“Una semana solos”

En su largometraje, Celina Murga parte del barrio cerrado para explorar un segmento fácilmente identificable de la sociedad argentina

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Entre las dos o tres excelentes películas argentinas estrenadas en el 2009, “Una semana solos” se revela como una de las más audaces y rigurosas exploraciones de un segmento significativo de la sociedad local ofrecidas últimamente por cualquier medio de expresión, incluídos la ficción y el ensayo.

El filme de la directora Celina Murga narra la historia de un grupo de chicos de entre siete y 14 años que viven en un barrio cerrado y deben permanecer durante una semana bajo el único cuidado de la empleada, Esther, y la tutela informal de la hermana mayor, María. Los chicos son primos o hermanos entre sí, y a ellos se suman ocasionalmente otros del vecindario.

La historia se construye significativamente a partir de una ausencia primordial, la ausencia de los padres, y fluye sin esfuerzo develando otras ausencias consecuentes, que se vuelven cada vez más abrumadoras a medida que pasan los días, y generan el estallido que deja un pozo de culpa, angustia y perplejidad.

La ausencia de los padres es una ausencia física y afectiva, pero se los advierte firmemente presentes en términos de patrones de comportamiento. Los chicos devuelven como un espejo el mundo de los mayores, y reproducen su ubicación en ese mundo, que aparece nítidamente recortado en un adentro y un afuera, y estratificado en el adentro.

Se mueven con asombrosa seguridad y soltura dentro de esos parámetros, y distinguen sin titubeos entre ellos y sus sirvientes (empleados domésticos, guardias de seguridad), y entre los de adentro y los de afuera. Conocen muy bien las normas, y así como las transgreden cuando les conviene, se apresuran a recordárselas a los “otros”, a los que no son (como) ellos.

Contrasta con la ausencia de los padres la abrumadora presencia de objetos. Los chicos tienen a mano todas las cosas imaginables, en las que pueden hallar instrumento para su menor capricho. Todos andan en algún momento con un control remoto en la mano, y todos saben manejarse perfectamente con los más complicados chirimbolos electrónicos.

Para cada problema hay una solución a mano (“Existe el Off, ¿sabés?”), y las cosas se nombran preferentemente por sus marcas comerciales. Durante toda la película se oye como trasfondo la dicción extranjera de la televisión por cable, a la que de todos modos sólo le prestan atención ocasional.

El mundo en que se mueven los chicos es absolutamente artificial, desde la “naturaleza” que rodea sus casas hasta los alimentos que consumen, todos procesados. Sólo se ven en la película una montaña de papas perfectamente manicuradas y una manzana que parece de cera, recogida indiferentemente de un frutero.

En ese ambiente clausurado y agobiante, la naturaleza humana clama por sus fueros. Los chicos son chicos, necesitan del mundo para crecer, y no lo encuentran. En el tedio del encierro, el desasosiego es creciente. Los varones lo acallan repitiendo el discurso de sus padres sobre la conveniencia de vivir en un barrio cerrado.

Las mujeres, María y Sofía, no se conforman. Aquí la directora ha hecho su primera elección.

A María las cosas se le complican porque su ingreso a la adolescencia es inminente, y entonces descarga ese cúmulo de inquietudes liderando la transgresión. Capitanea invasiones a las casas del barrio cuyos dueños están ausentes, pero la aventura resulta en nuevas frustraciones porque esas casas reflejan mundos idénticos al de ellos mismos.

Desde sus once años, Sofía en cambio imagina un destino propio: quiere tomar la primera comunión (algo que sus padres le negaron porque “no creen mucho en Dios”), gesticula frente al espejo, se relaciona con los “otros” con interés y dispuesta a aprender de ellos, es la única que hace algo (canta una canción en perfecto italiano). Le disgusta meterse en casas ajenas.

Murga parece registrar la cotidianeidad de esos chicos con la distancia de un documentalista, moviéndose entre ellos sin molestar, dejándolos actuar e interactuar libremente. Pero esta directora no es documentalista sino creadora de ficciones, y todo lo que se ve en la pantalla ha sido preparado con el esmero del artista que disimula su arte en beneficio de la obra.

Por eso no hay detalle insignificante ni librado al azar: la película posee una sutileza y una coherencia notables, y el largo, agobiante, tedio inicial preanuncia el escandaloso estallido de las tensiones acumuladas. Escandaloso para sus mismos protagonistas, que quedan perplejos ante sus propios actos.

Para esta película, la directora logró reunir uno de los mejores elencos infantiles que haya mostrado el cine argentino, y es el trabajo impecable de estos improvisados actores uno de los factores que da al filme una verosimilitud inapelable. La cámara conducida por Murga no juzga, no propone, no alecciona: muestra.

Se ha asociado este filme a otras producciones que encararon la problemática de los barrios cerrados. Pero “Una semana solos” es tan rica en significados que fácilmente trasciende la incorporación a esa liga. El barrio cerrado le ofrece a la autora un ambiente digamos de laboratorio para explorar toda una franja fácilmente reconocible de la sociedad argentina, y proyectarse hacia la naturaleza humana en un sentido amplio.

La visión que transmite es amarga y dolorosa, sin duda, pero con la esperanza puesta en la potente voluntad de ser de ciertas individualidades, que buscan su libertad sea a través de descontrolados arranques destructivos, sea por vía de la imaginación, la creatividad, la disposición.

Y aquí la directora vuelve a elegir. No por nada Sofía lleva ese nombre, no por nada ilustra el cartel de la película.

–Santiago González

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