Alimento balanceado

Los mismos que lanzan rayos y centellas contra la prensa militante fulminan con pareja artillería cualquier opinión que no les guste. Como están convencidos de pertenecer al bando de los buenos, al igual que la prensa militante adscriben al bando del mal y a vaya a saber qué arreglos, enjuagues o conspiraciones, las opiniones con las que no coinciden. Como dijo recientemente Jorge Fontevecchia en una columna sobre el caso Nisman: “[A oficialistas y opositores] más que la verdad de lo que pasó, les importa, de lo que pasó, aquello que sirva para reforzar las creencias sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos”. Esto en castellano simple se llama intolerancia y totalitarismo, y los argentinos hemos hecho de la intolerancia y el totalitarismo rasgos distintivos de nuestro carácter nacional. Somos intolerantes con la opinión ajena, somos totalitarios en la pretensión de que nuestra opinión valga para todos. Sobre cualquier cosa siempre gestamos opiniones antitéticas e irreductibles, y el país se divide aproximadamente por mitades en favor de una u otra. Somos ciegos a los matices, y cualquier conflicto, por complejo que sea, se destila hasta convertirlo en una lucha de opuestos. Aproximarse a la verdad de las cosas, por las razones que exponía Fontevecchia, no le interesa mucho a nadie, y por eso, a diferencia de cualquier otra cultura, las polémicas del pasado siguen vivas sin que podamos saldarlas y avanzar para ocuparnos de otra cosa. Todavía hay entre nosotros saavedristas y morenistas, unitarios y federales, boinas blancas y lomos negros, peronistas y gorilas, y así. La idea de que cada una de las partes puede tener algo de razón no nos resulta atractiva, lo que nos gusta es tener un tema de discusión, y una causa para abrazar hasta las últimas consecuencias. Naturalmente, esta estructura mental conduce a un consumo selectivo de información, que refuerce las convicciones que de alguna manera nos formamos de antemano y que no las contradiga en lo más mínimo. Una demanda de esta clase hace imposible el ejercicio libre de la crítica, el pensamiento y la información porque sus frutos raras veces se van a acomodar a las pretensiones totalitarias de cualquiera de los bandos. En cambio, una demanda de este tipo exige la aparición de una clase especial de historiadores, periodistas, comentaristas y publicistas en general cuya función social no consiste en pensar, ponderar e informar, sino en ser proveedores de alimento intelectual balanceado para los públicos que los toman como referencia. Los seguidores de una parcialidad cualquiera desarrollan una adhesión perruna hacia quienes les arrojan la ración diaria de trocitos de doggy, y les retribuyen con exclamaciones de admiración y fidelidad, acompañadas con el feliz agitar de colitas que permiten hoy las redes sociales. Las llamadas redes sociales, con su capacidad para adherir a los iguales y segregar a los distintos, generan algo que lejos de parecerse a una ciudadanía informada semeja más bien un rebaño amontonado frente a su feed-lot informativo. Al igual que los mansos, estúpidos vacunos, no advierten que allí no reciben los nutrientes intelectuales que les permitirán crecer vigorosos e independientes, sino los que le aseguren los mayores rindes al cabañero. Y hay cabañeros en esta historia. –S.G.

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