Dos grandes victorias

La elección de Obama dio a los Estados Unidos dos grandes victorias, más duraderas que una figura presidencial: una victoria sobre el racismo, y una victoria sobre la apatía política.

La atención del mundo está centrada en la figura de Barack Obama, el gran triunfador en las elecciones estadounidenses. Sin negarle importancia, se trata de una victoria en cierto modo anecdótica: dentro de cuatro años deberá revalidar sus títulos, y dentro de ocho será un pato rengo camino del retiro.

Pero el martes los Estados Unidos conquistaron dos grandes victorias, de esas que marcan rumbos, que suponen avances de los que una sociedad sana no debería retroceder.

Con la elección del primer presidente negro de su historia, el pueblo norteamericano han dado un enorme salto adelante en la erradicación del racismo. Con unos niveles de concurrencia al comicio casi sin precedentes, el pueblo norteamericano ha abandonado su tradicional apatía política para volver a asumir sus responsabilidades ciudadanas.

En este punto es necesario decir que ninguna de estas dos victorias sustanciales habría sido posible sin la figura de Obama, que supo mostrarse confiable para muchos blancos suspicaces, y que supo movilizar al electorado al punto de que las mesas electorales convocaran largas filas de votantes, una imagen prácticamente inédita en el país.

Mis recuerdos más antiguos acerca de los Estados Unidos se remontan a unas fotografías en blanco y negro en la revista Life acerca de las tensiones raciales en Little Rock, Arkansas, en 1957. El gobernador del estado se negaba a admitir el ingreso de nueve estudiantes negros en un colegio secundario, que había sido ordenado por la justicia.

Después me enteré que todo ese movimiento contra la segregación se había iniciado dos años antes cuando una modista, Rosa Parks, se negó a ceder su asiento a un blanco en un autobús. Ese gesto animó al pastor Martin Luther King a emprender su campaña por los derechos civiles, que llegaría a la gran marcha sobre Washington de 1963.

Mucho hizo el pueblo norteamericano en estos cincuenta años para combatir esos atavismos y erradicarlos de su seno. Aunque, como lo sabe cualquiera que haya vivido un tiempo en los Estados Unidos, el racismo no ha desaparecido, el hecho de que los ciudadanos hayan confiado a un negro la conducción de su país da la medida del camino recorrido.

El otro punto importante a tener en cuenta es el de la movilización política de la población. Y aquí tenemos que hablar del derrotado en esta elección, John McCain. No porque, como sucedería en la Argentina, la gente haya acudido en masa a votar contra él, sino porque fue el propio McCain, hace ocho años, el primero en sacar a la gente de su sopor político.

Aquí cabe una pequeña digresión. La mayoría de los argentinos cree que los Estados Unidos son una especie de gran Disneylandia, donde todos disfrutan de productos electrónicos de última generación, automóviles deslumbrantes, casas con parques impecables, y hamburguesas que no engordan.

La realidad no puede ser más distinta. Los indicadores sociales de los Estados Unidos son, hablando mal y pronto, espantosos cuando se los relaciona con el poderío de su economía. La vida de la gente común es muchísimo más dura de lo que puede imaginar un argentino de clase media, y las coberturas sociales son virtualmente inexistentes.

El cine de Hollywood refleja bien la percepción popular acerca del poder político: legisladores corruptos, jueces corruptos, policías corruptos, madejas de intereses que sólo se sirven a sí mismos, negociados, especulaciones, vínculos entre la política, el sindicalismo, las finanzas y el crimen organizado, etc. etc. Cualquiera puede armar su filmografía al respecto.

Eso puede o no ser cierto. Pero lo que es cierto es que eso es lo que la gente percibe, lo que por otra parte se da de patadas con los valores y los ideales que el mundo oficial, estatal y privado, dice defender. Y eso es lo que ha ido alejando a la gente de la política, y reduciendo su participación electoral en un país donde el voto no es obligatorio.

Sin embargo, como el ciudadano estadounidense, pese a su individualismo, tiende a ser socialmente preocupado y responsable, no dejó que el desaliento lo paralizara, y se volcó más al voluntariado y a la política municipal, es decir allí donde por una cuestión de escala podía tener cierto control sobre los asuntos comunes.

En el 2000, John McCain lanzó su campaña para conseguir la postulación republicana con la promesa de “liberar a Washington (el poder central) de las garras de los intereses especiales (los lobbys económicos y financieros que operan para modelar las políticas públicas a su favor)”. Y con esa consigna generó un entusiasmo en la población pocas veces visto.

Hasta los demócratas (como ahora hicieron algunos republicanos con Obama) cruzaban filas para participar en las internas republicanas. Pero los “intereses especiales” tenían otro candidato, y debían asegurar la postulación republicana para George W. Bush. Hubo fraudes de todo tipo, con las votaciones y con los fondos de campaña, y Bush consiguió la candidatura.

Se necesitaron nuevos fraudes y finalmente la intervención de la Corte Suprema para que Bush llegara a la Casa Blanca, pero la prensa -que desde el primer momento había apoyado su candidatura y ocultado o relegado las denuncias de fraude e irregularidades- diluyó todo en su mescolanza de entretenimiento y noticias, y después pasó lo que pasó.

Esta vez los demócratas tomaron todos los recaudos para que la voluntad popular no resultara burlada. Las legiones de abogados enviadas a ciertas áreas críticas para vigilar el comicio fueron sin duda necesarias, pero lo que aseguró la defensa de la voluntad popular fue la movilización de los ciudadanos.

Queda por verse todavía si la sociedad estadounidense comprende que la participación ciudadana no termina ni se agota en el voto, ni en el voluntariado, ni en el condado.

El pueblo de los Estados Unidos se beneficia de la condición de privilegio que su país ocupa en el conjunto de las naciones. Ese privilegio supone también responsabilidades adicionales: como lo demostró el nefasto gobierno de Bush, las decisiones del hombre que ocupa la Casa Blanca afectan a muchas personas más que a los propios norteamericanos.

–Santiago González

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