Turca, sacate la burka

El otro día comenté, medio en serio, medio en broma, que en la Argentina la cuestión de la burka la habríamos liquidado rápidamente con una cumbia o un cuarteto. Pensaba en algo común y corriente, algo como Turca, / hacelo con prisa, / sacate la burka, / mostrá tu sonrisa. // Nena, / quitate ese velo: / la vida está buena, / la tierra es el cielo, posiblemente con música al estilo de Los Palmeras, y un estribillo que repitiera: A la… a la… ¡a la una! / a la… a la… ¡a las dos…! etc.1 Seguí la broma insistiendo en que evidentemente en Europa no sabían convivir. Pasado el momento chistoso me quedé pensando en el asunto, y me di cuenta de que tenía más miga de la que parecía. El humor, el humor ácido pero no malintencionado, el humor que critica pero también comprende, el humor que pone en evidencia las flaquezas y las imposturas pero no destruye ni desvaloriza, el humor piadoso, es el lubricante principal de las relaciones humanas, el solvente de tensiones y malos entendidos. El enfrentamiento, el encono, el resentimiento, la venganza, son posibles entre quienes se toman demasiado en serio, se trate de sus personas o de sus creencias o de sus ideas. El humor fue la fórmula secreta que nos permitió a los argentinos la experiencia única en el mundo de amasar una sociedad aluvional, compuesta de innumerables nacionalidades, credos, razas, colores y texturas, pero integrada, sin discriminaciones, ni guetos, ni apartheids ni segregaciones. Y eso lo hicimos, repito, principalmente gracias una clase de humor que supongo debemos agradecerle a los italianos, que lo traen desde los etruscos a través de toda su cultura, de Plauto a Fellini. Ese proceso de reconocimiento recíproco entre todos los recién llegados y los que ya estaban, ese ejercicio apasionante de comprensión y tolerancia, esa forja de una identidad común entre los distintos a partir de la mirada humorísica generó dos formas culturales íntimamente ligadas y que le dieron expresión: el tango y el sainete. El tango lo conocemos bastante, el sainete no. El sainete era una pieza teatral que floreció a comienzos del siglo pasado, comparativamente breve, generalmente ambientada en un conventillo (la villa miseria de la época), de tono costumbrista y cómico: por ella desfilaban más o menos caricaturizados todos los tipos humanos que poblaban Buenos Aires, incluidos cafishos, yiros, y escruchantes, envueltos en sus conflictos cotidianos. Lo extraordinario del caso era la correspondencia entre los personajes que poblaban el escenario y los que llenaban la platea. Tanos y gallegos, turcos y rusos, fiolos y percantas, iban a reirse de sí mismos y de sus vecinos, a reconocerse y a reconocer al prójimo. Entre las formas de discriminación que me tocó conocer, ninguna más cruel que la invisibilización: nadie te ofende, nadie te grita, nadie te hace un mal gesto; pero nadie te ve, nadie se da cuenta de que estás ahí. Existís, pero no existís como persona excepto para tus pares; destino: el gueto. El sainete hacía visibles a todos, ponía en escena sus miserias y sus grandezas, sus manías y sus rarezas, les daba entidad. La masa de una nueva sociedad leudaba entre risas. El género alcanzó una popularidad increíble: la cartelera se renovaba continuamente, sus textos se publicaban en folletines semanales de los que circulaban dos series paralelas: Bambalinas y La Escena. Muchos tangos famosos se estrenaron como parte del juego escénico de un sainete, alguno de cuyos pasajes acompañaban musicalmente. Un experto en relaciones públicas solía ilustrar los retos de su oficio citando un verso de Robert Burns que más o menos decía: “¡Ah, si Dios me diera el poder de verme como los demás me ven!”. El humor nos dio a los porteños ese poder, con el que obramos el milagro de nuestra convivencia: pudimos ver exactamente cómo nos veían los demás. Fue el mismo tipo de humor con el que Niní Marshall compondría luego su galería de personajes, el mismo que permitiría a más de un pajuerano atolondrado por Buenos Aires identificarse con los personajes de Luis Sandrini y sentirse menos solo, menos abrumado. Pensando en estas cosas me di cuenta también de que hoy no podríamos repetirlas, que una cumbia de Los Palmeras no nos ayudaría a resolver el problema de la burka, si lo tuviéramos. Estamos infectados de corrección política, un virus que propagan justamente los que lucran con la discriminación, los que se benefician de ella cuando juegan el papel de discriminados. Si algo caracteriza a la corrección política es su seriedad solemne y acusadora, su falta de humor. Ningún programa cómico se atreve hoy a tomarle el pelo a un boliviano o a un paraguayo o a un chino o a un mapuche como el sainete lo hacía con tanos y gallegos, con turcos y criollos. Todos ellos son socialmente invisibles, están en gran número pero no están, no los reconocemos como parte de un nosotros. Haría falta un sainetero, o una Niní. Juana Molina intentó hace unos años ese tipo de humor y lo hizo con bastante calidad, pero no perseveró. Aparte de la corrección política, el público ya sólo se ríe con las guarangadas, las palabrotas, y las “cachadas”: basta con escuchar la radio o darse una vuelta por lo de Tinelli. Aun si un milagro nos trajera de vuelta a Catita o un productor convenciera a Juana y sus hermanas, no es seguro que el público vaya a responderles, pero de fijo tendrían problemas con el INADI, ese monumento a la estupidez. –S.G.

Notas relacionadas¡Discriminación!
  1. Para quienes leen este sitio desde fuera de la Argentina: en este país se les llama “turcos” a todos los que inmigraron desde el medio oriente y regiones aledañas, probablemente porque cuando empezaron a llegar lo hicieron desde el Imperio Otomano, o lo que quedaba de él. []

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