Simulacro, espectáculo, banalidad

«Mientras escribo este artículo escucho la Misa en B Menor de Bach. Lo hago adrede: quiero recordar qué es, adónde nos remite el sentimiento religioso. No hace falta creer en ningún dios para sentirlo. Lo único necesario es no haber perdido la capacidad de asombro ante el cielo estrellado, ante una tormenta descomunal, ante la visión de la Vía Láctea desde un lugar despoblado, ante el nacimiento de un niño o, incluso, los horrores de una guerra. (…) Gracias a la tecnología, el mundo natural –antes indiferente a los deseos humanos– se convierte en un mundo que responde a nuestros caprichos. Con cada nuevo gadget que sale al mercado, crece nuestro poder sobre el entorno, pero lo hace a costa de alejarnos del misterio, de la desnudez con que llegamos a la vida y con la que, finalmente, nos iremos siempre, por más que la ciencia estire cada vez más los límites naturales de nuestra existencia. (…) Más contaminación, más basura, más dinero, más objetos en un mundo sobrepoblado de objetos innecesarios para la vida, disruptores de ecosistemas, pero indispensables para que la máquina productiva siga funcionando. En la sociedad del simulacro ya nada es sagrado. Notre Dame parece una estación de tren a la hora pico. La altura de sus cúpulas no produce asombro. No nos tomamos nada demasiado en serio. La civilización del espectáculo acaba con el misterio y la reverencia ante aquello que no podemos comprender: banaliza todo, incluso aquella esfera que, por definición, se opone a lo banal: la vida del espíritu.» –Mori Ponsowy, Tiempos de espiritualidad líquida, en La Nación, 17-8-2015

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