Informe sobre grietas I

No es esa trivialidad de la que hablan los medios lo que nos divide, sino una fractura mucho más triste, trágica y tremenda

  1. Informe sobre grietas I
  2. Informe sobre grietas II
  3. Informe sobre grietas III, y final

Una fractura, un abismo infranqueable divide la sociedad argentina en términos tan drásticos que no parecen encontrar precedentes en su historia. Pero no se trata de la famosa grieta que preocupa a intelectuales, periodistas e incluso sacerdotes: esta grieta de extendida presencia mediática y contenido difuso es apenas una piedra de toque para la polémica ociosa o para la proclama políticamene correcta, se inscribe en la larga serie de nuestras querellas interminables (ideológicas, políticas, sociales), y carece de cualquier relevancia. Hay sin embargo una grieta efectivamente abierta entre nosotros, triste, trágica y tremenda. Tanto que nos cuesta reconocerla, mirarla de frente. Sociólogos, antropólogos, historiadores la han investigado, descripto y denunciado con singular audacia desde hace más de una década. Y más de un periodista ha descendido al corazón de las tinieblas y regresado para contarlo. Pero ninguno logró que la gran prensa y la sociedad captaran la dimensión de la fractura. Probablemente en los medios y en las mesas de café se usa la palabra grieta para describir trivialidades porque la visión del abismo que partió nuestra sociedad en dos nos da vértigo, y tememos precipitarnos a sus profundidades. Muy a nuestro pesar, sin embargo, no pasa día sin que alguno de nosotros sea arrastrado al vacío. Entonces usamos palabras convencionales para relatar lo que no tiene nada de convencional, como ocurría en otro tiempo con el cáncer, cuando se creía que la mejor precaución era no nombrarlo.

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Días atrás, Alan Dolz, un agente de la superintendencia de drogas peligrosas de la Policía Federal ingresó a mitad de la mañana junto con otros compañeros a una villa del gran Buenos Aires para realizar tareas de inteligencia; aunque iban vestidos de civil y se movían en un auto sin identificación, algo (o alguien) delató su condición y fueron atacados a balazos por un grupo que apareció de improviso. Dolz, de 21 años, quedó herido de muerte. A los pocos días, Maximiliano Taranto, un profesor de historia de 28 años que regresaba a su casa suburbana desde la facultad, fue liquidado de un tiro en la cara, a parecer en un intento frustrado de robarle la moto. Entre ambos episodios, la cuenta de Twitter Rosarioenelrecuerdo distribuyó la pintura del maestro Leónidas Gambartes que ilustra esta nota. El cuadro del rosarino se titula “Paisaje de barrio”, y llegó acompañado de este epígrafe: «Cuando el suburbio no era marginal, sino lugar de integración y ascenso social.» Gambartes murió en 1963, y por lo tanto nunca pudo siquiera imaginar que una esquina como la de su pintura iba a estar algún día atravesada por una grieta como la que se tragó las jóvenes vidas de Dolz y Taranto. La verdadera grieta, la grieta de la que no se habla.

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La Argentina nunca fue un país rico, ni sus ricos fueron excepcionalmente ricos como en el resto de América. Sin embargo, cuando estuvo en condiciones de organizarse institucionalmente, lo hizo de una manera razonablemente generosa e inclusiva, y la acción de Estado se orientó hacia la protección y la promoción humana. La ley de educación común, gratuita y obligatoria de 1884 convirtió a la Argentina en el primer país del mundo en desterrar el analfabetismo; la ley del servicio militar obligatorio, de 1904, ayudó a consolidar la nociones de nacionalidad, ciudadanía e igualdad ante la ley en jóvenes de distintos orígenes geográficos, sociales y étnicos. Un amplio sistema de salud pública, gratuito y universal, contribuyó por último a producir el más vasto y exitoso experimento de integración de una sociedad aluvional que se conozca en el mundo moderno. Esa nueva sociedad pronto se dio sus propias formas culturales –primero en el tango y el sainete, luego en el periodismo, la radio y el cine–, y sus formas organizativas –sindicatos, partidos políticos, sociedades filantrópicas y de fomento–. Con dos características: una, ni en la cultura ni en la organización tuvo que ver el Estado; dos, en cada local sindical, en cada comité político, en cada núcleo de la sociedad civil había una biblioteca. Esa sociedad así conformada, que permitió a muchos inmigrantes europeos ver cumplido el sueño impensable del hijo doctor, duró medio siglo, y perduró por inercia algunos años más. Pero ya había sido infectada por la acción conjunta del peronismo y del antiperonismo.

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La casa propia fue siempre la meta de las masas de obreros y empleados que hacían andar la economía de la “nueva Argentina”. El primer mandato de cada jefe de familia era reunir ingresos como para salir del conventillo, la pensión o las casas de inquilinato. Así fueron poblándose los barrios de la ciudad primero y los suburbios después. Todos los domingos algunos “martilleros” venerables y otros no tanto organizaban “remates” para la venta de terrenos en los alrededores de Buenos Aires. Desde las plazas principales de la ciudad partían hacia los loteos “micros gratis y sin boleto”, según anunciaban a los gritos los locutores radiales: eran las famosas “bañaderas”, unos vehículos blancos y descapotados con forma, bueno, de bañaderas. Una vez comprado el lote, en larguísimas cuotas, las familias comenzaban a adquirir los materiales y a construir sus viviendas, ayudándose mutuamente. Entre los 50 y los 70, además, comenzó a proliferar un nuevo tipo de construcción que definió los llamados suburbios industriales, como Avellaneda, Lanús y Quilmes en el sur, San Martín y Villa Ballester en el noroeste; en menor medida San Fernando, Tigre y Pacheco en el norte: Amplio espacio con gran portón para la entrada de vehículos abajo, y vivienda arriba. Al compás de la bonanza económica que acompañó los gobiernos de Frondizi e Illia, una miríada de talleres y pequeñas industrias brotó en torno de la capital para abastecer un mercado que ampliaba sus apetencias. Por esos años, el gran Buenos Aires era un remolino de afán, progreso y optimismo. Los jóvenes estudiaban y trabajaban, o se iniciaban como aprendices. Por todas partes se construía, se revocaba, se tendían pisos y se mejoraban techos, y los Jeeps y las Estancieras competían con el Rastrojero por el papel de vehículo familiar para todo uso. El suburbio que pintó Gambartes era efectivamente un lugar de integración y ascenso social. Había pobreza, pero no miseria ni marginalidad; había trabajo y había esperanza. Había dignidad y orgullo. Las mujeres baldeaban las veredas de ladrillo, fregaban la ropa a más no poder y mandaban los chicos a la escuela con el guardapolvos zurcido pero impecable.

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Hace algunos años anduve recorriendo los alrededores de Valentín Alsina con un vecino del lugar. Mi guía y anfitrión me iba diciendo: “Allá estaba Campomar y para el otro lado estaba Surrey y más allá Galileo y a la vuelta…” Esas grandes fábricas ya no existían, pero tampoco existían los pequeños talleres. Todo lo que cuarenta años atrás era energía, bullicio y actividad ahora eran galpones cerrados y cortinas bajas. Alguna que otra vivienda en el primer piso parecía estar ocupada, pero era evidente que allí ya no se trabajaba. Con suerte, los ex dueños estarían ahora empleados o manejando un taxi, y los ex empleados refugiados en los barrios y villas que brotaron como hongos en los peores terrenos de los alrededores. Esos terrenos habían sido descartados para los loteos pero fueron ocupados en oleadas sucesivas desde fines de los setenta, cuando José Martínez de Hoz, un sinvergüenza o un estúpido (las opiniones están divididas), inició la política de desindustrialización, liquidación de empresas y destrucción de empleo que continuarían Alfonsín y Menem con la firmeza de una política de estado. En las calles polvorientas de ése y otros barrios del conurbano, barrios de gente de trabajo que buscaba lo mejor para sí y para sus hijos, comenzó a abrirse una grieta. Al principio parecía una rajadura en el terreno producto de la seca, que la próxima lluvia remendaría. Pero nunca volvió a llover, y el trueno que estalló en las Navidades del 2001 no fue de tormenta sino un espantoso sacudón de la tierra, un latigazo que abrió definitivamente el abismo insalvable, la verdadera grieta. Si el cataclismo lo había sorprendido a uno en el lado equivocado, ya no habría retorno posible. La pobreza dejaba paso sin remedio a la miseria, la dignidad a la degradación, la pertenencia a la marginalidad y la exclusión.

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Es difícil describir la exclusión. Es como un ser y no ser al mismo tiempo. Es como verse trasladado a otra dimensión. Es volverse invisible en medio de una multitud, es hablar sin ser oído, y escuchar que los demás hablan entre sí pero no con uno. Es advertir que todo lo que dicen los diarios y las revistas, la radio y la televisión, los carteles y los volantes concierne a otros y está dirigido a otros. Es comprender repentinamente que todo lo aprendido, lo que se sabía, creía y valoraba, deja de tener eficacia. Es resbalar fuera del tiempo, porque el pasado se borra y el futuro no existe y todo se vuelve puro presente y mandato primordial: supervivencia.

(en la próxima nota, el negocio de la miseria)

–S.G.

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