La gran lotería electoral

La multiplicidad de listas para elegir concejales en el gran Buenos Aires convierte la votación en una lotería. Tal vez sea el momento de acudir directamente al bolillero para cubrir esos cargos.

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En el partido de San Isidro hay inscriptas 21 listas diferentes de candidatos a concejales. “San Isidro es distinto”, dice la pretenciosa consigna publicitaria del municipio de la familia Posse. Grueso error. Lo acompañan en esta algarabía electoral San Martín, con 23 listas, y José C. Paz, Lomas de Zamora y Merlo con 20 listas cada uno. Otros distritos tienen menos, pero no mucho menos.

¿Debemos deducir de esto que en las polis del conurbano el debate de ideas se ha vuelto tan complejo y sofisticado que los aspirantes a ediles de esas abigarradas intendencias han logrado distinguir al menos 20 maneras diferentes, políticamente contrarias, ideológicamente irreductibles, y prácticamente inconciliables de tapar un bache?

Esta nota apunta a desentrañar esta intrigante cuestión. Pudo haber tenido cualquiera de estos títulos: “Lo que hay debajo de la sábana”, “Por la colectora se llega más rápido”, o “De los punteros a los niños cantores”. Cuando haya terminado de leerla, usted puede optar por el que le parezca más conveniente. Empecemos por los baches.

Cualquier problema municipal es asimilable al del bache, de modo que no es un reduccionismo tomarlo como ejemplo de los asuntos que suelen ocupar a una intendencia. Y todos sabemos por experiencia que sólo hay dos maneras de tapar un bache, bien o mal. Pero como nadie en su sano juicio propondría a sus votantes tapar mal los baches, sólo queda una.

Admitamos que pueden plantearse cuestiones de prioridades: con un presupuesto limitado, ¿tapamos primero los baches o reemplazamos las luminarias? ¿Reparamos las veredas de la zona céntrica o las hacemos en barrios donde nunca las hubo? Bueno, es cierto, sobre esto puede haber dos opiniones, o tres si se quiere. Pero no veinte.

El fenómeno pareciera tener su lado positivo: en el gran Buenos Aires se acabó el “no te metás”. Un desusado interés por la política, a contrapelo de lo que la sociedad evidencia en todo su comportamiento, hace que sean muchos los que quieran “meterse”. Pero la multiplicidad de la oferta, lejos de ser un signo de salud, es prueba de la enfermedad.

La multiplicidad de la oferta, lejos de ser un signo de salud, es prueba de la enfermedad.

En primer lugar, porque la existencia misma de veinte opciones para encarar un asunto simple como el del bache indica que quienes encarnan esas opciones no han podido, no han sabido o no han querido hacer política antes de la elección para consolidar sus propuestas en torno de las dos o tres formas posibles de tapar el bendito bache.

Si ya antes de presentarse al electorado fueron incapaces de exhibir las mínimas condiciones para la actividad política, que supone debate, negociación y concertación para llevar las ideas a la práctica y resolver los problemas que afectan a los representados, ¿cómo podemos esperar que lo hagan cuando estén en sus bancas?

La multiplicidad de la oferta es también prueba de enfermedad porque, por las mismas razones que estamos apuntando, resulta imposible que los titulares de esas veinte listas puedan diferenciar claramente sus propuestas ante el electorado, y entonces las campañas girarán en torno de nociones abstractas y alineamientos ideológicos, pero no de los baches.

Si no pueden demostrar las capacidades elementales que se necesitan para hacer política, si no están en condiciones de formular claramente propuestas específicas para los cargos a los que aspiran, ¿por qué hay 25.000 personas en la provincia de Buenos Aires ansiosas por hacerse con alguno de los 2.500 puestos en disputa, un promedio de 10 aspirantes por cargo?

La multiplicidad de la oferta es la expresión de un desorden, y ese desorden es posible por el quiebre de los partidos políticos, el ámbito natural para discernir proyectos, formular propuestas y decantar liderazgos. Estamos hablando de partidos que cumplen con su función, no de siglas ni de banderas, marchas ni escuditos, por mucha tradición que tengan.

La política permite acceder al poder, y el poder permite acceder al dinero.

La política sin partidos, como la que tenemos ahora, no es más que una aventura, una vía rápida hacia el enriquecimiento, hacia las oportunidades de negocios, hacia el ascenso social. La política permite acceder al poder, y el poder -en un país donde todo pasa por el estado- permite acceder al dinero, incluso sin hacer nada ilegal.

Un periodista amigo fue designado hace unos años como interventor en uno de los medios de prensa que maneja el estado. Charlábamos días después de su nombramiento, y me expresó su sorpresa ante la cantidad de oportunidades de hacer dinero extra que le abría el cargo que ocupaba, y esto sin necesidad de violar ninguno de los diez mandamientos.

“El otro día me vinieron a ver de la empresa X”, me contó como ejemplo. “Me ofrecieron 5.000 dólares para que les consiguiera una entrevista con el secretario de comercio”. Como mi amigo cubría el área de economía conocía a las dos partes, y sólo tenía que levantar el teléfono, sin violar ninguna norma ni dejar rastros, para ensanchar su patrimonio.

Para muchos, poner el nombre en una boleta es como comprar un billete de lotería. Si el número resulta elegido, zafaste. ¿De qué zafaste? Del destino que le espera a los ciudadanos comunes: trabajar de sol a sol, y ver cómo su calidad de vida se deteriora dia a dia y el fruto de su trabajo va a parar por misteriosos caminos a los bolsillos de los que zafaron.

El desguace de los partidos abrió el camino para las aventuras políticas.

El desguace de los partidos políticos, con la consiguiente falta de militancia, participación y elecciones internas, abrió insospechadas avenidas para las aventuras políticas, tales como las llamadas listas colectoras, que son como franquicias que otorgan las grandes marcas políticas nacionales y provinciales para uso en los distritos inferiores.

Ahora sólo se trata de que varias personas se junten detrás de un “puntero”, pongan algunos pesos, elijan un nombre bonito, y negocien con alguna de las franquicias en oferta. Harán algún despliegue de propaganda local, pero en general apuestan a que el nombre del franquiciante arrastre al votante desprevenido que toma cualquier boleta con su marca favorita.

Estas nóminas de aventureros, para desgracia de los ciudadanos, compiten en superioridad de condiciones con aquellos que, preocupados por la suerte de sus municipios, tratan de armar una agrupación vecinal, imaginar propuestas, hacer propaganda y conseguir los votos con la dinámica propia de un partido.

El día de la elección en el gran Buenos Aires se mezcla todo. Sobre la mesa estarán las listas de los aventureros y las de los políticos vocacionales; las listas colectoras, las listas espejo, las listas testimoniales; las listas de concejales, las listas de legisladores provinciales, y las listas de legisladores nacionales. En San Martín habrá 57 opciones en total; en San Isidro, 56.

Para ejercer un voto responsable, el ciudadano bonaerense tendrá que examinar cuidadosamente esa multiplicidad de boletas, asegurarse de encontrar las que busca para cada instancia, cortar el fragmento indicado, si así lo necesita, ensobrar todo, y colocarlo en la urna. Esto probablemente lo hagan algunos votantes, pero no todos.

En el nivel municipal, en consecuencia y para contento de varios, el resultado se parecerá bastante a un juego de azar, a una gran lotería electoral. La multiplicidad absurda de oferta confunde al elector, prolonga su estadía en el cuarto oscuro y extiende el tiempo de votación en mesas saturadas, y complica finalmente el recuento.

Si la política ha quedado reducida a una especie de tómbola con grandes premios para los ganadores, vaciada de ideas, de propuestas y de debate por el desmoronamiento de los partidos políticos, tal vez sea hora de encarar la situación como se presenta, prescindir de los partidos y buscar otras opciones. Incluso con ayuda del bolillero.

Los concejos pueden ser integrados por sorteo, como en los juicios por jurado.

Y para domar a los hambrientos cocodrilos de la política aventurera, nada mejor que requerir el auxilio de un australiano, el filósofo John Burnheim, quien ha propuesto, siguiendo el modelo de la democracia ateniense, un sistema político basado en una representación elegida al azar. Los ciudadanos serían designados por sorteo para cumplir con esa responsabilidad civil.

Burnheim ideó su sistema a partir del que se sigue para convocar a los ciudadanos en los países donde existe el juicio por jurados, solo que aquí se trata de integrar cuerpos deliberativos que él llama “conferencias de consenso”. La Constitución argentina también prevé el juicio por jurados, de modo que tendríamos cierta base doctrinaria para sostener este sistema, bautizado demarquía por su creador.

Según Burnheim, su propuesta apunta a resolver las situaciones planteadas en aquellas democracias donde la actividad política va degenerando paulatinamente en un sector de políticos profesionales, que muchas veces actúan en nombre o son sobornados por grupos de intereses, y una ciudadanía crecientemente apática y falta de compromiso.

Si pensamos que nuestra Constitución confía en el buen juicio del ciudadano para decidir sobre la inocencia o culpabilidad de un acusado, igualmente podemos apelar a ese buen juicio para que un concejo deliberante elegido por sorteo resuelva si los dineros públicos se destinarán a cubrir los dichosos baches o a renovar las luminarias.

Sólo pensar que sería posible reemplazar a los punteros, los barones y los caciques del conurbano por un par de niños cantores libera una torrentosa ráfaga de aire fresco. Y nada mejor que el ámbito del municipio para ensayar un cambio capaz de devolverle al vecino común y corriente voz y voto en el manejo de los asuntos de su barrio.

–Santiago González

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