Adiós, Mr. Robards

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Para los más jóvenes, la venta del Washington Post al dueño de Amazon tal vez no sea más que otra de las tantas noticias sobre fusiones y adquisiciones que pueblan la información de negocios; para quienes ya tenemos más pasado que futuro la novedad tiene el impacto de un sismo, tanto por la venta en sí como por la naturaleza del comprador, y ratifica lo que ya se nos viene anunciando desde hace tiempo con múltiples señales: el fin de una época, el fin del mundo que conocimos.

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En la memoria de mi generación, aquí en el sur de las Américas, es difícil separar al Washington Post del caso Watergate y de la película Todos los hombres del presidente, que recreó la batalla del diario para investigar, documentar y publicar el episodio de espionaje político que tronchó la presidencia de Richard Nixon. Los nombres de Katharine Graham, la dueña del diario, y de Ben Bradlee, su editor, se convirtieron en sinónimos de lo que el periodismo decente pretendía ser. Algunos de quienes por entonces se iniciaban en la profesión se identificaban con los periodistas del diario que siguieron el caso, Carl Bernstein y Bob Woodward (interpretados en la película por Robert Redford y Dustin Hoffman); otros, como mi añorado amigo Hugo Ferrero y yo mismo, teníamos puesto el ojo en Ben Bradlee, no tanto en el Bradlee real, a quien no conocíamos, sino en el interpretado por Jason Robards, presente y vibrante en la pantalla y en nuestra imaginación. Nos fascinaban su aplomo, su cinismo, su coraje, su ironía distante, sus dudas, sus decisiones tomadas al vuelo y a fuerza de intuición, su alineación con la justicia, la verdad y el bien. Inspiraba nuestros sueños, incentivados por el alcohol y los cigarrillos, sobre el diario ideal que algún día íbamos a editar, planes que nuestras esposas escuchaban pacientemente hasta la madrugada, entre divertidas, condescendientes y orgullosas, como madres que ven a sus hijos jugar a ser hombres. (A veces hay que tener cuidado con lo que se desea: pronto nuestras respectivas carreras iban a tener que ver más con las tensas reuniones editoriales de Bradlee que con las aventuras callejeras de Bernstein y Woodward).

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No nos engañemos. La venta del Washington Post significa el fin del Washington Post. Con todo su dinero, Jeff Bezos podrá seguir publicando durante mucho tiempo unas páginas con el membrete del diario al tope, pero el Washington Post como institución, como columna de ese edificio enorme que es la sociedad norteamericana, como estandarte de lo que el mundo había entendido como prensa libre, se acabó. Me ha tocado ver y vivir situaciones similares: nuestro diario La Prensa se acabó el día en que la familia Gainza lo vendió; la agencia Reuters, en la que un Papa deseaba haber trabajado, se acabó el día en que salió a cotizar en bolsa; incluso la más moderna CNN, aventura chapucera pero original de unos muchachos sureños que soñaron con la interconexión visual del mundo en tiempo real, se acabó el día en que Ted Turner vendió sus acciones a Time-Warner, día que lamentó al poco tiempo, y sigue lamentando. No nos engañemos: todas esas instituciones de la prensa libre ya estaban acabadas como tales antes de venderse. Es la sociedad la que las descarta, la que pone sus recursos en otro lado, la que siente que no las necesita. Esto es lo que significa el fin de una época, el fin de un mundo tal como lo conocimos.

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El mundo sigue girando tras el ocaso de esas y otras grandes instituciones de la información, la cultura y el pensamiento (entre las que también habría que incluir ciertas venerables casas editoriales y no pocas universidades varias veces centenarias). Pero desde la perspectiva de mi generación es imposible dejar de sentir que pierde algo importante. La prensa independiente, las editoriales responsables, las universidades antiguas ayudaban a poner orden en el caos, ejercían la crítica, discriminaban, separaban lo importante de lo accesorio, configuraban escalas de valores. Ofrecían al atareado ciudadano un mapa y un compás para orientarlo en su marcha cotidiana. El mundo pierde a su editor, mejor dicho a sus editores, a esos hombres anónimos que desde una sala editorial o un gabinete universitario, ponían en juego su experiencia, su buen juicio, su coraje, sus valores, su intuición, para ofrecerle a la sociedad herramientas con las cuales conquistar, defender y ampliar su libertad. En la compañia que ahora va a encabezar el señor Bezos, como viene ocurriendo en todas partes, el gerente financiero tendrá prioridad sobre el gerente editorial, y no será un Jason Robards quien transpire la camisa en las últimas horas de hoy para decidir la primera plana del diario de mañana, sino, tal vez, en el mejor de los casos, la mano anónima del mercado. Esto es lo que la sociedad quiere, ahora.

–Santiago González

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