Por la via muerta

De la decadencia no vamos a salir gradualmente, sin esfuerzo, sin épica y haciendo lo mismo de siempre

A la memoria de Roberto Cianciolo,
a quien le habría gustado leerla

Hace muchos años, hacia fines de la década de 1960 probablemente, los integrantes de la agrupación estudiantil a la que yo pertenecía, minoritaria y marginal, invitamos al economista Enrique Silberstein para que nos ilustrara sobre las desventuras nacionales de la época, no muy distintas de las actuales pero infinitamente menos graves. Silberstein era muy famoso por entonces porque, además de conocer su materia, se daba maña con la Olivetti y publicaba semanalmente en el diario El Mundo unas “Charlas económicas” insólitas porque 1) se entendían, 2) no aleccionaban sino que explicaban, y 3) desbordaban sentido común. Ya no recuerdo el contenido de su exposición esa tarde, pero nunca olvidé lo ocurrido durante la acostumbrada sesión posterior de preguntas y respuestas. Uno de nosotros lo interpeló: “¿Qué debería hacer la Argentina para salir del subdesarrollo?” (Subdesarrollo, dependencia, atraso, eran los fantasmas que nos acuciaban en esos años). Silberstein pidió que le repitiéramos la pregunta como para estar seguro de que queríamos decir lo que habíamos dicho, y no otras cosas como aumentar el PBI, mejorar la balanza comercial, o distribuir mejor el ingreso. Entonces nos dio su respuesta, inesperada, desconcertante: “Fabricar la bomba atómica”.

* * *

A mediados del siglo XX, la energía nuclear y las misiones espaciales representaban la vanguardia tecnológica, y para el momento en que el economista habló con nosotros, la Argentina ya se había adjudicado logros propios en ambas áreas, especialmente en la nuclear, donde encaraba el pasaje de los reactores experimentales a la que sería su primera planta de energía atómica. Pero Silberstein había sido muy claro: no había hablado de un programa de centrales nucleares como el que el vicealmirante Carlos Castro Madero diseñaría en la década siguiente, sino de una bomba atómica, que era una cosa muy distinta. El desarrollo de un explosivo nuclear implicaba un desafío cualitativamente distinto, tecnológico pero también  político, y tan arduo en el frente interno como en el internacional. Nuestro invitado no nos proponía una ruta al desarrollo gradualista y cepaliana, que era la receta al uso, sino un tratamiento de shock, cuyas implicaciones no tardamos en advertir. Para fabricar una bomba nuclear había que galvanizar literalmente la voluntad de un país, movilizar todos sus recursos en función de un objetivo nacional, privilegiar ese objetivo por sobre cualquier otro, hacer a un lado el tira y afloja entre sectores, ponerse en condiciones de hacer en casa todo lo que afuera podría negarse y además hacer pata ancha frente a las esperables presiones políticas y económicas externas. Sólo así, nos daba a entender Silberstein, la Argentina podría quebrar la maldición del subdesarrollo y eventualmente sentarse a la mesa de las potencias del mundo en un plano de relativa igualdad. Este economista no nos hablaba de libertad de mercado, ni de inversiones extranjeras, ni tampoco de democracia liberal. Nos hablaba de un objetivo nacional, un ejercicio de la voluntad, y una postergación de ambiciones y rivalidades. Nos hablaba de una economía de guerra.

* * *

Recordé las palabras de Silberstein la semana pasada mientras echaba un vistazo a la escueta información difundida sobre el viaje del presidente Mauricio Macri a China y sobre los acuerdos allí firmados, particularmente en materia ferroviaria, según los cuales China va a renovar una parte de nuestra infraestructura ferroviaria, trayendo todo hecho menos, se aclara, los durmientes, que van a ser de producción nacional y, presumiblemente, irrompibles. Me acordé de Silberstein porque vi evaporarse nuestra mejor oportunidad para ensayar, de manera acotada y controlada, algo parecido a una economía de guerra, a un esfuerzo nacional en pos de un objetivo estratégico, vital y decisivo. Un tratamiento de shock, pero productivo, orientado a desarrollar una industria ferroviaria de ultimísima generación, capaz de servir no sólo a nuestros requerimientos internos en materia de transporte bueno, seguro y barato, sino de ser exportable, en principio a toda la región, cuya vastedad ofrece un mercado inagotable para el ferrocarril. La industria ferroviaria es particularmente apta en la Argentina como proa de un salto económico cualitativo porque está instalada en el imaginario social, y despierta instantáneamente una adhesión y un compromiso emocional sin los cuales no podría encararse un esfuerzo nacional de proporciones, y exigencias, épicas, y a la vez pacífico. No necesito abundar en el efecto multiplicador que tendría sobre la economía general el desarrollo de una industria ferroviaria local porque es obvio, pero sí quisiera destacar su valor como instrumento reorganizador de la demografía nacional. Combinado con el plan de relocalización poblacional y promoción de economías familiares que preparó hace tiempo la Coalición Cívica, socio político del PRO, sería el agente de una revolución ordenada, capaz de incluir a los excluidos, de devolver a su tierra a los desplazados, de volver a la vida a pueblos fantasma, de generar trabajo con muy distintos niveles de exigencia, de revertir el desaliento, de mostrarnos a nosotros mismos que el sacrificio, sabiamente dirigido y honestamente administrado, rinde frutos y cambia la vida. Un plan como el que imagino es perfectamente posible para la Argentina, un país con larga tradición ferroviaria, y su puesta en marcha apenas exigiría una fracción de la deuda ya contraída por el actual gobierno. Pero nuestro déficit no es de pericia técnica ni siquiera de capitales, sino de liderazgo, de imaginación, de coraje y de objetivos nacionales, déficit que ponen de manifiesto los acuerdos ferroviarios con China. De la decadencia en la que naufragamos no vamos a salir gradualmente, sin esfuerzo, sin épica y haciendo lo mismo de siempre. Nadie en el mundo lo ha logrado, nunca.

–Santiago González

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3 opiniones en “Por la via muerta”

  1. Hay un problema. Hoy en Argentina ningún inversor privado, empezando por los argentinos, pero tampoco extranjeros, que YA saben QUÉ esperar de Argentina, pone un mango. A lo único que Macri puede aspirar es a esto (inversión de Estados, poniendo ELLOS todas las condiciones). Y gracias si al menos sirve -como los FF.CC. Ingleses- para incorporar productos argies a la exportación (y redistribuir población). Como en todos los casos anteriores, hay que asumir de qué tan abajo se parte (y no protestar después -por supuesto, sin haber cambiado nada- con aquello de que “eran tratos leoninos”). Argentina no sólo tendría que hacer un cambio ya imposible, sino además bancarse unos ¿30 añitos? sin rewards ni pamaditas en la espalda, para que el mundo -y los argentinos- se lo crean que cambió). It won’t happen.

    1. Hasta cierto punto comparto su pesimismo, pero sólo hasta cierto punto porque si no no me tomaría el trabajo de escribir estas notas (ni Ud el de comentarla, ya que estamos). Pero sí estoy convencido de que nada va a cambiar por sí solo, evolutiva y gradualmente. En algún momento tendremos que darnos cuenta de se necesita una acción positiva de nuestra parte: primero, cumpliendo y haciendo cumplir y exigiendo que se cumpla la ley a rajatabla, desde el detalle aparentemente más insignificante (como no estacionar donde no se debe, por ejemplo) y especialmente desde el detalle insignificante, hacia arriba, y segundo, una vez seguros de que respetamos las reglas del juego, proponiéndonos una epopeya de reconstrucción (como la que sugiere esta nota). Admito que es difícil que esas cosas se produzcan. La sociedad aprende o por experiencia, y experiencias las tuvimos todas y no aprendimos nada, o por magisterio (liderazgo), y clase dirigente no tenemos (ver nota de Marcos Novaro hoy en La Nación). El futuro entonces es un gran signo de pregunta, pero la historia muestra que nada está escrito en piedra ni dicha la última palabra. Gracias por su comentario.

      1. Gracias, por la respuesta! En efecto, veo que compartís mi pesimismo (así como la necesidad de aferrarse a la esperanza -que es por lo que escribimos y nos rompemos los cuernos-).

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