Nos robaron el auto


Estuvo con nosotros durante casi un cuarto de siglo. Había llegado en el momento oportuno, para contener y acomodar sin problemas a tres hijos en distintas etapas de la adolescencia, y a sus dos padres. Con el tiempo, el pasaje se fue reduciendo, y hoy era más bien un recurso indispensable para el intercambio de bultos entre sus anteriores ocupantes.

Aunque hubo otros, nuestro viejo Peugeot 505 fue el auto de la familia. Lo conocíamos y nos conocía, y nunca, o casi, nos dejó de a pie a pesar de que fuimos muy parcos en la demostración de afecto. No lo mimamos con lavados frecuentes, ni con servicios de posventa, ni le aplicamos cosméticos, ni lo adornamos con chirimbolos inútiles.

El paso del tiempo y los cambios en el diseño no llegaron a disminuir su elegancia ni a mermar su presencia, y seguramente fue eso lo que lo condenó. A pesar de que la pintura había perdido buena parte de su brillo ya hacía tiempo, y aquí y allá exhibía muescas y rasguños, para ojos conocedores aun seguía siendo un objeto de codicia.

Los mecánicos se enamoraban de él a primera vista, y le prodigaban cuidados que excedían sus obligaciones profesionales. Hacía poco, un colectivero se me había apareado en un semáforo para comunicarme a los gritos su oferta de compra.

Algunas personas bien intencionadas me aconsejaban dotarlo de un equipo para propulsión a gas, pero jamás iba yo a someter esta pieza de ingeniería a la mezquina humillación del GNC.

Al fin y al cabo, en la ciudad lo usábamos poco y nada: para las visitas familiares, para llevar y traer enseres hacia la casa de las afueras. Funcionó muchas veces como una extensión del carrito del supermercado, pero fue también la carroza que transportó a nuestra hija a su ceremonia de esponsales.

Su gran momento llegaba cada verano, con el inevitable viaje a Córdoba. En cuanto advertía el peso de bolsos y valijas, parecía que enfilaba solito hacia la ruta 8, feliz de aspirar el aire de los campos, de tonificar los músculos, y de quemar carbón y limpiar el carburador con las altas velocidades.

Sabía detenerse en la curva de Pergamino para permitirnos desayunar en El Rincón, soportaba sin chistar el caluroso tramo que precede y sucede a La Carlota, y tomaba la ruta 36 sin equivocar el rumbo en las numerosas rotondas que rodean a Río Cuarto. Sólo rezongaba ante los “topes” con que los pueblos cordobeses buscan moderar la marcha de los automovilistas.

Era evidente que disfrutaba los caminos de la sierra, las vueltas y contravueltas próximas a los diques Río Tercero y Los Molinos, los sombríos senderos que entre pinos llevan desde Yacanto hasta Atos Pampa. Trepaba lo más campante hasta La Cumbrecita, cuando eso era poco menos que una hazaña, y sólo pedía un respiro bajo la arbolada serenidad de Villa Berna.

Se lanzó una vez cuesta abajo por una huella serrana bajo una tormenta implacable, en medio de un torrente de piedras, agua y barro que recordaba alguna escena cinematográfica, y en otra, subiendo hacia Copina, se dejó guiar por un condorito que desde la altura precedía su marcha acompañando las vueltas del camino.

Ahora, sin embargo, ya no cumplía esas proezas. Mostraba algunos achaques propios de la edad. ¿Se podrá convertir a términos humanos la edad de los autos, como se hace con los perros? A mí me parecía un señor de unos setenta bien llevados, todavía erguido y capaz de hacer sentir su presencia.

Nunca me sentí más cómodo al volante de un vehículo que en este Peugeot perfectamente diseñado, sin reflejos del tablero contra el parabrisas, ni parantes que obstaculizaran la visión hacia los lados. Tenía la sensación de que el propio auto compensaba o disimulaba mis torpezas de conductor.

Últimamente lo usaba nuestro hijo músico, para transportar los abultados equipos que necesita para sus presentaciones. A él le tocó verlo por última vez, a las ocho y media de la mañana de un lunes, estacionado en la cuadra de su casa, en una calle del barrio de Belgrano saturada de autos de mucho mayor valor. Cinco horas más tarde, había desaparecido.

* * *

A todos nos pareció evidente que éste no fue un robo al voleo. El auto había sido identificado, marcado, y el que se lo llevó fue un profesional, no un chiquilín con la cabeza quemada por el paco que sale a levantar lo que venga, con toda la violencia de su desesperación, para poder pagar la dosis que le permita recuperar la calma.

Sólo un experto pudo haber hecho el trabajo de inteligencia necesario como para conocer los movimientos de nuestro hijo y de su esposa, a fin de operar sin sobresaltos. Sólo alguien ducho en el oficio pudo, a plena luz del dia, violar una cerradura, hacer saltar la traba que inmovilizaba el volante y el freno, poner el auto en marcha sin la llave de encendido.

Nos consolamos pensando en que la intervención de un profesional, que se tomó su tiempo para actuar, evitó que nuestro hijo se viera envuelto en situaciones violentas cuyo desenlace nunca es predecible. Pero nos queda la sensación de la pérdida, no de algo valioso, sino de algo que había sido, como la casa familiar, una parte de nuestras vidas en tantos aspectos diferentes.

Nos preguntamos ahora cuál será el destino de este auto, del que apenas nos quedan las llaves como recuerdo. ¿Su propia prestancia le habrá salvado la vida, y seguirá rodando bajo otro nombre, o la cruel cirugía del soplete lo habrá convertido en un involuntario donante de órganos mecánicos para las siempre abastecidas estanterías de la avenida Warnes?

–Santiago González

Califique este artículo

Calificaciones: 6; promedio: 5.

Sea el primero en hacerlo.

12 opiniones en “Nos robaron el auto”

  1. Impecable descripción.
    Coincido con este tipo de sentimientos y aunque mimé muchas máquinas dificilmente se encuentre una historia con esta carga emotiva…

    saludos.

  2. Al leer tu nota sentí una profunda tristeza porque se refleja que ese compañero de la vida dejó huellas imborrables en la familia. Me dolió el llanto de mi hija ante la pérdida porque el enojo y la impotencia la superaban. Nuestros hijos estaban muy felices con el Peugeot y creo que jamás imaginaron que se iba a ir tan pronto. Pero la vida sigue y sólo quedan los buenos momentos del cuarto de siglo que los acompañó.

    1. Las cosas son solo cosas, pero cuando permanecen mucho tiempo con nosotros se cargan de significados. Para nuestros hijos seguramente no será más que un mal rato: no tuvieron tiempo de incorporarlo a su propia historia. Gracias por el comentario.

  3. Lamento la pérdida, mucho más de esa forma. Lo recuerdo estacionado sobre la vereda, a la sombra, en casa de mamá, cuando pasaban por Venado Tuerto, camino a Córdoba, algún que otro verano. No puedo dejar de mencionar, que mi padre, fanático de Peugeot, no pudo concretar el sueño del 505, antes de morir….

    1. Gracias, María del Carmen, por el recuerdo. En realidad, había escrito un párrafo sobre esa escala ineludible, doblando desde la ruta derechito por “la Brown”; después lo suprimí para no alargar demasiado la nota… pero gracias a tu comentario la referencia encontró su lugar. Un saludo afectuoso para nuestros amigos venadenses.

  4. Entrañable el cinco cero cinco. Supe darme alguna vueltas a bordo, en calidad de copiloto. Curiosamente tenemos un paralelo familiar, en mi caso un Taunus L modelo 80, que compartió el mismo destino.

    Cariños,
    Santiago

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *