La campana suena para los docentes

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Los gremios docentes están colmando la paciencia, y la campana está por sonar para todos sus representados porque, como suele pasar en estos casos, los justos van a pagar por los pecadores. Durante mucho tiempo los maestros gozaron del respeto de la sociedad, un respeto que se ganaron con toda justicia. Fueron ellos los que quebraron el analfabetismo, aquí antes que en ningún lugar en el mundo, y fueron ellos los que instruyeron y formaron a generaciones de argentinos. La educación que brindaba la escuela primaria en la primera mitad del siglo pasado era superior en calidad a la que hoy reciben quienes terminan el ciclo secundario. Esa docencia argentina, la formada por Sarmiento, fue víctima de un triple ataque. Primero el del poder político que abusó de la abnegación de generaciones y generaciones de maestros para pagarles salarios cada vez más bajos con el inefable argumento de que la docencia estaba en manos de mujeres y que el salario docente era apenas un complemento del aportado por el jefe de familia. Segundo ataque, el de las concepciones pedagógicas de moda, todas dirigidas a restarle autoridad al docente, que dejó de ser maestro para ser animador de fiestas infantiles (la escuela debe ser divertida y el maestro es uno más de la pandilla), asistente social (el maestro debe detectar y alertar sobre problemas del niño y su familia), agente de inclusión (la escuela no puede apartar a retrasados o revoltosos para su atención en institutos especiales porque estaría discriminando) y últimamente operador de comedor comunitario (la escuela es el lugar donde los chicos se alimentan). Tercer ataque, el de sus gremios, que los rebajaron de maestros a trabajadores de la educación, que de autoridades del aula los convirtieron en masa y los arrean como carneros detrás de consignas políticas de ocasión. La consecuencia de este triple ataque fue la degradación hasta niveles inverosímiles de la tarea social más importante de cualquier estado. El maestro es el agente que transmite a las nuevas generaciones el conjunto de valores, saberes y creencias acumulados por quienes las han precedido. Como esa transmisión debe hacerse, supuestamente, en igualdad de condiciones para todos, la escuela y el docente son quienes brindan a niños y jóvenes las herramientas para su desempeño social en las condiciones más equitativas posibles. En realidad, el estado no tiene otro instrumento que la educación para mejorar la situación de los sectores más rezagados de la sociedad, y simétricamente, esos sectores no tienen otro camino de ascenso social que la educación. La sociedad argentina comprobó con su propia historia que esto es así, y muchos inmigrantes que llegaron al país con una mano atrás y otra adelante pudieron ver a sus hijos convertidos en trabajadores especializados e incluso en profesionales universitarios. Pero, prefiriendo olvidarse de sus orígenes, nadie quiere recordar esa historia, y enseñar a los que vienen la importancia del maestro y el respeto que se le debe. Hoy cualquier chirusa de barrio se siente autorizada, es más, está autorizada, a ponerle un ojo en compota a la maestra si considera que lo trató mal al nene (si le exigió que hiciera los deberes, por ejemplo). ¿Cuál es la consecuencia de ese triple ataque y de esa unánime degradación? La previsible: los mejores docentes, o las personas que serían excelentes docentes, se buscan otro trabajo, sea porque no quieren arriesgarse a recibir una trompada, sea porque sienten que su destino es otro que repartir sandwiches. Y las aulas quedan progresivamente al cuidado de gente no capacitada o mal capacitada, o directamente mal educada. Hay demasiados docentes escasamente preparados, ignorantes, confundidos, muchos de ellos atrapados en las mismas subculturas de las que supuestamente deberían arrancar a sus alumnos, demasiados docentes que inician la jornada comentando en el aula los programas de televisión de la noche (de la noche tarde) anterior. Estos docentes son los que dejan a los niños sin clases por cualquier trivialidad o por cuestiones ideológicas, estos docentes son los que responden a una dirigencia gremial oportunista, y la sostienen adhiriendo a paros sin justificación. Sólo por corrección política en algunos casos, o por hipocresía en muchos, la sociedad pretende que los maestros no tienen nada que ver en el cada vez más deplorable desempeño de los alumnos argentinos y prefiere creer que todo es cuestión de política educativa o de presupuesto o peor aun de computadoras. Corrección política en dirigentes y comentaristas, e hipocresía en el conjunto, que se llena la boca hablando de la importancia de la educación y en realidad le importa un comino. Que proclama determinados valores, y vive contrariándolos. Que cree –equivocadamente– que con mandar a sus hijos a la escuela privada zafó del problema. Ahora todos están hartos de los paros docentes, aunque eso no significa que les preocupe la educación. ¿Será posible modificar este estado de cosas, o estamos condenados también aquí al fracaso y la decadencia? Sí, será posible modificarlo pero sólo cuando tengamos líderes políticos con coraje para enfrentar los problemas, para derogar los estatutos y regímenes especiales que amparan arbitrariedades, para evaluar desempeños y separar a los que no sirven, para devolver a los maestros que queden la autoridad en el aula, y para pagarles sueldos que les permitan vivir y continuar su propia educación. Usted verá.

–Santiago González

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