«“Lo más barato es la gente”, dijo el hombre, un antiguo vecino de Colonia Caroya, en Córdoba. Habíamos estado conversando del campo donde él se había criado, y que –me dijo– ya no reconocía. Me contó cómo sus plantas se deformaban desde que el vecino “fumigaba” con un agroquímico llamado 2,4 D. Me habló también de su cáncer, esa enfermedad compartida con otros vecinos. Recién en junio de 2015 la OMS clasificaría al herbicida como “posible carcinógeno en humanos”. Ésa fue la primera vez que alguien me habló del tema de las fumigaciones en primera persona. Pero, como sabría después, lo que aquel hombre contaba se replicaba en muchos pueblos agrícolas del país, y ya había llamado la atención de investigadores argentinos y del exterior. El escenario (casas pegadas a los campos, las máquinas fumigadoras –los llamados “mosquitos”– circulando por las calles del pueblo, el motor de las avionetas interrumpiendo las siestas y las clases) se repetía en Buenos Aires, en Córdoba, en Chaco. De a poco, los vecinos de cada uno de esos sitios comenzaron a denunciar patologías que antes no eran frecuentes y que ya se habían vuelto parte de lo cotidiano: cáncer, lupus, hipotiroidismo, abortos espontáneos, problemas de fertilidad. Y de muertes – a menudo demasiado tempranas– para las que nadie parecía tener explicación. Fue entonces cuando algunos médicos de los pueblos se unieron a las voces de los vecinos en la denuncia de lo que sucedía campo adentro al compás del vendaval químico. Eso que desde 1996 y de la mano de los cultivos transgénicos resistentes a uno, dos y hasta tres herbicidas, terminó no sólo incrementando su cifra de ventas en casi 1.000% en dos décadas sino traducido en lo que el doctor Damián Verzeñassi, de la Universidad Nacional de Rosario, denomina “nuevas formas de enfermar y de morir”. Pero también nuevas formas de organización ciudadana para no terminar pagando con la propia salud la prosperidad de un país entero y de un negocio (el de los agroquímicos) que en Argentina, en 2014 facturó 2.951 millones de dólares y lanza al mercado casi 10 nuevos productos por mes. Pesticidas que terminarán no sólo contaminando aire, agua y tierra sino también bañando cada verdura y fruta que comamos, además del algodón con el que luego se elaborarán gasas, tampones y hasta toallitas higiénicas, y en las que ya se ha detectado glifosato o su metabolito, AMPA. Porque éste, claro, no es un tema “del interior”. O sí: del interior de nuestras ensaladeras y botiquines. No sólo un asunto de “pueblos fumigados”.» –Fernanda Sández: La Argentina fumigada. Buenos Aires, Planeta, 2016