Cuando un piquete obstruye el tránsito, el afectado tamborilea los dedos impaciente sobre el aro del volante, calcula cómo la inesperada detención va a afectar sus tareas del día, y maldice la ausencia del estado. Hasta cierto punto tiene razón: cada piquete que corta una calle es una prueba flagrante de inoperancia estatal.
Para el frustrado automovilista esa ausencia del estado se hace evidente en la falta de una fuerza de orden público que desaloje a los manifestantes y libere la circulación. Pero el estado estuvo ausente mucho antes, al desatender o ignorar las causas que impulsan a una cantidad de personas a salir a la calle y bloquear el tránsito con su cuerpo.
Por su sola presencia, el piquete denuncia la ineficacia de alguno de los poderes del estado, una inoperancia crónica, que ha colmado la capacidad de espera y de tolerancia de la gente; una sordera insoportable, que empuja a los des-esperados a un paso extremo para hacerse oir. Un piquete es un testimonio inapelable de fracaso.
Los piquetes nacieron como forma de protesta social en la década del 90 cuando la privatización de empresas públicas dejó a miles de personas en la calle, en algunos casos a comunidades enteras, que quedaron de un día para otro sin medios de vida. El estado falló al no haber previsto las necesarias redes de contención y reubicación.
La experiencia enseña. Y la gente fue aprendiendo que cuando las ventanillas de las oficinas públicas se cierran sin respuesta a demandas que claman al cielo ya no tiene sentido seguir esperando. Y también fue aprendiendo que los gobernantes sólo escuchan lo que aparece en los medios.
Varias cuadras de tránsito atascado atraen las cámaras de televisión, y brindan la posibilidad única de ventilar un reclamo para el cual los oídos institucionales están cerrados. “Esta bien que reclamen, pero ésta no es la manera”, dicen los automovilistas más comprensivos, y repiten los editorialistas de los diarios.
Pero, ¿cuál es la manera? Alguien propuso crear espacios públicos convenientemente apartados y especialmente destinados a servir de escenario para las protestas, una especie de sambódromo para piquetes, un lugar al que las cámaras y los micrófonos jamás acudirían. El piquete, tal como existe, es eficaz. Por ahora.
Porque a la larga todo se degrada, y ya tenemos a la vista los usos perversos del piquete.
Por un lado, cuando se recurre a él a fin de obtener audiencias masivas para consignas políticas que no atraerían a nadie; por el otro cuando se abusa de él, como esos escolares que cortan una calle porque no tienen tizas de colores en el aula, o los que cortan una ruta para que el estado les regale casas.
Estos usos perversos son más peligrosos que el piquete en sí, porque van a terminar restando eficacia a un modo de protesta social, de reclamo a las autoridades, que sin duda es molesto y perturbador para el funcionamiento normal de una ciudad pero que en el fondo es esencialmente pacífico.
El piquete como modo de expresión del descontento está estrechamente ligado a la exclusión social, y nació con ella. Quienes no paceden la exclusión social muchas veces no alcanzan a comprender lo que significa, y tienden a identificarla con la pobreza o la pobreza extrema. Es mucho más grave.
En la Argentina siempre hubo pobreza: la exclusión es un fenómeno nuevo. Las políticas públicas adoptadas en el momento de la organización nacional apuntaban a la inclusión, y en su origen las grandes corrientes de opinión como el radicalismo y el peronismo buscaron perfeccionar ese proyecto, expandiendo las posibilidades de ascenso social.
La exclusión era en cambio el fenómeno típico de las sociedades latinoamericanas. “¡Somos América latina!” decían (y dicen) las consignas con las que el progresismo se dedicó desde hace medio siglo a derribar toda la tradición cultural y social argentina. Fue en lo único en que tuvieron éxito: ahora somos América latina, con la misma brecha entre ricos y pobres.
El no excluído siente la ausencia del estado cuando un piquete le obstruye la marcha o la inseguridad le obliga a rodearse de rejas y alarmas: son cosas que no puede resolver por sí mismo. Puede confiar la educación de sus hijos a una escuela privada, puede confiar su salud a una empresa de medicina prepaga. Llegado el caso, puede contratar un abogado para buscar justicia.
Para el excluído, la ausencia del estado es la razón misma y la condición de su exclusión: la escuela no lo educa, el hospital no lo cuida, carece de los servicios básicos y los que recibe son caros y malos, la vivienda propia es inalcanzable, y para obtener ayuda social debe someterse a punteros y caciques políticos.
La exclusión es un fenómeno urbano. Aun en la más remota y olvidada comunidad rural, sus miembros son parte del común. En la ciudad, el excluído deambula como por un país extranjero: nadie le presta atención, nadie lo entiende, todos andan apurados y ocupados en sus asuntos. Todos los mensajes públicos que lo rodean están dirigidos a otros.
Para el que nada tiene, el trabajo es todo, es la dignidad. Pero conseguir trabajo es casi obra de la suerte, y cuando se lo consigue es muchas veces en condiciones abusivas, mal pago, o en negro. Los sindicatos atienden sus propios negocios, y las comisiones internas carecen de fuerza cuando se trata de lidiar con una empresa poderosa.
El piquetero no disfruta con la idea de arruinarles el dia a los que trabajan, como suelen argumentar los que quedan atrapados en un bloqueo. Al contrario, es alguien que desesperadamente quiere ser parte de esa sociedad que trabaja y progresa, y reclama, pacíficamente, su atención en un piquete.
Allí, en medio de la ruta, entre desafiante y atemorizado, acompañado por sus iguales, recupera en parte la dignidad perdida. Logra que lo vean.
–Santiago González