¡Discriminación!

La sociedad argentina no discrimina: centenares de miles de inmigrantes de América en ella viven, trabajan, se educan y se curan.

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Los diarios La Nación y Clarín se han empeñado coincidentemente esta semana en persuadir a la flagelada sociedad argentina de que a sus muchos pecados debe sumar ahora el de la discriminación, una pretensión difícil de demostrar en la práctica y que razones de salud pública exigen refutar de la manera más enfática.

La sociedad argentina en su vasta mayoría no discrimina, y esto probablemente ni siquiera sea una virtud sino parte de una manera de ser elaborada en común y sin saberlo por gentes de los cuatro rincones de la tierra que a la tremenda velocidad de unas pocas décadas aprendieron aquí a convivir, a respetarse, y a no aislarse en guetos.

Justamente esa “manera de ser”, ese impalpable que extrañan a muerte los expatriados y que buscan desesperadamente en la Internet, es nuestro ADN, lo que identifica a un argentino y lo hace reconocible por otro. No el color de la piel, ni la religión, ni cualquiera de esas señales que sí son fuente de discriminación en otras latitudes.

Decir esto no significa decir que no haya aquí casos aislados de discriminación. Los hay como hay casos de asesinato, de violación, de incesto, de tortura y de otras aberraciones propias de la condición humana. En este catálogo de conductas reprobables la discriminación ocupa entre nosotros los últimos lugares, y no es un problema social.

La Nación dedicó un editorial a hablar de “La verdadera discriminación” en el que cita episodios relacionados con funcionarios bolivianos, incluído el presidente Evo Morales, que más parecen casos de confusión generados por el cambio de indumentaria impuesto en su gobierno por el propio Morales. También habla de “violentas demostraciones antisemitas”.

Sorprende esta preocupación de La Nación por la discriminación, cuando el diario ha sido el principal cantor de gesta (y ha hecho pingües negocios publicitarios con ese mester) de los dos principales monumentos urbanísticos y arquitectónicos a la discriminación: los barrios cerrados y los centros comerciales.

Aquí sólo se puede hablar de discriminación por ignorancia, ideología, o mala fe.

Clarín, por su parte, en un editorial titulado “Cuando aflora la discriminación”, cita a una joven mexicana que estudia en nuestro país y se “lamenta amargamente” de episodios sufridos cuando el brote de gripe porcina, que probablemente no hayan sido más que reacciones de prudencia excesiva. Pero al diario le alcanzan para acusar a la sociedad de discriminación contra… ¡los “latinos”!

Venezuela tuvo alguna vez un Ministerio de la Inteligencia, lo que dio pie a la difundida broma que dice que los países subdesarrollados cuando carecen de algo como salud, educación, justicia (o inteligencia), crean un organismo estatal. Nosotros creamos el Instituto Nacional contra la Discriminación (INADI), cuyos jefes deben hacer prodigios para justificar el sueldo.

En la Argentina difícilmente se puede denunciar discriminación como no sea por ignorancia (no haber vivido en una sociedad que discrimina), por ideología (la discriminación es uno de los platos más económicos del menú progresista y políticamente correcto), por mala fe (con la intención de autodiscriminarse), o por todas esas cosas juntas.

Empecemos por la ignorancia. Sería bueno que algunos de esos editorialistas de escritorio se den una vuelta por Texas, donde unos muchachos blancos pueden encadenar a un negro al paragolpes de su camioneta y arrastrarlo hasta causarle la muerte sin sentir la menor culpa ni remordimiento.

O, desplazándose un poquito hacia el noreste, hagan un viaje a hora temprana en el subterráneo de Atlanta, cuyos vagones se van ocupando paulatinamente según líneas racialmente discriminadas: los negros se sientan con los negros, y los blancos con los blancos, hasta que ya no queda otra alternativa que cruzar la barrera de la piel o viajar parado.

O, si tienen problemas con el idioma, que viajen simplemente a España, donde los casos de discriminación contra sudamericanos (para no hablar de los africanos) son tantos que ni vale la pena mencionarlos, y donde las atenciones especiales comienzan con los funcionarios de inmigración en el aeropuerto de Barajas.

Junto a los Estados Unidos, la Argentina es el único receptor neto de inmigración de América.

O que vayan acá nomás, a Santa Cruz de la Sierra, y vean de qué manera los bolivianos blancos del oriente del país se refieren a los campesinos indígenas, sus propios compatriotas, esos que ahora respaldan con lealtad sin condiciones al presidente Morales. Y comprueben cómo los tratan, o los maltratan. O los matan.

Pero tal vez los editorialistas del caso padecen problemas ideológicos: se sienten obligados a promover el credo progresista, quieren sacar chapa de políticamente correctos, y ¿qué manera más simple, sencilla y segura de hacerlo que acusar a la sociedad en su conjunto de una desviación tan difícil de probar como de refutar por la parte acusada?

Este abono ideológico es el que mantiene con vida el INADI, creado en tiempos de Carlos Menem a modo de “escudo ético”, como son las Madres de Plaza de Mayo para los Kirchner, según dice Tomás Abraham. Y es también el que alimenta al editorialista de Clarín, que tiene que recurrir a una palabra como “latino”, importada y discriminadora en su origen,  para construir su alegato.

También existe la mala fe en las denuncias sobre discriminación. Mala fe como la de los operadores mexicanos que armaron en Buenos Aires noticias sobre discriminación para consumo de sus compatriotas en México, o mala fe como la de los activistas sionistas que deliberadamente procuran confundir su ideología con el estado de Israel y con la religión judía.

Lo que el diario La Nación, con pertinaz mala fe, describió en sus informaciones y en su editorial como “violentas demostraciones antisemitas”, otro diario, Crítica, reflejó sin saña como “manifestaciones antisionistas”, vale decir dirigidas, con razón o sin ella, contra una política y contra la ideología que la sostiene, y no contra el estado de Israel en sí ni contra el credo judío.

Los mexicanos que mencionamos, como los sionistas, necesitan de la discriminación para cerrar sus propias filas. Los primeros, para alimentar a los voraces dioses del nacionalismo mexicano; los segundos, para neutralizar la amenaza que permanentemente les plantea una sociedad abierta como la argentina: la asimilación, la disgregación.

Junto a los Estados Unidos, la Argentina es el único receptor neto de inmigración de América. Al igual que los Estados Unidos, recibe gentes de todas partes del mundo, pero ahora especialmente del resto de los países del continente. A diferencia de los Estados Unidos, los inmigrantes no necesitan sortear muros ni alambrados: piden pasar, e ingresan. Tampoco se recluyen en guetos: con el tiempo se integran.

La sociedad argentina acogió a todas esas masas de población que las crisis económicas expulsaron de sus países: uruguayos primero, bolivianos más tarde, paraguayos, peruanos. El sindicato de la construcción publicó hace años unos afiches contra la contratación masiva de inmigrantes en el sector, pero la repulsa social fue tan grande que no volvió sobre el tema.

La falta de una política inmigratoria en la Argentina hizo -y sigue haciendo- de la llegada de esas personas un proceso duro y difícil. Muchos fueron a parar a las villas miseria, y aunque no son pocas las voces que se han alzado contra la proliferación de esos barrios de emergencia, ninguna se refirió de manera específica a la nacionalidad de quienes allí viven.

Desde hace casi un siglo, muchos jóvenes sudamericanos vienen a estudiar a la Argentina.

Estos nuevos inmigrantes, que llegan por centenares de miles y no todos residen legalmente, aumentan la presión sobre los ya saturados servicios sociales del país, como salud y educación, pero nadie ha puesto reparos ni frenos ni discriminación de tipo alguno contra ellos. (Lo mismo ocurre con los hospitales cercanos a la frontera, particularmente en la Patagonia).

Desde hace ya casi un siglo, muchos jóvenes de distintos países de la región, como la señorita mexicana del amargo lamento, vienen a estudiar a la Argentina atraídos principalmente por dos cosas: la rica variedad de la oferta educativa que aquí encuentran, y la seguridad con la que pueden moverse por nuestras ciudades, seguridad que no encuentran en sus propios países.

No pocos de esos jóvenes estudian gratuitamente en las universidades públicas, sostenidas con los impuestos que pagan todos los argentinos, incluso aquellos que no pueden mandar sus hijos a la universidad. Ni éste ejemplo, ni los que citamos antes, parecen justificar las acusaciones de discriminación que indiscriminadamente La Nación y Clarín lanzan sobre la sociedad.

¿Por qué entonces esos editoriales, que agravian, desmoralizan, y socavan nuestra maltrecha identidad? El de Clarín parece dictado simplemente por la estupidez. El de La Nación es más complejo. Apunta directamente contra María Lubertino, la jefa del INADI. Lubertino no ha dejado tontería por hacer para dar contenido a su cargo, pero se ha resistido a identificar las protestas contra la política de Israel en medio oriente con el antisemitismo.

–Santiago González

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