Sin lugar para los débiles

Las mujeres denuncian una oleada de femicidios, y en general de violencia contra el género, y reclaman acciones específicas en su defensa. ¿Qué decir entonces de las agresiones contra los ancianos, blancos cotidianos de rateros de poca monta que los lastiman sin piedad o directamente los matan para despojarlos de sus pocos pesos o sus magras pertenencias? ¿O de los ataques contra niños, desde recién nacidos abandonados a la intemperie o literalmente arrojados a los perros, hasta adolescentes como la muchacha de Monte Hermoso, pasando por la infinidad de chicos abusados por adultos cuyos casos aparecen una y otra vez en la prensa? La violencia contra la mujer parece mucha, es mucha, porque las mujeres constituyen la mitad de la población. Pero, proporcionalmente, los ancianos y los niños conforman poblaciones con parejo nivel de riesgo. Una descripción más ajustada de lo que ocurre en nuestra sociedad debería afirmar que los débiles, en términos generales, están absolutamente indefensos ante la prepotencia de los más fuertes. Y si esa descripción pretendiera ser más exacta todavía, debería consignar que la referencia a fortalezas y debilidades tiene que ver con lo físico, sí, pero no se reduce solamente a eso. Como en la película de los hermanos Coen (que en inglés se titula No country for old men), en la Argentina no hay lugar para los débiles.

Forzando un poco las cosas es posible decir que todo el sistema legal de un país, a partir de su ley máxima que es la Constitución, se orienta a proteger al débil del abuso del más fuerte, como forma efectiva de asegurar la igualdad de los ciudadanos. La única defensa que la sociedad le brinda a sus integrantes es el imperio de la ley, y la igualdad ante la ley. Esto es lo que se llama estado de derecho, bajo el cual ha decidido vivir esta parte del mundo en que se encuentra la Argentina y que llamamos Occidente. La violencia reiterada que se ejerce contra la mujeres, los ancianos, los niños, los débiles en general (dentro de los cuales deberíamos incluir también a los pobres, aunque eso llevaría a otro género de discusiones) indica que en la Argentina vivimos prácticamente al margen del estado de derecho, vivimos en la anomia, diríase que vivimos como en el Lejano Oeste si no fuera que en el Lejano Oeste cada uno tenía derecho a cargar su pistola y defenderse. Si alguien trata en la Argentina de defenderse por propia mano, entonces sí la ley se hace presente y le cae encima con toda su contundencia. Contra lo que constituye su misma razón de ser, la legalidad remanente en la Argentina existe para defender al fuerte.

El jurista Carlos Santiago Nino desmenuzó con agudeza en Un país al margen de la ley esa vocación nacional por vivir en la anomia, que durante un tiempo pareció hasta casi divertida, una demostración más de nuestra proverbial viveza criolla, que nos permite pasar de largo allí donde otros pueblos se detienen obedientemente. Sin embargo, la cosa está empezando a perder su gracia porque las consecuencias de esa anomia se están tormando cada vez más sangrientas, en la medida que nuestra cultura social retrocede hacia las formas más primitivas de la convivencia humana. Brotes de violencia irracional como el ocurrido en los últimos días en Monte Hermoso, con linchamiento incluido, representan un ejemplo evidente de esa anomia, pero también un reclamo confuso, torpe, desesperado, para que la ley vuelva a imperar en la Argentina. Salvo alguna excepción, los dirigentes políticos no se hacen eco de ese reclamo, no lo recogen, no explican a la ciudadanía lo que significa, porque todos ellos se benefician, o esperan beneficiarse, de la ley del más fuerte.

–Santiago González

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