Palabra y violencia

«Recientes enfrentamientos a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos han puesto en evidencia una creciente tendencia a responder a la palabra con violencia. Voces y sectores influyentes de todo el espectro político parecen cada vez más dispuestas a tratar el discurso agresivo como algo equivalente a la violencia, o como una provocación que justifica una respuesta violenta. La protección legal de la libertad de expresión, sin embargo, lleva implícito el reconocimiento inevitable de que la palabra puede ofender, provocar, dividir, perturbar y herir. Si la palabra fuera siempre inocua, nadie se molestaría en tratar de ponerle límites, ni necesitaría protección. Pero el poder de causar daño que tiene la palabra no la convierte, en sí misma, en violenta. El hecho mismo de hacer esta comparación es arriesgado porque ampara la idea de que el discurso nocivo puede ser respondido con el uso de la fuerza bruta. Rechazar la identificación de discurso y violencia, sin embargo, no significa ignorar el potencial maligno de la palabra. Parafraseando a Winston Churchill en su defensa de la democracia, podemos decir que protegemos la libertad de expresión no por el ideal de un irrestricto mercado de ideas y opiniones, sino porque es algo preferible a permitir que los gobiernos censuren, repriman y castiguen la palabra a su antojo. Se supone que en una democracia el estado se reserva el monopolio de la violencia. Si la palabra es violencia, el estado podría extender su monopolio hasta controlar también la palabra. Pero nuestras leyes tratan la palabra exactamente de la manera opuesta, manteniéndola abierta a todos y protegida de la interferencia gubernamental.» —Suzanne Nossel, directora ejecutiva del PEN America, en el Washington Post, 22 de junio de 2017

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