El país peronista

Desde 1955 todos los gobiernos han tratado de administrar el país peronista, y Cambiemos parece estar cayendo en la misma trampa

Tras el triunfo electoral de su partido en las elecciones legislativas de octubre, el presidente Mauricio Macri anunció entre otras cosas un ambicioso plan de reforma tributaria cuyas propuestas iban a ser discutidas con los sectores interesados o afectados. Días después, el ministro Nicolás Dujovne dio a conocer algunos detalles del plan, que empezó a tener gusto a menos desde que se advirtió que traía consigo aumentos y rebajas repartidos sin otro criterio que el de no eliminar gasto público y mantener por lo tanto el nivel de recaudación. Las discusiones han ido arrojando hasta ahora acuerdos que diluyen todavía más las promesas del anuncio, y todo parece destinado a evocar la famosa fábula del parto de los montes. Con la salvedad de que el ratoncito parido exhibe unos rasgos ligeramente desagradables: el gran efecto de la reforma propuesta, el elemento sustancial, por describirlo de algún modo, apunta a restar una gran masa de dinero de las jubilaciones para volcarla en la provincia de Buenos Aires en dosis crecientes hasta alcanzar su nivel máximo en el 2019, justamente cuando la gobernadora y el presidente van a solicitar al electorado la renovación de sus respectivos mandatos.

Es cierto que tanto el gobierno anterior, con la incorporación masiva de beneficiarios sin aportes y la aceptación de una fórmula de actualización cuestionable, y el gobierno actual, con su imprudente programa de reparación histórica, agregaron tensiones a un sistema previsional con escasa o nula sustentabilidad, y es cierto que algún alivio había que darle a esas tensiones, cuyos efectos se hacen sentir en el déficit fiscal. También es cierto que era necesario corregir de una buena vez casi veinte años de discriminación en contra de la provincia de Buenos Aires en materia de distribución de impuestos, cosa que explica en gran medida la falta de infraestructura nueva y el notorio deterioro de la existente, y explica también sus efectos más visibles: las grandes inundaciones en el interior y la marginalización creciente de la vida cotidiana en el Conurbano. Las dos cosas son tan ciertas como cierto es que el gobierno las está resolviendo con parches pero con un objetivo político bien claro: la reelección dentro de dos años.

La relación entre el gobierno central y las provincias en materia de reparto de impuestos contradice el carácter federal de la organización política argentina, se basa en una serie de normas dictadas primero para resolver una emergencia y aprovechadas luego como herramienta política, y deja un amplio espacio para el uso discrecional. El gobierno central no quiere poner orden porque el desorden imperante le permite hacerse de la caja que necesita para financiar un Estado cada vez más gigantesco y voraz, y muchas provincias, especialmente las más rezagadas, prefieren dejar las cosas como están porque el sistema les asegura una porción de ingresos llueva o truene, y facilita así la continuidad de los regímenes feudales que imperan en la mayoría de ellas. Como siempre, los perjudicados son los que trabajan: en este caso las provincias «ricas» que más recaudación aportan a la gran canasta nacional, y que sufren grandes quitas a la hora de la devolución porque con sus impuestos deben mantener a las provincias «pobres» y al gobierno federal.

El Sistema de Coparticipación de impuestos vigente en el país es un engendro, una acumulación de normas emparchadas una sobre otra, con aberraciones como el Fondo de Reparación Histórica del Conurbano, que justamente discriminó en contra de la provincia, más los Adelantos del Tesoro Nacional (ATN) y los llamados «fondos precoparticipables», usados históricamente por los gobiernos centrales para premiar o castigar a las provincias; la Constitución de 1994 ordenó el dictado de una ley de Coparticipación Federal de Impuestos, pero, transcurrido un cuarto de siglo, el Congreso no se ha puesto de acuerdo ni siquiera sobre sus lineamientos elementales. En los hechos, el grupo político que llegó al poder con la promesa de un cambio no sólo no se propuso revisar a fondo la contradicción de un sistema impositivo unitario en un país federal, sino que ni se molestó en buscar siquiera una corrección transitoria impulsando la demorada ley que reclama la Constitución.

Ocurre que cualquier discusión seria sobre impuestos en la Argentina obliga a poner enseguida sobre el tapete la poderosa fuerza motriz que mantiene al tope la presión fiscal: el gasto público, un renglón que el gobierno no está dispuesto a revisar a pesar de su situación peligrosamente deficitaria que el economista Germán Fermo resumió así: “Primero, déficit fiscal primario 4.30% del PBI. Segundo, déficit por intereses de deuda externa 2.30% del PBI. Tercero, déficit provincial 1.00% del PBI. Cuarto, déficit cuasifiscal por intereses de Lebacs 1.70% del PBI (calculados como la diferencia entre stock inicial y final en dólares). Sumando estos cuatro componentes llegamos a un formidable déficit consolidado de 9.30% del PBI, lo que representa 46.500 millones de dólares, ni los K fueron capaces de tanto; podríamos incluso agregar un quinto rojo con un 4% de déficit de cuenta corriente.”

Ese déficit cuantioso se explica como dijimos porque el gobierno no sólo se resiste a bajar el nivel de gasto heredado de su predecesores sino que lo ha aumentado con la creación de nuevas reparticiones de dudosa necesidad, la incorporación de nuevos empleados públicos y la ampliación del número de beneficiarios de los programas sociales, y una escasa disposición a recortar privilegios a sectores corporativos favorecidos con regímenes especiales y otras canonjías también heredadas de administraciones anteriores, como lo demostró el gracioso entendimiento impositivo alcanzado con los “fabricantes” de Tierra del Fuego. Todo este cuadro le permitió a la economista Marina dal Poggetto decir, con bastante amabilidad por cierto, que la reforma tributaria propuesta se limita a “moderar gradualmente la presión fiscal sobre las empresas y trasladar en alguna medida el costo de la corrección fiscal a las familias.” El Estado, queda implícito, no resigna nada de sí.

Cambiemos obtuvo su mandato inicial, y fue ratificado dos años después, con su promesa de cambiar un conjunto de estructuras burocráticas, regulaciones y prácticas políticas de alta discrecionalidad y baja institucionalidad que globalmente podríamos agrupar bajo el rótulo de “el país peronista” porque en general se originan en el sistema estatista, regulatorio e intervencionista introducido por Perón en el siglo pasado. Sin embargo, esas notas distintivas del “país peronista” fueron indistintamente ampliadas, afianzadas, perfeccionadas, corrompidas, desvirtuadas, distorsionadas y pervertidas, pero nunca abandonadas, por todos los gobiernos posteriores, peronistas, no peronistas e incluso antiperonistas. Ninguno quiso seriamente terminar con ellas, como no se cansaba de decir el legendario Álvaro Alsogaray, y todos imaginaron que podían usarlas a su favor.

El gobierno de Mauricio Macri, a pesar de su promesa –para ser justos, más imaginada por los votantes que formulada por él mismo–, parece también encandilado con los instrumentos que el país peronista pone en sus manos, y ha bautizado con el nombre de “gradualismo” la experiencia de ir probándolos uno a uno. Todos los gobiernos desde 1955 tuvieron la misma tentación, todos se convirtieron por acción u omisión en administradores del país peronista, algunos incluso con éxitos iniciales. Todos terminaron, tristemente, como frustrados administradores de la pobreza.

–Santiago González

Califique este artículo

Calificaciones: 3; promedio: 5.

Sea el primero en hacerlo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *