Periodismo y educación

Los pobres resultados de las evaluaciones escolares ordenadas por el gobierno nos alarman y nos angustian, y conducen nuestra mirada hacia el sistema educativo, público y privado. Pero la escuela no es el único agente educativo: como es tradicional, en el primer lugar está la casa y la familia, y, en una sociedad moderna, los medios de comunicación. El diario La Nación publica una nota sobre el desempeño de dos argentinos, dice, en las oficinas centrales de la remisería Uber en San Francisco de California, cuya potencialidad pedagógica conviene revisar. Debe aclararse de entrada, que se trata a todas luces de publicidad encubierta: está redactada por una enviada especial, y ningún editor en su sano juicio gastaría dinero en enviar un periodista a ver cómo funciona una remisería en San Francisco. Convendría saber quién pagó el pasaje y la estadía de la enviada. Ocurre que Uber entró con mala pata a la Argentina, y quiere presentarse como una especie de vanguardia tecnológica, y conseguir adhesiones y respaldos políticos por esa vía, cuando no es otra cosa que una remisería común y corriente que hace uso de herramientas informáticas comunes y corrientes para recibir pedidos y organizar a sus choferes. La pedagogía de la nota comienza entonces por una mentira y prosigue con una reverente genuflexión inducida por las ideas elementales que la cronista lleva consigo acerca de los Estados Unidos, Silicon Valley, y la informática. “Recorrer la sede central de Uber es análogo a volverse protagonista de una de esas películas norteamericanas que recrean la génesis de grandes inventos”, se admira la cronista, ignorante de que casi nada de la tecnología informática que conocemos nació en ambientes semejantes. Allí la cronista se encuentra con un argentino (al que degrada a la condición de latino) y una nativa, que no es cherokee ni comanche, sino hija de argentinos que, aparentemente, nació en los Estados Unidos. Se trata de dos jóvenes profesionales, exitosos en sus trabajos, uno como programador y la otra como experta en comercialización, cuyas tareas  consisten, o eso parece, en averiguar el comportamiento típico de los clientes para poder acomodar mejor el servicio que presta la empresa. Uno de ellos lo describe en términos que la cronista reproduce fascinada:  «“Podés ver el tiempo que tarda un auto en irte a buscar y estimar cuánto menos podría haber demorado, cuánto vas a tardar en viajar de una ciudad a la otra (promedio y horas del día), o calcular lo que va a demorar una comida en ser entregada a una persona”, ejemplifica. “Implica predecir lo que va a pasar; proyectar un futuro inmediato”, explica entusiasmado, y añade: “También los datos se usan para testear (desde colores de los botones hasta modalidades de pago) y comprobar si esos cambios tendrán impactos significativos. Todo se mide para entender al usuario y modificar cada cosa: desde cómo funciona y opera el negocio, hasta qué dinámica tiene una ciudad en términos de movilidad”.» O sea, si dejamos de lado las computadoras y las luces de colores, lo mismo que hace el chino del super cuando decide el orden en el que va a acomodar los productos en las góndolas. Aparte de su ya señalada condición de publicidad encubierta, toda la nota es una gran mentira, una estafa al lector y especialmente a los más jóvenes, una pedagogía perversa que induce al engaño sobre la naturaleza de las cosas, que promueve injustificada reverencia por lo que se hace afuera (y proporcional desdén por lo que hacemos en casa), y que confunde tecnología con marketing. Nada sorprendente en el diario que describió a Steve Jobs, un vendedor astuto, como “el Leonardo del siglo XX”. –S.G.

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