Se diría que nos cuesta tomar conciencia de lo ocurrido el 25 de octubre en la Argentina, nos cuesta asimilar las dimensiones de una transformación social profunda expresada en un comportamiento electoral que no estaba en los cálculos de nadie. A los que opinamos sobre la vida pública nacional nos tomó de sorpresa, probablemente porque opinamos sobre la base de preconceptos, testimonios y lecturas, y andamos poco por la calle. Particularmente por las calles donde se produjo la revolución, que no son las avenidas asfaltadas de las ciudades ni las aceras virtuales de las urbes informáticas. Esta revolución ocurrió principalmente en las vastas barriadas del conurbano bonaerense, y otros lugares parecidos del interior del país, donde conviven las consecuencias de todos los desaciertos de casi un siglo de política argentina. Allí están todos los que no tienen trabajo o no tienen buenos trabajos, allí merodean los centenares de jóvenes que no trabajan ni estudian, allí recalan los inmigrantes sin contención, allí florecen las cocinas de droga, las adicciones, los traficantes, allí se registran los más altos índices de embarazo adolescente, allí las armas son herramientas más comunes que las palas o los martillos, allí las familias se deshacen, y la pobreza se degrada en miseria. Allí los viejos enmudecen de asombro al ver en qué se convirtió el barrio donde décadas atrás ellos y sus vecinos habían cumplido el sueño de la casa propia. Allí, en ese escenario trágico, la gente que poco tiene y poco espera, dijo basta y se quitó de encima una vida entera de lealtad política, en gran medida heredada y sostenida contra toda evidencia. Un 25 de octubre rompió el pacto que sus mayores habían sellado un 17, ochenta años atrás. Lo hizo corriendo riesgos, sin demasiadas certezas sobre los resultados. Aquel 17 una mujer apasionada y vibrante los alentó a ceder porciones de libertad a un líder a cambio de protección contra el abuso de los poderosos; este 25, otra mujer, más serena y medida, encontró el lenguaje y la empatía para convencerlos de que el poder y la libertad que habían entregado les pertenecían por derecho propio y podían volver a sus manos. Harta de humillaciones, harta de una vida sin futuro ni esperanza, la gente entendió el mensaje y con el simple, pacífico gesto de colocar un sobre en una urna, pateó el hormiguero de punteros y barones, de caciques y manzaneras que los extorsionaron durante años enarbolando los retratos de Perón y Evita. No es la primera vez que el peronismo pierde una elección, pero se siente en el aire que esta vez es distinta, porque la ruptura se produce en el marco del más intenso y extenso asistencialismo nunca ofrecido por un gobierno peronista. La expresión “revolución de octubre”, clásica en la literatura política, puede tener de ahora en más otro significado entre nosotros. Todo depende de que los nuevos liderazgos que se avecinan en la Argentina sepan comprender lo ocurrido, y encuentren la manera de responder. Los cambios que necesita el país son muchos y muy profundos, y llevará tiempo cosechar sus frutos, eso lo sabemos. Pero esa gente que privilegió su necesidad de un futuro por encima de subsidios y planes sociales que no le sobran en absoluto en el presente merece una respuesta inmediata, inteligente, tangible, y no clientelar, que le asegure que no se equivocó. Nada podía cambiar en la Argentina si ellos no cambiaban. Y ellos dieron el primer paso.
–Santiago González