En negro y sin sueldo

Las empresas proveedoras de bienes y servicios exigen cada vez más trabajo físico de sus clientes, pero no abaratan sus productos.

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En el Día de los Trabajadores parece oportuno ofrecer un reconocimiento público a todas aquellas personas, y me incluyo entre ellas, que trabajan en negro y sin sueldo para locales de comidas rápidas, supermercados, bancos minoristas, y otras empresas comerciales y de servicios que aprovechan del tiempo y el esfuerzo de sus clientes para aumentar sus ganancias.

Los que crean que estoy haciendo una broma deben saber que la incidencia del trabajo involuntario pero inevitable del cliente está debidamente cuantificada en la planificación de empresas como las mencionadas, desde que descubrieron que podían extraer plusvalía no sólo de sus empleados sino también de quienes, además, pagan por el consumo de sus bienes o servicios.

Poco a poco, bajo la ambigua consigna de la modernidad, fuimos inducidos a poner el hombro a fin de mejorar los balances de esas empresas, y lo hemos aceptado dócilmente. Nuestro aporte al PBI sólo por este concepto no es escaso. Haga la prueba: sume el tiempo que dedica a las actividades de “autoservicio”, y determine el valor que representa incluso en términos de salario mínimo.

Las promesas de la modernidad son ambiguas, porque deslumbran en el momento del anuncio y abruman cuando llega la hora de verlas en acción.

Las máquinas iban a liberar al hombre de jornadas de trabajo extenuantes, y dejarle tiempo libre para disfrutar de un mundo convertido en el jardín del edén. Pero hoy nadie mantiene a su familia con ocho horas de trabajo, y el jardín del edén se ha convertido en un lugar bastante peligroso para la salud.

La televisión por cable iba a terminar con las insufribles tandas de avisos, eso sí al costo de una módica cuota mensual. Pagamos la cuota mensual, y la seguimos pagando cuando ya dejó de ser módica, pero la televisión por cable tiene ahora tandas de avisos todavía más insufribles porque vienen en un idioma raro, donde el pelo lacio se volvió liso y cosas así.

No conseguimos mayor rapidez, ni mejor calidad, ni mayor control, ni un abaratamiento del servicio.

El autoservicio prometía rapidez, un cierto grado de control, y sobre todo un menor costo del servicio a cambio de un pequeño esfuerzo personal, una cosa de nada. Cumplimos llevando y trayendo la bandejita, aprendiendo a manejar el cajero electrónico, empujando el changuito de ruedas cuadradas por entre las góndolas.

Pero no conseguimos mayor rapidez, ni mejor calidad, ni mayor control, ni menos que menos un abaratamiento del servicio.

Y si no, veamos qué ocurre con las comidas rápidas. Antes de acercarse al mostrador hay que hacer un estudio estratégico para evitar los engañosos “combos”; con la bebida no hay opción: una marca monopoliza la oferta. Después hay que hacer la cola para formular el pedido, y estar alerta para rechazar todas las trampas tendientes a arrebatarnos una moneda más del bolsillo.

Luego hay que esperar que el pedido vaya armándose en la bandeja, y por último acarrearla hasta una mesa libre (en un día de suerte se la encuentra en la planta baja). “Por último” es una manera de decir: al finalizar la merienda tenemos que llevar los residuos hasta un cajón, y apilar la bandeja en el lugar indicado, a menos de ser tachados de maleducados. ¿Cuanto tiempo de trabajo aportamos? ¿A cambio de qué?

La hamburguesa promedio de hoy en día es más cara y no le llega a los talones en calidad alimenticia al fragante especial de crudo y queso que antes del aterrizaje de estos locales ingratos conformaba el paradigma local de la comida rápida. El mozo nos lo traía a la mesa, acompañado de nuestra bebida de elección, y precedido de servilletazos que metían espanto entre las migas y las moscas.

Esas medidas higiénicas parecerán elementales, pero ninguna persona sucumbió al síndrome urémico hemolítico por haber comido en nuestros bares. Y ese mozo mantenía a su familia, cosa que ahora no podrían hacer los que encuentran “su primer trabajo”. En suma, la comida al paso ahora es más cara, de peor calidad, y encima tenemos que servirnos nosotros mismos y retirar la mesa al levantarnos.

Pasemos al local de al lado, el del banco. Una sucursal bancaria de hoy tiene dimensiones y personal comparables al mostrador de informes de una sucursal de antaño, de las que todavía quedan algunas en Buenos Aires. Una enorme isla central ofrecía al público decenas de cajas, atendidas por cajeros humanos.

Estamos hablando de una época en la que los asientos contables se hacían a mano, con tinta, en pesados registros de papel; una época en la que el 100 por ciento de las transacciones pasaban por ventanilla, una época en la que todo era dinero en efectivo y cheques. La revolución electrónica alivió toda esa tortura, y redujo de manera impresionante el costo operativo.

Pero ahora todo lo tenemos que hacer nosotros, y no sólo no se abarató el servicio sino que se encareció hasta lo imposible. Tenemos que pagar por el mantenimiento de la cuenta, y tenemos que pagar por cada transacción que hacemos y verificamos nosotros mismos en la pantalla del cajero electrónico.

Esto de pagar por trabajar para el banco, cumpliendo las tareas y asumiendo las responsabilidades que antes correspondían al cajero, es el colmo del abuso, algo que debiera impulsar a las asociaciones de consumidores a desenterrar el hacha de la guerra.

Hace un tiempo tuve un problema derivado de un “desencuentro” entre el proveedor de gas y el banco, encargado de debitar automáticamente los importes de ese servicio. El banco le echaba la culpa a la empresa de gas, y ésta al banco pero nadie resolvía el problema. Tras una larga serie de idas y venidas, y estudiados interrogatorios a los empleados de uno y otro lado, logré figurarme cómo funcionaba el sistema, encontrar la fuente del error y solucionar el asunto. Lo tuve que hacer yo.

Como clientes tenemos derecho a preguntarnos por qué el uso generalizado de la tecnología, la reducción de personal consiguiente, y el empleo, como decimos, del trabajo efectivo de los clientes, no han logrado abaratar, sino todo lo contrario, los servicios bancarios. A diferencia del caso anterior, aquí no tenemos alternativa: todos los bancos son iguales.

Usted está haciendo otro trabajo. Se llama control de calidad, y antes lo hacía un empleado a sueldo.

Y ya que estamos caminando por el barrio, entremos al siguiente local, el del super. No voy a describir en detalle las mil y una tareas que le esperan al cliente de un supermercado, porque todo el mundo lo padece todos los días, y se lo sabe de memoria. Pero sí voy a llamar la atención sobre dos o tres cosas, que por ahí pasan más desapercibidas.

Tal vez le ocurrió alguna vez buscar un producto de la marca X, o en su defecto de la marca Y, pero encontrarse que toda la góndola está cubierta de punta a punta por la marca Z. Comprador veterano, usted ya sabe que eso no indica mucho, porque con suerte la marca X está expuesta en otro lado, semiescondida entre los trapos de piso y las latas de tomates.

Ocurre que para un fabricante, colocar sus productos en la góndola del supermercado no es fácil: hay que pagar una especie de peaje, que se traduce en mayor o menor visibilidad de la mercadería. Logros de la modernidad: los clientes trabajan empujando carritos de un lado para el otro, y los proveedores pagan, repito, pagan por proveer sus productos.

¿Usted cree que su trabajo terminó al pasar la caja? Se equivoca. En su changuito se lleva una flamante licuadora. Tiene tres días para cambiarla si no funciona, sin ningún problema. ¡Qué maravilla! ¿Maravilla? Usted está haciendo otro trabajo. Se llama control de calidad, y antes lo hacía un empleado a sueldo. Esto permite al fabricante bajar sus costos, y sus precios. Pero ese beneficio rara vez se traslada al consumidor.

Antes de la llegada de los supermercados, nos surtíamos en el almacén del barrio. Hacíamos nuestro pedido en el mostrador, y el almacenero nos iba acercando los productos. Recibía y acomodaba los pesados envases de vidrio (para casi todo: vino, leche, yogur), empaquetaba en papel los productos sueltos, hacía la cuenta y cobraba, o lo anotaba en la libreta.

Era elemental suponer que el enorme poder de compra de los supermercados, el uso de eficientes sistemas de almacenamiento, distribución y reposición, la adecuación de la cantidad de personal a los requerimientos horarios, la extorsión practicada a los proveedores, el empleo del trabajo de sus clientes, la cobranza segura y al momento, terminaría por abaratar los precios a niveles insospechados.

¿Usted cree que eso ocurrió?

Este aprovechamiento del trabajo físico del cliente en su propio beneficio es sólo una de las maneras como las empresas abusan de quienes requieren sus bienes o servicios: las defensorías y las organizaciones de consumidores pueden exhibir un nutrido catálogo de variedades adicionales y, si se quiere, más flagrantes.

Y todo esto es posible debido a la pasividad del consumidor y a la inacción de gobiernos sin convicciones.

Quiero dejar en claro que no me refiero al actual gobierno, y ni siquiera al gobierno de la Argentina, ya que en el resto del mundo sucede más o menos lo mismo. Lo que hay que entender, me parece, es que el espacio de la libertad económica es muy similar al de la libertad política: sólo está debidamente garantizado cuando lo rodea una constelación de prohibiciones que lo protegen.

–Santiago González

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2 opiniones en “En negro y sin sueldo”

  1. La verdad es que tiene razon con esto de los precios y de las chantajeadas, y me parece que tiene razon con lo que dice sobre los supermercados de hecho yo tengo uno a la vuelta de mi casa y eso lo veo siempre.
    Bueno aqui me despido con un saludo y gracias por este sitio que me ayudo a ver lo que pasa en la realidad. Sin más. Me despido cordialmente
    Matias Fernández

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