José Ignacio García Hamilton (1943-2009)

Como historiador y ensayista, José Ignacio García Hamilton fue un adalid del ideario liberal, cuyo abandono por parte de la Argentina explica la decadencia sufrida en el siglo XX.

Garcia Hamilton

José Ignacio García Hamilton fue un convencido defensor de la gran tradición liberal argentina, y a través de su labor como historiador y ensayista se esforzó por demostrar cómo el abandono del programa gestado en mayo de 1810, plasmado en la constitución de 1853 y llevado a la práctica por la generación de 1880 determinaría la decadencia posterior de la nación.

“A comienzos del siglo XX –cuando el país, paradójicamente, se había convertido en uno de los más ricos del mundo– se produjo una reaparición de ciertos rasgos culturales de la época colonial que precipitaron un proceso de declinación económica”, escribió en el 2005, en un ensayo preparado para la revista del Cato Institute con la intención de explicar la crisis argentina.

La adhesión de García Hamilton al ideario de la libertad, tanto en la práctica como en la reflexión, le atrajo el ataque de los autoritarismos de uno y otro signo: cómplices de la Triple A lo tuvieron preso seis meses sin proceso en Tucumán, Cuba le negó el ingreso al país, y militantes de entidades sanmartinianas patotearon sus presentaciones en varias ciudades del interior.

El análisis que hace de la historia social y económica del país le permite explicar el apogeo argentino por la gran reforma institucional encarada a partir de la constitución liberal de 1853, que borró los rasgos impuestos por el colonialismo español, y la posterior decadencia por una restauración de esas mismas pautas sociales coloniales debida a una complejidad de razones.

Para García Hamilton, el colonialismo español había dejado una impronta caracterizada por el absolutismo político, el mercantilismo o estatismo económico, el desprecio por la ley, la uniformidad religiosa, la xenofobia y una rígida estratificación social. El sistema de encomiendas generaba un paralelo rechazo del trabajo por el indígena obligado a hacerlo, y el encomendero habituado al ocio.

A comienzos del siglo XX esas pautas sociales comienzan, según el historiador, a reaparecer por diversas vías y acompañadas de nuevos arquetipos: el héroe militar que muere pobre (San Martín, Belgrano), el gaucho pobre que quiebra la ley y se margina (Martín Fierro), la victimización del país (la culpa de las crisis locales era de los ingleses). Esto resquebraja los valores sociales –paz y trabajo– que se habían venido afianzando luego de Caseros.

“No tener, no hacer, no ser, se constituyeron en modos virtuosos de estar en el mundo”.

“No trabajar o hacerlo mal fue la respuesta a la opresión del sistema; y no tener, no hacer, no ser, se constituyeron en modos virtuosos de estar en el mundo. Originada en el catolicismo (‘bienaventurados sean los humildes, porque de ellos será el reino de los cielos’), esta creencia fue reforzada por el marxismo (el trabajo es explotación, alienación, y la violencia es la partera de la historia)”, escribe García Hamilton.

“Desde 1946 el chivo emisario fueron los Estados Unidos (‘Braden o Perón’) y, veinte años después, el FMI”, agrega. Y observa que a partir de 1947 se suma un nuevo paradigma, basado en la dádiva de dineros públicos para corregir injusticias o solucionar desigualdades, tan nociva para la salud social como la encomienda porque corrompe a quien da y a quien recibe.

En su libro El autoritarismo y la improductividad (1990), García Hamilton examina estas cuestiones en América latina, y concluye que las pautas culturales heredadas de la colonia, y en buena medida alimentadas por el catolicismo, han impedido en la región la formación de sociedades abiertas y liberales que son condición indispensable para el desarrollo económico.

Las sociedades abiertas y liberales son condición indispensable para el desarrollo económico.

Retoma la cuestión en Por qué crecen los países (2006), su último libro, en el que analiza el desarrollo económico en Inglaterra, los Estados Unidos, Francia y Alemania, y observa también el fenómeno de las culturas llamadas “patrimonialistas”, es decir aquellas donde el poder político y económico está concentrado en las mismas manos (Rusia, la España colonial). Y, contra ese telón de fondo, estudia el caso argentino en los términos descriptos.

Entre uno y otro trabajo, publicó su serie de biografías noveladas, dedicadas las dos primeras a los grandes padres fundadores del liberalismo argentino: Vida de un ausente (1993), sobre su comprovinciano Juan Baustista Alberdi, y Cuyano alborotador (1997), acerca del sanjuanino Domingo F. Sarmiento.

Luego les tocó el turno a los llamados “libertadores”, un concepto que García Hamilton rechazaba de plano: “Libertador implica la idea de que la libertad la puede dar un hombre, generalmente un militar, y así como la da, la puede quitar”, declaró en una entrevista. “La libertad es algo que todos los días, cada individuo, cada ciudadano debe ejecutar, debe conquistar y debe defender”.

“Libertador implica la idea de que la libertad la puede dar un hombre, generalmente un militar”.

En Don José (2000), el autor se dedicó a bajar a San Martín del caballo, y devolverle los atributos de humanidad que la fundición en bronce le había quitado. La mención de sus amantes y especialmente de la posibilidad de que fuese hijo natural de Diego de Alvear y una indígena (y por lo tanto medio hermano de Carlos de Alvear) le atrajo las iras de los cultores del héroe.

En Simón. Vida de Bolívar (2004) hizo un examen igualmente desprejuiciado de la vida del caraqueño y sus osciliaciones entre la lucha por la independencia y el ansia de poder absoluto; entre las ideas libertarias y la inclinación por la dictadura; la retórica democrática y el armado de gobiernos militares; la creación de instituciones republicanas que se reforman por ambiciones personales; las intenciones de dejar el mando y las reelecciones indefinidas.

García Hamilton comenzó su actividad periodística en el diario tucumano La Gaceta, propiedad de su familia, pero tras recibirse de abogado fundó en 1972 su propio periódico, El pueblo, también en Tucumán. En octubre de 1974, la publicación de una crónica sobre un incidente armado, entre un militar retirado y dos policías sin uniforme, le valió un atentado dinamitero que voló el frente de las oficinas del diario.

Dos días después, las oficinas del periódico sufrieron un nuevo ataque, esta vez con fuego de ametralladoras; luego la Triple A lo intimó a abandonar el país bajo amenaza de muerte, y como García Hamilton no cediera a estas presiones terminó siendo detenido por la policía federal el 24 de noviembre de 1974. Por toda explicación, se le dijo que algunos artículos del diario “habían caído mal en Buenos Aires”.

“En nuestro diario teníamos una postura progresista, pero habíamos condenado duramente la violencia como método de transformación social –diría García Hamilton años después en una entrevista–. Como ejemplo de esto, recuerdo claramente nuestro repudio categórico de los asesinatos de Arturo Mor Roig y del industrial azucarero José María Paz por parte de los montoneros”.

El periodista permaneció detenido unos seis meses a disposición del poder ejecutivo.

El caso es que el periodista fue puesto a disposición del poder ejecutivo por un decreto que firmaron la presidente María Estela Martínez y el ministro del interior Alberto Rocamora, y mantenido en cautiverio durante unos seis meses, mientras nacía el segundo de sus seis hijos.

“Mientras estuve detenido en la delegación de la Policía Federal comprobé que en ese lugar se imprimían las amenazas que distribuían las Tres A, y que los miembros de esa organización eran policías que salían por las noches a poner bombas en nombre de ella”, relataría en la entrevista citada.

Sólo más tarde supo García Hamilton que había sido puesto a disposición del poder ejecutivo por un pedido expreso de sus carceleros. En El Pueblo, decían, había “publicaciones que atacaban a las fuerzas de seguridad, contribuyendo al accionar de la izquierda y de la ultra izquierda”.

En el 2006, el gobierno cubano le negó el ingreso al país cuando ya se encontraba en el aeropuerto de La Habana, donde iba a presentar su libro sobre Bolívar. “Tenemos órdenes de deportarlo”, le dijo un funcionario militar.  Nunca le dieron explicaciones. Uno de sus libros había sido prologado por Carlos Alberto Montaner, un crítico del régimen castrista.

–Santiago González

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