Progresismo en crisis, y IV

El progresismo se apresura a anunciar la muerte del capitalismo, pero los textos de Carta Abierta revelan frustraciones y rencores agónicos en sus propias filas

  1. Progresistas en crisis
  2. Progresistas en crisis II
  3. Progresismo en crisis III
  4. Progresismo en crisis, y IV

Informes periodísticos recientes han documentado abundantemente las relaciones entre caracterizados hombres y mujeres de la cultura y el poder político, dando razón a lo que el público sospechaba desde hacía tiempo: los fervores progresistas elevan su temperatura al calor de un cheque emitido sobre fondos públicos.

Estas cosas, claro, socavan la credibilidad de esa gente entre el público, pero ellos quieren repicar e ir en la procesión. Quieren cobrar y que les sigan creyendo. Un buen día descubren que por las calles marchan otras columnas en dirección a otros palcos, con otras músicas y otros cantores, y entonces se enojan.

Por primera vez en décadas, la vasta maquinaria de apoyos mutuos que les permitió a los progresistas adueñarse del discurso público empieza a engranarse. Sus consignas ya no movilizan, la calle la ocupan otros. Lo que sigue es previsible: la impotencia genera miedo, y el miedo genera violencia.

La tercera de las Cartas Abiertas que comentamos transpira esa clase de violencia resentida. Por ejemplo: las grandes movilizaciones populares recientes, que les pasaron por arriba, no puden ser otra cosa que el surgimiento de una “nueva derecha”, término con el que engloban a cualquiera que no comparta su credo.

Impugnan no sólo el derecho sino la posibilidad misma de que los no progresistas expresen una posición política.

Cualquier cosa que hagan es una ficción, un disfraz (“se inviste miméticamente de formas y procedimientos asamblearios”, “se inviste con el ropaje de la racionalidad ciudadana”), una representación (“la nueva clase teatraliza una rebelión campesina”), un robo (“ensaya el lenguaje de la movilización con palabras prestadas”, “procede por expurgación y despojo”).

Creímos haber visto, oído y leído a la mayoría de los actores de la crisis del campo. Ingenuos de nosotros. Todo era una puesta en escena y no nos dimos cuenta. (Al parecer, tampoco se dieron cuenta las huestes de periodistas progresistas que animan las redacciones y estudios de casi todos los medios). “Parecen campesinos, parecen chacareros, parecen pequeños propietarios, parecen hombres de campo protagonizando una gesta”, nos iluminan estos denodados pensadores.

El desprecio por el actor, al despojarlo de toda entidad, de toda capacidad de expresarse políticamente, hasta convertirlo en un fantoche, en un espantapájaros abrigado con la indumentaria en desuso de la izquierda, corre parejo con el desprecio por el espectador, al negarle capacidad de “dar crédito a sus ojos”, de escuchar, razonar, y eventualmente tomar partido, si no es con la providencial mediación de los intelectuales progresistas.

Esta fantástica expresión de soberbia deja ver, cuando se siente herida, sus perfiles más autoritarios e intolerantes.

Rápidamente abandona el gongorismo y atropella con insultos: “las formas más maniqueas, más silvestres del propio sentido común de las capas medias y sus elementales fantasmas”, su “moralismo de estrechez domiciliaria, pertrechada, víctima de miedos construidos y de oscuros deseos de resarcimiento”, “el sentido común más ramplón que atraviesa a vastos estratos de las capas medias”, su “espontaneísmo soez”.

Silvestre, elemental, ramplón, soez… El lenguaje usado por los intelectuales de Carta Abierta remite a octubre de 1945, las circunstancias quizás no sean tan diferentes: esta vez los manifestantes se atrevieron a pisotear las fuentes intocables del pensamiento único.

El blanco de las iras progresistas son justamente esas capas medias que constituyeron su público, su clientela, su base política, y que hoy se les escapan en busca de horizontes menos difusos.

A partir de la década de 1960 de manera creciente, y desde la reanudación de la democracia de modo casi absoluto, el progresismo (en colusión con el populismo) ha “dominado” el ámbito de la cultura argentina, en el que se incluye el debate político, económico y jurídico, la creación artística, la educación, y los medios de comunicación, pero también las costumbres, la vida familiar, la expresión de la fe.

Pero hay indicios de que ese predominio ha entrado en remisión: sus supuestos básicos han colapsado a lo largo y lo ancho del planeta; la red Internet terminó con los “dueños” del discurso público; desde el 2001 las cartas (los naipes) se dan de nuevo en la Argentina; y parece que los jóvenes, libres de lastres ideológicos, han descubierto que no les intimida la apasionante aventura de vivir, de lanzarse a la intemperie de las arenas del mundo, y medirse con los mejores.

–Santiago González

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