San Martín después de las batallas

Hay una etapa en la vida de un hombre cuando ésta lo llama a librar sus batallas, batallas para las que se ha venido preparando, batallas imprevistas, batallas que habrán de dibujar su perfil, batallas que marcarán su rastro en esta tierra. Entonces está rodeado de gente: amigos, enemigos, rivales, adulones, traidores, compañeros de ruta, leales, envidiosos. A esa etapa digamos expansiva suele seguirla otra en la que el hombre se retira del campo de batalla, se repliega, vuelve sobre sí, sea porque su brazo ya no tiene fuerzas para sostener la espada, sea porque las batallas que se le plantean ya no le interesan, sea porque está concentrado en una batalla íntima, consigo. Entonces se va quedando solo: quienes antes no le respetaban un momento de quietud, ni le concedían una pausa, van desapareciendo, siguiendo su camino, sus propios combates, esfumándose también de la memoria. El tiempo es la zaranda que ocasionalmente descubre entre la arena la dorada pepita de la amistad sin palabras.

La historia se ha ocupado con minuciosidad del San Martín de las batallas, de ese tramo épico de su vida que consagró a demoler el poderío de España en Sudamérica y que concluyó abrupta y misteriosamente en Guayaquil. Menos atención ha merecido el San Martín posterior, el que se niega a participar en las contiendas mezquinas, fraticidas, que le proponen en Buenos Aires, el que se aleja rumbo al exilio, rumiando vaya uno a saber qué desengaños, lidiando con sus propios recuerdos, su conciencia. El que se va quedando solo.

Hojeando libros viejos de mi biblioteca, encontré un soneto de Enrique Larreta que captura un instante de la vida del Libertador en la casona prestada de Grand Bourg, oportuno refugio contra la furia desatada por los comuneros de París. Los versos van atrapando en su tejido las angustias del anciano, las comprobaciones que con dolorosa perplejidad y sobrecogedora economía resume la singular palabra del remate.

Lo transcribo, incluyendo la pequeña glosa con que Larreta lo precedió en su libro:

«Otro recuerdo de Francia, alrededores de París, riberas del Sena, “Le Grand Bourg”. Yo imagino aquí a San Martín esperando la visita de don Alejandro Aguado (Marqués de las Marismas del Guadalquivir), en la casa de campo que aquel amigo, aquel español, acaba de ofrecerle como refugio. Acompaña al gran soldado, como de costumbre, su hija Mercedes, la cual se retira un momento, para reaparecer poco después, así que la visita se despide.

¡Señor, señor de Aguado!

Mustio paisaje. Bruma crepuscular del Sena.
La casa entre los árboles como un sueño velado.
Mira caer las hojas en el jardín mojado
el triste forastero. Con su frente morena

busca el hielo del vidrio. Confortada, serena,
por fin, el alma dice: “Señor, señor de Aguado,
muy a tiempo llegásteis. Señor, me habéis salvado
de morir como un can sin ventura.” Ya suena

la campana de borla colorada. Concurre
puntual el buen Marqués. Un faldellín se escurre.
Y cuando la visita se va, la compañera,

la idolatrada voz estremece la entraña
del anciano. Pregúntale: “¿Por qué lloras? ¿Quién era?”
Él, bajando los ojos, sólo responde: “¡España!”»

Enrique Larreta: La calle de la vida y de la muerte, Soneto XXVII.

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