Sistema y antisistema

Las élites occidentales harían bien en escuchar el mensaje razonable, paciente y ordenado que les han enviado sus sociedades

El triunfo electoral de Donald Trump en los Estados Unidos, encadenado con otros fenómenos contemporáneos y de alguna manera similares como el triunfo del Brexit en el Reino Unido y del No en Colombia, descolocó al consorcio de opinadores profesionales que, con diferente estilo, plataforma o idioma, dice más o menos lo mismo en todo el mundo. Columnistas, académicos, líderes políticos, ensoberbecidos en la certeza de su influencia sobre la opinión pública, se vieron refutados en su saber y en sus pronósticos por la misma masa que creían modelar. Con sorprendente velocidad, el consorcio se lanzó de inmediato a la interpretación de lo ocurrido, acomodando las cosas de manera tal que no sean sus presupuestos los que queden en cuestión, sino la ceguera de quienes los han ignorado. Los más torpes no ahorraron insultos contra los votantes, los más moderados reivindicaron el derecho del pueblo a equivocarse. A ninguno se le ocurrió pensar que podrían ser ellos los equivocados, cosa esperable porque precisamente su función social, y la que les asegura los garbanzos, es sostener ideológicamente el sistema.

Para explicar el sorprendente giro de las cosas, los opinadores (algunos con deliberada malicia, unos pocos por convencimiento y la mayoría por conveniencia) han empleado diversos argumentos repletos de falacias, de lugares comunes, de medias verdades como por ejemplo que se trata de un triunfo de la antipolítica, de los viejos y los menos educados, de los marginados y excluídos, un episodio comparable al fascismo europeo o al populismo latinoamericano, un triunfo del anticapitalismo y de la antiglobalización, todo lo cual puede ser en parte cierto si se le quitan las connotaciones peyorativas y propagandísticas y se lo lee de otro modo. Pero estas interpretaciones parciales, interesadas, cargadas de prejuicios, poco van a ayudarnos a entender dónde estamos parados y palpitar hacia dónde pueden rumbear las cosas.

Hay en este momento en el mundo un conflicto entre fuerzas tan contradictorias como poderosas que se agitan en el seno de las sociedades, principalmente las occidentales: una, que podríamos llamar sistémica, se mueve en la dirección de la homogeneización y la liquidación de las diferencias, las fronteras y las barreras. Esta licuación se extiende desde la globalización de la producción y el consumo hasta la unificación idiomática y la indiferenciación sexual, pasando por la liquidación de las singularidades raciales, religiosas o nacionales, y culminando en la destrucción de la familia. A esta fuerza se opone otra, que podríamos llamar antisistémica, y que se resiste a todos los latidos de la primera. El consorcio de opinadores sistémicos procura hacer creer que la primera fuerza es inevitable y se confunde con el sentido y fin de la historia, en una dinámica casi natural por lo inexorable. Obviamente, los portavoces antisistémicos recuerdan que la historia la hacen los hombres, y que de natural no tiene nada.

La fuerza que llamamos sistémica se puso en marcha tras la derrota del comunismo y marchó a caballo de la revolución informática, cuyo despliegue en el área de las comunicaciones creó rápidamente la ilusión de un mundo unificado y brindó los instrumentos para convertirlo en realidad. Esa tendencia a la expansión territorial, a la homogeneización del paisaje, al despojo de cualquier factor identitario, se vio acompañada de una tendencia a la concentración del poder: las naciones se unieron en bloques delegando soberanía, las empresas se fusionaron en corporaciones, y las corporaciones se unieron en conglomerados cada vez más grandes y diversos. Al mismo tiempo, y siguiendo una dinámica opuesta, las personas, los individuos, fueron perdiendo sus anclajes –la familia, el barrio, la parroquia, el club, la patria– para quedar cada vez más aislados, más solos. En el mundo uno, sólo las mercaderías y los capitales se mueven sin tropiezos de un lado a otro. Las personas, en todo caso la mayoría de las personas, siguen clavadas al suelo, y cuando se mueven lo hacen a impulso de migraciones desesperadas.

Esta descripción que acabo de hacer, con lo desoladora que es, muestra sólo las apariencias. Lo que está debajo es más terrible: El mundo uno así conformado sólo le sirve a las corporaciones y al capital financiero, cuyo dominio se ha incrementado al punto que la función del poder político ha quedado reducida a facilitarles las cosas, eliminando lo que se opone a su dinámica arrolladora, y asegurando el control social cada vez que asoma el descontento. En el mundo uno, el verdadero poder es el poder económico; el poder político se ha convertido en su sirviente (y en una carrera lucrativa para quienes saben servir), y la prensa y la academia en instrumentos de justificación y propaganda (y en una carrera lucrativa para los elocuentes). Los líderes de las corporaciones, la política y la producción de mensajes sociales (periodistas y profesores) conforman esa nueva élite, contra la que se han pronunciado los votantes del Brexit, del No, de Trump.

Esa concentración del poder económico, político e ideológico ha acentuado la desigualdad social para crear un mundo donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Mientras los publicistas sistémicos inventan fórmulas abstrusas para “refutar” a Thomas Piketty, las clases medias que alguna vez fueron el signo distintivo de Occidente se precipitan con mayor o menor conciencia hacia un abismo de salud precaria, de comida chatarra o envenenada y ambiente contaminado, sin dios a quien rezar ni vecino al que recurrir, invadidos por inmigrantes no deseados, inermes en sus barriadas decadentes frente a hordas de delincuentes, criminales y drogadictos: un futuro no muy distinto de los peores escenarios concebidos por la literatura apocalíptica. El triunfo del Brexit y de Trump es el primer revés serio que sufre el proceso de globalización, concentración y destrucción de identidad.

La fuerza que llamamos antisistémica no es antipolítica, como se ha argumentado; más bien todo lo contrario: hasta el momento ha hecho uso de las herramientas formales que ofrece el sistema político para que el pueblo pueda hacer conocer su opinión. Puede ser comparable a los fascismos europeos o a los populismos latinoamericanos, pero en un sentido positivo: todos los ejemplos que suelen traerse a colación, desde la Alemania de Hitler a la Venezuela de Chávez, muestras sociedades hartas de la incompetencia y la corrupción de unas élites generalmente ahogadas en su soberbia, ignorantes de las penurias de sus dirigidos, y convenientemente abroqueladas entre sí como para sentirse impunes. Esos “terceros en discordia”, desde Perón a Trump, brotaron en todos los casos en sociedades donde oficialismo y oposición habían alcanzado un grado de entendimiento que aseguraba los negocios para todos. Para todos los integrantes del sistema, se entiende.

La fuerza antisistema puede ser cosa de los viejos y de los sectores menos educados, pero también esto puede entenderse positivamente, si se piensa que los viejos son los que guardan en la memoria la calidad de la vida en la que nacieron y se desarrollaron, y que ahora ven esfumarse con espanto, y si se piensa que los menos educados son también los menos expuestos a los mensajes del consorcio de opinadores, a los preceptos catequísticos de la corrección política, los que forman en cambio sus opiniones a partir de la experiencia y del sentido común. (A propósito, resulta casi divertido comprobar el desprecio por el “sentido común” que la intelectualidad sistémica profesa sin fisuras). La fuerza antisistema, finalmente, puede ser cosa de los marginados y excluídos por el proceso de globalización, es más, seguramente lo es, y es razonable que lo sea, simplemente porque son la mayoría, y no una minoría resentida como sugiere el consorcio. La globalización, que por definición pretende producir donde pueda hacerlo más barato para vender donde pueda hacerlo más caro, es una máquina gigantesca de marginación y exclusión.

Los triunfos del Brexit en el Reino Unido, del No en Colombia (cuyas relaciones con lo descripto serían largas de exponer aquí, pero existen) y de Trump en los Estados Unidos han sido advertencias, emitidas de manera razonable, paciente y ordenada por poblaciones agobiadas de dificultades que ven que su calidad de vida se deteriora día a día. En lugar de prestar atención a los razonamientos estúpidos del consorcio de opinadores, las élites occidentales harían bien en tomar nota del mensaje y obrar en consecuencia. La próxima vez puede no ser tan razonable, paciente y ordenada, y en esos escenarios no sorprendería la emergencia de liderazgos capaces de hacer extrañar los modales corteses de Donald Trump, Nigel Farace o Marine Le Pen. La tecnología suele ser neutral y así como una vez facilitó la globalización de los mercados hoy permite la circulación social de mensajes sobre los que el consorcio de opinadores carece de toda influencia.

–Santiago González

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3 opiniones en “Sistema y antisistema”

  1. Excelente post. El problema de las elites es que viven en una torre de marfil y, cuando la torre se cae, se dan cuenta que la turba de plebeyos que ignoraron quieren sus cabezas en una pica. Esperemos que esto no pase y que despierten antes.

  2. Muy buen post. En sintonia con otro que leí hoy y finalizaba con una frase de George Orwell (1984) “La libertad es el derecho de decir a la gente aquello que no quiere oír”.
    O, si se me permite, la doy vuelta La libertad se abre camino, pese a aquellos que la quieran acallar.

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