¡La ley, estúpido!

Vender o transar: incertidumbre, hartazgo y pérdida de vocación del empresario argentino

serenisima
La propiedad de la tierra en la Argentina está pasando a manos extranjeras, las empresas más grandes que operan en el país son en su mayoría extranjeras (y antes fueron en su mayoría argentinas), la explotación de los recursos no renovables (petróleo y minería) está en poder de compañías extranjeras (algunas de las cuales también fueron argentinas).

Y mientras esto ocurre, los argentinos han despachado al exterior más de 160.000 millones de dólares. La economía argentina ha demostrado un formidable dinamismo… centrífugo.

No se necesita ser economista para advertir que algo hemos estado haciendo mal en la Argentina, por lo menos en los últimos treinta o cuarenta años, y no se necesita ser un estadista para darse cuenta de que si seguimos por esta vía el país no tiene futuro. El país no es una abstracción: somos nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos los que no tienen futuro.

El reciente caso de La Serenísima, cuyas extremas dificultades la pusieron al borde de ser absorbida por la francesa Danone, que ya posee la parte más redituable de la firma láctea (amén de casi la totalidad de las marcas de agua embotellada), llamó la atención una vez más sobre el proceso de desnacionalización de empresas.

El origen del fenómeno se remonta a la década de 1990. Antes de ese momento el traspaso de firmas argentinas a manos extranjeras había sido algo ocasional, como ocurrió con las tabacaleras en la década de 1960, y no una tendencia. El proceso iniciado en los 90 no se detuvo con el gobierno instalado en la Casa Rosada desde el 2003.

La nómina, que ceñimos a las marcas más conocidas por el público, es abrumadora. Alimenticias: Ades, Bagley, Canale, Cepita, Fanacoa, Fargo, Mayco, Milkaut, Minetti, Stani, Terrabusi, Villa del Sur, Villavicencio; cerveceras: Bieckert, Imperial, Palermo, Quilmes; bodegas: Etchart, Graffigna, Navarro Correas, Norton, Trivento, Peñaflor; frigoríficos: CEPA, Col-Car, Quickfood, Swift.

Petroleras: Astra, Comercial del Plata, EG3, Pecom, San Jorge, YPF; siderúrgicas: Acíndar; pinturas: Alba, Colorín; cementeras: Loma Negra; textiles: Alpargatas; jabones: Federal, Llauró; dentífricos: Odol; editoriales: Atlántida, La Ley, Losada, Sudamericana; comercio minorista: Blaisten, Disco, Norte, Pinturerías Rex, Tia; bancos: Buen Ayre, Francés, Rio, Roberts.

Estas empresas fueron vendidas a buen precio, estaban bien posicionadas en el mercado, eran redituables y lo siguieron siendo tras cambiar de dueño.

Al proceso de desnacionalización de empresas le acompañó el de la extranjerización de tierras.

Al proceso de desnacionalización de empresas le acompañó el de la extranjerización de tierras. La superficie que ha pasado a poder de individuos o inversionistas extranjeros se aproxima según estimaciones a la de la provincia de Buenos Aires. Hubo denuncias sobre ventas irregulares de tierras fiscales, o secularmente ocupadas por pobladores autóctonos.

Este fenómeno viene siendo motivo de preocupación desde hace tiempo, por esas razones y por su incidencia sobre la preservación de ecosistemas, acuíferos, y el acceso público a las orillas de ríos y lagos. La Federación Agraria Argentina, la Iglesia Católica, con un expresivo documento emitido en el 2006, y Elisa Carrió con varios proyectos de ley se ocuparon del tema.

La desnacionalización de empresas y la extranjerización de las tierras son fenómenos relativamente nuevos, al menos con la intensidad que exhiben ahora, pero se complementan perfectamente con una vieja costumbre autóctona: depositar los ahorros en el exterior, desde el Uruguay para los aficionados, hasta las islas Cayman para los profesionales.

Según informes oficiales, los argentinos tienen colocados ahora en el exterior unos 162.000 millones de dólares. La fuga viene en ascenso: 122.000 millones en el 2005, 133.000 en el 2006, 146.000 millones en el 2007.

Los argentinos tienen colocados en el exterior unos 162.000 millones de dólares.

La pregunta inevitable es ¿por qué razón los argentinos están dispuestos a desprenderse de sus empresas, empresas prósperas, tan pronto reciben una buena oferta? ¿Por qué venden sus tierras, aun cuando son lo suficientemente interesantes económicamente como para atraer a un inversionista extranjero? ¿Por qué, en fin, sacan sus dineros del país?

Crear, sostener y desarrollar una empresa, industrial o agropecuaria, no es una tarea fácil. Requiere tiempo, sacrificio y perseverancia, y un tipo especial de inteligencia. Pero sobre todo, requiere reglas de juego estables. Ninguna empresa prospera sin planificación, y la planificación supone tiempo y condiciones medianamente previsibles a lo largo del tiempo.

Esto último es lo que ha faltado. La única política constante a lo largo de gobiernos de todos los pelajes es la alteración de las reglas de juego, la soberbia refundadora que domina a todo el que llega a la Casa Rosada, la convicción de que es posible meter mano chapucera e impunemente en el delicado mecanismo del mercado.

Encomiadas por los progresistas como “primacía de la política”, esas intromisiones en la economía estuvieron muchas veces fundamentadas en las más elevadas intenciones: proteger la industria nacional, mejorar la redistribución del ingreso, asegurar los derechos de los trabajadores. Pero ya se sabe que las buenas intenciones allanan el camino del infierno.

Los más prefirieron entendérselas con los manipuladores del mercado para hacerlos jugar a su favor.

Esta práctica reiterada impuso a los empresarios argentinos enormes dificultades adicionales a las que normalmente enfrentarían en una economía libre. Algunos trataron de guiar a sus empresas por ese mar de vientos encontrados; otros, los más, prefirieron entendérselas con los manipuladores del mercado para hacerlos jugar a su favor.

A la larga, los primeros se cansaron, y esa vocación que los había llevado a poner su nombre al frente de sus empresas, a desarrollar una modesta fundición en una importante metalúrgica, o una elaboradora artesanal de ricotta en una usina láctea de primer nivel, empezó a flaquear. Nadie resiste durante décadas un cambio continuo de reglas de juego.

Esa incertidumbre sobre el futuro, esa posibilidad siempre actual de que un cambio de normas, o de humor, arrojara sus emprendimientos a la quiebra les condujo a aceptar la primera oferta razonable que recibieron por su compañía, o por su campo. Esto ocurrió justamente con los dueños de los activos más valiosos, porque eran los que más tenían que perder.

(Hay quienes se preguntan cómo lo que es un dolor de cabeza para un empresario argentino se convierta en un buen negocio para un comprador extranjero. Digamos que los compradores extranjeros suelen ser grandes conglomerados para los que la filial argentina es poco más que una línea en la hoja de balance, mientras que para el empresario local su empresa es la fuente de recursos de la que dependen él y toda su familia. Los conglomerados extranjeros, por conglomerados y por extranjeros, tienen además mucha mayor capacidad de presión sobre los gobiernos que el desvalido compatriota.)

Entre los que aprendieron a transar con los políticos de turno hay algunos empresarios genuinos y muchos aventureros devenidos en magnates de la noche a la mañana. Ambos grupos son socios de ese perverso club del capitalismo de amigos (que súbitamente pueden convertirse en enemigos, como hemos visto) predominante hoy en la economía argentina.

Un club cuya escuadra campeona cambia según los gobiernos: los empresarios estrella de los 90 no son los mismos que los de ahora. Un club que prospera en la anomia. Un club que ante cada elección (como también hemos visto) se las ingenia para orientar las preferencias del electorado hacia aquellos candidatos con los que eventualmente pueda transar con mayor facilidad.

Todos comparten una misma convicción: los ahorros hay que ponerlos fuera del país.

Todos los actores económicos, sean empresarios de la banca, la industria o el agro, vocacionales o aventureros, profesionales independientes o altos empleados, comparten además una misma convicción y un mismo comportamiento: si uno ha logrado amasar incluso los más modestos ahorros, o cobrado una jugosa comisión, y quiere preservar su valor, debe colocar ese dinero fuera del país.

La experiencia les ha enseñado a todos que la voracidad confiscatoria del poder político no tiene límites, y que ya sea recurriendo al gradual y solapado mecanismo de la inflación, o al instantáneo atraco de los depósitos (como ocurrió en el 2001, por acción conjunta con los empresarios del club de amigos), finalmente terminará quedándose con la alcancía.

La amnistía fiscal ofrecida por el gobierno para los que remitieron fondos al exterior parece así de una ingenuidad pasmosa. Pero como aquí hace rato que hemos perdido la inocencia, pronto entendimos que se trataba de una oportunidad única para el lavado de dineros negros, en su mayor parte procedentes de transacciones inconfesables.

Lavado que empalma admirablemente con el centrifugado al que aludimos y que incluye, vale insistir, desnacionalización de empresas, extranjerización de tierras, y fuga de capitales, alentados por la inestabilidad de las reglas de juego, la voracidad fiscal, las políticas populistas, y el capitalismo de amigos.

En este cepo está atrapada la economía argentina. Quien pretenda librarla de ese encierro tendrá que fijar reglas de juego claras y mantenerlas a rajatabla, como hizo Domingo Cavallo en la década del 90, y afirmar al mismo tiempo y en todos los niveles la calidad institucional (léase imperio de la ley) que el ministro le reclamaba a Carlos Menem y cuya ausencia hizo fracasar todo ese esfuerzo.

No es lo mismo el capital nacional que el capital extranjero, ni es lo mismo un estado presente que un estado ausente.

Pero además, y a despecho de lo que sostienen algunos ideólogos liberales, no es lo mismo el capital nacional que el capital extranjero, ni es lo mismo que sectores claves de la producción, la comercialización y los servicios sean de propiedad argentina o extranjera. Ni tampoco es lo mismo un estado ausente que un estado presente.

El estado debe estar muy presente para fijar junto con el sector privado el perfil productivo que mejor se acomode a las necesidades internas y las demandas internacionales, alentar la acumulación de capitales nacionales, promover y proteger el desarrollo de las empresas locales, corregir el funcionamiento del mercado cada vez que descarrile y promover una equitativa distribución de la riqueza.

Nada de eso se puede lograr al margen del derecho. El rigor de la ley dura y pareja es lo único que ampara las libertades políticas, sociales y especialmente las económicas. Sólo un marco de estabilidad legal, y de respeto por la ley, asegura el espacio y las condiciones necesarias para el desarrollo, como personas y como actores económicos.

Un asesor del ex presidente estadounidense Bill Clinton le colgó de una pizarra la célebre advertencia: “¡La economía, estúpido!”. A quien quiera gobernar la Argentina le conviene tener en cuenta esta variante: “¡La ley, estúpido!”.

–Santiago González

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4 opiniones en “¡La ley, estúpido!”

    1. Aunque sería grato contarlo entre los lectores de este sitio, me parece que, a juzgar por sus dichos y sus hechos, el doctor Cavallo conoce estas cosas al dedillo. Gracias, Abel, por tu comentario.

  1. Toda esta falta de previsibilidad de la Argentina a nivel económico y político es lo que hace también que mucha gente joven se quiera ir del país. Y también es la que genera y promueve la corrupción. Cuando alguien tiene oportunidad de echar mano a una buena cantidad de plata y “salvarse” de la incertidumbre del país, lo hace. Para qué emitir boleta teniendo un negocio si el gobierno te termina cagando. Y muchísimos ejemplos más.

    Todo esto destruye la esperanza que es el principal motor de cualquier emprendimiento, sea familiar, personal, de empresa o de estudios.

    Como siempre digo, la gente tiene que votar en favor de las instituciones y no de los hombres fuertes con grandes soluciones… eso no existe y pertenece al realismo mágico latinoamericano (je!) Hay que arremangarse mirarse todos los argentinos como hermanos y ponerse como objetivo y esperanza crear la perla del sur… el país que muchos imaginaron y muchos todavía imaginan.

    1. En una sociedad constitucional como la nuestra lo único permanente es la ley, lo único que está por encima de gobernantes y gobernados es la ley. Los ciudadanos tenemos que cumplir la ley, y exigir a quienes gobiernan que la cumplan. La utopía revolucionaria en este momento en la Argentina es el cumplimiento de la ley. Gracias por su comentario.

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