«Lo señalaba un amigo chileno hace unos días en Santiago: no solo los jugadores de fútbol argentinos, sino los argentinos en general tienen una facilidad única para desenvolverse en el extranjero. El amigo chileno había vivido en Europa. Decía que tanto él como el resto de sus compatriotas, como los colombianos, ecuatorianos, peruanos, mexicanos tenían una tendencia, al menos al principio de sus estancias europeas, a agacharse, a dar exageradamente las gracias, casi a pedir perdón por estar vivos. Los argentinos no. Esa prepotencia por la que se les conoce en el resto de América latina resultaba no ser la cara visible de una profunda inseguridad, como cualquier psicoanalista amateur estaría tentado a inferir, sino de una genuina confianza en sí mismos. No se equivocaba el amigo chileno. Son cancheros los argentinos. Son piolas. Saben estar. Quizá tenga que ver con aquella condición de exiliados con la que muchos de ellos conviven, esa sensación de, por ejemplo, no pertenecer del todo al continente americano. Sea cual sea la explicación, el hecho es que el argentino viaja lejos de casa y se acelera el proceso de adaptación animal darwiniano; posee las armas para acoplarse con naturalidad a su nuevo entorno. Se pasea con la cabeza alta nada más llegar a Madrid o a Barcelona y lo hace también, lo cual es especialmente notable, al aterrizar en Londres, Liverpool, Manchester, Newcastle o la ciudad de Leicester.» —John Carlin, en El País, 2 de mayo de 2015.