantes, y ayudarlos encauzarse por el camino de la legalidad e incorporarlos a la vida normal de la Nación, el gobierno los estigmatizó como delincuentes y puso rara energía en destruir el fruto de su trabajo. Comportamiento que no se condice con su disposición a dilapidar millones, incluso moviendo el trazado de una autopista, para lograr la “inclusión” de una villa miseria enclavada en el distrito elegante de la capital federal. Se diría el Estado (o la mafia que se apoderó de él desde hace décadas, que es lo mismo) se inclina a destruir todo atisbo de libertad, independencia e individualidad, a liquidar sin más trámite lo que no puede asimilar, fagocitar, disolver en la voracidad de sus entrañas. Jamás podría haberlo hecho con la Tupac porque exhibe una amalgama cultural e identitaria como la que el Estado es incapaz de proveer al conjunto de la Nación. Jamás podría haberlo hecho con La Salada, porque es su misma antítesis, la demostración viva de su propia ineficiencia y la denuncia palpable de su intromisión entorpecedora. Jamás habría podido reducir a quienes aprendieron a valerse por sus propios medios. Tal vez sea su ejemplaridad lo que molesta. Jamás habría podido hacer con ellos lo que hace en la villa 31, donde parece haber encontrado socios adecuados para sus ambiciosos negocios inmobiliarios, ni lo que ha hecho con muchos cartoneros, especialmente mujeres, que resignaron independencia a cambio de inclusión, en “cooperativas de recicladores” detrás de las cuales se mueve otro gran negocio.

–Santiago González

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