¿Con zeta o con ce?

Ya no hay autoridad que le dé certezas al hombre común sobre cosas tan elementales como el clima o la comida… o la ortografía

–¡Con zeta!
–¡Con ce!
–¡Te digo que con zeta!
–¡Traé el mataburros!

Y el mataburros zanjaba la discusión. El diccionario era la autoridad reconocida por todos, inapelable en sus veredictos. Ante su majestad modesta, silenciosa y universal se inclinaban las opiniones y cedían las pasiones.

La vida social reconocía hasta no hace mucho una multiplicidad de autoridades, más allá de las relacionadas con el ordenamiento político. Los sacerdotes, por ejemplo, eran considerados como autoridades en cuestiones éticas y morales, y no pocas damas ni menos caballeros requerían de su consejo cuando no acertaban a resolver las tribulaciones en las que estaban envueltos. Había autoridades médicas, autoridades jurídicas, autoridades en fin para cada rama de la actividad humana, cuya opinión tenía un peso específico, una gravedad por encima del promedio. Hasta el periodismo tenía sus autoridades (cosa que irritaba a Arturo Jauretche: “Dice La Prensa…, dice La Nación…”), y a los periodistas se nos enseñaba a requerir la opinión de personas con autoridad, a las que podía citarse como “fuentes autorizadas”. La academia (las universidades, los institutos, las sociedades profesionales, y las personas que las encarnaban) eran las fuentes autorizadas en cuestiones científicas o relacionadas con el conocimiento en un sentido amplio, lo mismo que determinadas obras de divulgación, altamente reputadas, que destilaban esos conocimientos y los ofrecían de manera ordenada a disposición del gran público. La Encyclopaedia Britannica o la Enciclopedia Espasa, esas colecciones que fascinaban a Borges, eran referencias sólidas, con prestigio apuntalado por los especialistas que habían colaborado en su redacción, y a ellas se acudía, lo mismo que al diccionario, cuando era necesario asentar una certeza.

Lamentablemente, ya no contamos con esa clase de autoridades. Las fuimos demoliendo una a una a instancias del progresismo, que nos dijo que eliminar la autoridad, cualquier autoridad, era agrandar la libertad, cualquier libertad. Ahora ya no sabemos qué es lo bueno ni hay a quién preguntárselo, y lo mismo ocurre con lo bello, lo justo y lo cierto. Ni siquiera el modesto diccionario de la lengua quedó en pie: una educadora progresista, cuya opinión requería el principal diario argentino, sostenía que reclamar ortografía a los alumnos era discriminatorio y carecía de sentido. Nos hemos quedado balbuceando en un tembladeral de incertidumbres, y literalmente, ya no sabemos a qué atenernos. Por ejemplo, ¿hay un cambio climático peligroso o no lo hay? ¿El glifosato destruye el ambiente y envenena a las personas, o es un herbicida de baja toxicidad que facilita el cultivo? ¿Los alimentos procesados son nocivos o son inocuos? ¿El capitalismo financiero, la concentración económica y la globalización generan desigualdad y agudizan los conflictos sociales, o son herramientas útiles que operan en la dirección del bien común? No hay en el mundo una autoridad en condiciones de brindar una respuesta no digamos definitiva sino razonablemente creíble y confiable sobre estas cuestiones apremiantes; hay sí bandos opuestos, cada uno de los cuales asegura ser el dueño de la verdad, y acusa al otro de servir a intereses espúreos.

Cuando el presidente Donald Trump retira a los Estados Unidos de los acuerdos internacionales sobre cambio climático, ¿está impugnando como charlatanería los presupuestos básicos de esos acuerdos, o está respondiendo a determinados intereses económicos? Por otro lado, ¿acaso no hay intereses económicos, otros intereses, detrás de los que anuncian el apocalipsis ecológico del planeta? Por cierto, hay cuestiones jurídicas, o económicas, o estéticas, acerca de las cuales no cabe esperar veredictos inapelables, aunque sí opiniones razonadas y fundamentadas. Pero hay otras cuestiones, más relacionadas con las ciencias duras, sobre las cuales la sociedad espera de los custodios del saber una respuesta que deje poco espacio a las dudas, que le diga de una vez por ejemplo si el calentamiento global es real y el nivel de las aguas va a subir, aunque sólo sea para mudarse a las alturas.

Pero el caso es que la respuesta no llega, no llega con la autoridad suficiente, y la sociedad no encuentra la manera de alcanzar una certidumbre. Como en tantos otros frentes, se lo impide la nefasta colusión entre el progresismo ideológico y los intereses creados: mientras, como vimos, el progresismo instaba a desconocer por principio cualquier fuente de autoridad, incluida la autoridad académica, el dinero se infiltraba insidiosamente en la academia, bajo la forma de becas, subsidios, patrocinios, empresas mixtas, oportunidades de carrera, y largos etcéteras, con intensidad suficiente como para incidir en sus objetivos, en su metodología y en sus conclusiones. Si hay odontólogos que prestan su nombre, su cara y su matrícula para promover un dentífrico, y hay sospechosas sociedades científicas que respaldan determinadas marcas de tallarines, ¿qué garantía de seriedad o imparcialidad ofrece cualquier estudio académico, avalado incluso por la más empinada casa de estudios, cuando todas ellas han sido infiltradas por el dinero corporativo?

Una sociedad, cualquier sociedad, se define por el conjunto de creencias, saberes y valores que comparte. La ideología progresista y los intereses económicos han dinamitado esos tres pilares en las sociedades occidentales, y éstas se debaten en el desconcierto, la anomia, la incertidumbre y la desesperanza. Algunos buscan refugio en las drogas, otros se hunden en la inmediatez más crasa; la mayoría hace como si nada estuviese pasando.

–Santiago González

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2 opiniones en “¿Con zeta o con ce?”

  1. Leer este artículo me dio la misma sensación que cuando escucho los monólogos de Tato, ese deja vù de frustración por lo acertado de lo que dice. Mecacho.

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