Oxígeno mediático para los K

Desde que empecé a escribir estas columnas hace ocho años expuse de todas las maneras posibles que el kirchnerismo no era más que un caso de corrupción e incompetencia, movido por el resentimiento y enmascarado por un relato mentiroso, un tinglado con telones de papel sobre los que se proyectaba un espectáculo de sombras chinas. En aquel entonces, la mayor parte del periodismo lo tomaba en serio, ponderaba sus políticas de derechos humanos, alababa su restablecimiento de la gobernabilidad, reconocía la recuperación económica y la creación de empleo, y hasta consideraba como objeto digno de meditación las barrocas proclamas de Carta Abierta. El vuelco se produjo tras la crisis del campo, que hizo que el temperamento social subyacente saliera a la luz. Entonces los progresistas que controlan el discurso público en la Argentina, con su infalible olfato para perseguir la pauta, cambiaron rápidamente el enfoque, y siguieron tomando en serio al kirchnerismo, pero ahora como una siniestra y poderosa maquinaria política, populista en las formas y totalitaria en los hechos, decidida a apoderarse de todo, aliada a las peores sabandijas de la tierra, y con la Cámpora como brazo armado. Esa temible orquesta fue derrotada en las urnas, principalmente por los habitantes del conurbano bonaerense, los que no necesitan de los medios para formarse una idea de la realidad. El kircherismo quedó aturdido y sin norte, con el tinglado hecho añicos y los banderines de colores regados por el suelo, pero el periodismo progresista y mercachifle lo siguió tomando en serio y le está facilitando la recuperación.

Digámoslo una vez más: el kirchnerismo fue siempre un sistema de apropiación de fondos públicos por parte de una camarilla, y nunca una entidad política; no tiene punto de comparación con el peronismo, que fue un proyecto político antes de degenerar en cualquier otra cosa. El kirchnerismo se sirvió sin convicción de las banderas peronistas para construir poder, y el peronismo se las prestó sin entusiasmo para compartir poder. La Cámpora está tan lejos de la Juventud Peronista de los 70 como están lejos del Che los que hoy adornan con su imagen las remeras, y su única peligrosidad es más bien de orden estético. Desde que fueron derrotados en las urnas, los Kirchner y sus escasos secuaces cayeron en la soledad más absoluta: los peronistas no quieren saber nada con ellos, sus propios representantes en la legislatura se fragmentan y buscan otros horizontes, sus convocatorias no encuentran respuesta, sus figuras tienen que “colarse” en actos como el de las centrales obreras, porque nadie las invita. A diferencia de Carlos Menem, los Kirchner nunca generaron afectos: carecen de amigos, a lo sumo tienen cómplices, o partícipes necesarios. El círculo que la justicia va estrechando en torno de ellos tiene un diámetro cada vez más cercano al de las esposas. Pero atención: aquí llega el periodismo progresista con sus tubos de oxígeno.

Cristina Kirchner tuvo que venir desde Santa Cruz para prestar declaración en una causa en la que puede quedar comprometida, pero los medios capitalinos la recibieron como a Napoleón cuando volvió de Santa Elena: se apostaron frente a su departamento en Recoleta en mayor número que sus seguidores, la festejaron con sus cámaras, antenas y reflectores, registraron sus saludos y bailecitos; al día siguiente, en los tribunales, también hubo proporcionalmente más medios que adherentes al kirchnerismo, si se tiene en cuenta la masiva convocatoria a “acompañar a Cristina” con múltiples pintadas en los paredones del gran Buenos Aires. Los periodistas progresistas convirtieron lo que era el preludio de una previsiblemente extensa e ignominiosa recorrida por los tribunales federales en un retorno político, y le dieron la inesperada posibilidad de hablar virtualmente en cadena durante más de una hora para impugnar jueces, fustigar a sus rivales políticos, y revivir la épica ficticia que caracterizó la larga década inaugurada por su marido en el 2003. Después de esa amplia cobertura, llegaron los analistas para especular con toda seriedad sobre la reaparición de Cristina y el renacimiento del kirchnerimo.

Un par de semanas más tarde, las cinco centrales obreras organizan un acto conjunto con el que anticipan su futura unificación. Por sus características, el acto seguramente fue consensuado con el oficialismo: no se lo hizo en Plaza de Mayo (lo que habría enviado un fuerte mensaje de “protesta contra el gobierno”) y su oportunidad se confundió con la celebración del Día de los Trabajadores. Ciertamente, los jerarcas sindicales hicieron una significativa demostración de fuerza, en parte destinada al gobierno, para indicarle quiénes son sus interlocutores gremiales (cosa que el gobierno sabe, y que no le desagrada del todo), y en parte destinada al peronismo, para indicarle, con vistas a una eventual reorganización partidaria, quiénes son los verdaderamente capaces de poner gente en la calle. Pero esto ni lo mencionaron los analistas progresistas, que prefirieron insistir en el ángulo del reclamo social, e insinuar un incipiente intento del peronismo, léase kirchnerismo, por desestabilizar al gobierno de Macri.

Uno no sabe a esta altura si el periodismo sigue concediendo entidad política al kirchnerismo por inercia, luego de una década en que dominó todas sus preocupaciones, o porque en el fondo de su corazón prefiere la ficción progresista de los Kirchner antes que el realismo doloroso de Cambiemos. Una u otra sea la razón, habría  que tomar con cautela cualquier cobertura mediática o análisis del kirchnerismo que exceda los límites de las páginas policiales.

–Santiago González

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