Informe sobre grietas II

El universo cultural de los excluidos de la sociedad ya no tiene nada que ver con el de quienes quedaron adentro

  1. Informe sobre grietas I
  2. Informe sobre grietas II
  3. Informe sobre grietas III, y final

En un principio, el mandato de la supervivencia impulsó la constitución de organizaciones comunitarias, de socorros mutuos: comedores, sociedades de fomento, clubes de fútbol, bolsas de trabajo auspiciadas por las iglesias, agrupaciones según el lugar de origen (nacional o provincial), cooperativas, etc. Lugares de amparo, reconocimiento y pertenencia para paliar una situación que se presumía transitoria. Pero el tiempo fue pasando, las cosas no mejoraron, y la situación comenzó a cobrar su precio: familias desmembradas, deserción escolar, embarazo adolescente, tolerancia al delito, drogadicción. Casi imperceptiblemente, la pobreza se fue convirtiendo en miseria y la miseria en exclusión. Entre los 80 y los 90, con la bancarrota económica del radicalismo primero y con la apertura económica sin red de contención social del peronismo después, miles y miles de nuevas familias se vieron arrojadas a la marginalidad. Para contener a los recién llegados, las precarias organizaciones populares debieron volverse más estructuradas, rigurosas y disciplinadas, y así surgieron los líderes barriales o de base, cuya autoridad se iba consolidando en la medida de su capacidad para conseguir ayuda del Estado, en su expresión más cercana: la municipalidad. Los así llamados “punteros” se convirtieron entonces en una suerte de polea de transmisión entre los dos flancos de la grieta. En una primera etapa, el poder político encontró en los punteros la herramienta adecuada para el propósito inicial de administrar la pobreza, también creyendo que se trataba de una situación transitoria. Cuando advirtieron que no era así, y que ese estado de cosas había llegado para quedarse, vieron enseguida la posibilidad de sacar provecho de la desgracia ajena. Ya no se trataba de administrar la pobreza, sino de explotar la marginalidad. Los punteros y los caciques de algunas llamadas “organizaciones sociales” devinieron en intermediarios y proveedores de planes sociales, “mantas” callejeras, changas en las municipalidades o en empresas privadas previamente extorsionadas, colocación en las barras bravas del fútbol, zonas liberadas para cometer delitos y quioscos para la venta de droga. Ofrecieron a cambio los punteros a sus referentes una provisión inagotable de mano de obra barata para actividades legales, ilegales o decididamente delictivas, y una clientela política cuya fidelidad y disposición a participar de marchas, protestas, saqueos y ocupaciones de tierras y viviendas les sirvió para elevar su precio al otro lado de la grieta.

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Los que quedaron adentro tienden a pensar que quienes cayeron en la marginalidad tienen alguna clase de responsabilidad en esa caída, algún defecto moral, alguna falla de la voluntad que les quita las ganas de trabajar y los impulsa a vivir del esfuerzo ajeno, estigmas que no tienen el menor sustento en la realidad. En la Argentina, desde siempre, las gentes más humildes se deslomaron para ganarse la vida honradamente, formar una familia, levantar una casa y enviar los hijos a la escuela. Su tenacidad comenzó a flaquear cuando cayeron en la cuenta de que, a diferencia de lo que había ocurrido generaciones atrás, con los padres de quienes ahora los estigmatizan, su condición no iba a cambiar por más que se esforzaran. Y se desplomó por completo cuando desapareció el trabajo, y comprobaron que sus oficios y competencias ya no interesaban. Entonces, con elemental sabiduría, cambiaron de paradigma (tal como simultáneamente cambiaban de paradigma con todo entusiasmo las corporaciones y los gobiernos que los dejaban sin trabajo). Para responder al mandato de la supervivencia, tuvieron que replantearse todo, empezando por las nociones elementales sobre la vida y la muerte, el amor y la familia, el bien y el mal, las lealtades y las pertenencias, el esfuerzo y el trabajo. Modificaron su relación con la religión y la política, que ya no les brindaban la contención y la identidad de antaño. Y generaron nuevos lenguajes, nuevos gustos musicales, nuevas estéticas personales, nuevos pasatiempos en los que la droga reemplazó al fútbol y nuevos símbolos de status que van desde los tatuajes hasta la exhibición de armas. Hasta los nombres de pila cambiaron, tal vez con la mágica esperanza de que Daiana o Braian encontraran la manera de insertarse en ese mundo ajeno que los rodea, en el que todos parecen saber inglés.

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El universo cultural de quienes viven por fuera de la sociedad mayoritaria ya no tiene nada que ver con el de quienes quedaron adentro. La sociedad argentina está partida en dos, y no va a sanar mientras subsista esa grieta, que es un escándalo en sí misma y un agravio para su historia, inclusiva, integradora, solidaria. Pero la curación no va a ser fácil, porque quienes se benefician de esa fractura van a procurar mantenerla viva y sangrante tanto como puedan. Punteros y caudillos barriales por un lado; políticos, jueces, policías y “empresarios” (desarmadores de autos, contratistas textiles, recicladores de basura, narcotraficantes) por el otro, han encontrado en la explotación de la marginalidad un redituable modo de vida, al precio, eso sí, de no pocos daños colaterales, principalmente como muertes en episodios delictivos. Naturalmente, estos daños provocan tal ira en la sociedad incluida que la ciegan a cualquier comprensión del problema y la llevan a suponer que un bombardeo de saturación sobre villas de emergencia y barrios marginales sería una solución humanitaria. La marginalidad como amenaza, convenientemente agitada desde los medios, alimenta además una variada gama de negocios, empezando por el de la seguridad y siguiendo por los inmobiliarios hasta llegar a los de servicios. La marginalidad contribuye a elevar el PBI. Como no hay una frontera física con el mundo de los excluidos, una zanja de Alsina que los mantenga a raya, florece todo lo que prometa muros, fronteras, tabiques y esclusas: barrios privados, escuelas privadas, clubes privados, hospitales privados, transportes privados, centros comerciales de acceso controlado, cartelería en inglés, patos vica. Para protegerse, los incluidos se convierten en recluidos, abandonan la calle, se alejan de todos los sitios capaces de exponerlos a contactos cercanos de cualquier tipo, tapian las ventanillas del auto con filtros polarizados. Refuerzan la grieta.

(en la próxima nota, El escándalo de Milagro Sala)

–S.G.

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