Oficialismo, oposición, votantes

El oficialismo. El oficialismo es Cristina. Sin un Kirchner el kirchnerismo no existe, al menos por ahora. Y Cristina no le debe su triunfo apabullante a nadie, ni a los sindicatos, ni al PJ ni a ningún superministro (como lo fue Domingo Cavallo respecto de Carlos Menem). El voto popular le confirió virtualmente la suma del poder público: recuperó la mayoría en ambas cámaras del Congreso, y el Poder Judicial siempre le fue dócil. Ahora hay que ver qué hace la presidente con todo ese poder en sus manos. Sus primeras señales fueron ambiguas: Al agradecer el respaldo de las urnas dijo: “qué más puedo querer”, pero la frase dejó un amplísimo espacio para la interpretación, especialmente cuando hubo otras que la matizan: “cuenten conmigo para seguir profundizando este proyecto” y “organícense en todos los frentes para que nadie pueda arrebatarles lo conseguido”. Hizo un llamado a la unidad nacional y pidió una oposición constructiva, que le sugiera cómo mejorar las cosas. En estos días le están sugiriendo cómo mejorar el presupuesto, pero difícilmente el oficialismo escuche. Una vez más, Cristina identificó su parcialidad política con el estado y con la nación misma: “Nosotros tenemos las banderas de la Patria”, afirmó colocando implicitamente a la oposición en el incómodo lugar de la antipatria. Y puso a sus seguidores en estado de alerta respecto de los rivales políticos: “Son minorías, poderosas pero minorías”. Una subestimación que lleva implícito el derecho del oficialismo al castigo, amparado por una doble legitimidad: es mayoría, y es la Patria. Carente de todo control, y con la suma del poder en sus manos, el gobierno de Cristina debería ejercer al máximo la autolimitación, tal como conviene a la salud de la República. Pero el kirchnerismo, por definición, tiene como norte ocupar todos los espacios, alcanzar la hegemonía política, cultural y económica.

La oposición. El gran problema de la política argentina es que la vasta mayoría de sus agrupaciones piensan lo mismo, y ofrecen al electorado un mismo discurso, con lo cual no existe en los hechos una oferta diferenciada, y todo se reduce a una subasta de personalidades. Tanto el oficialismo como la mayoría de sus opositores representan una misma filosofía progresista-populista que apenas se diferencia en los matices: todos creen en un estado fuerte, iluminado, intervencionista, paternalista, proteccionista y benefactor, a cuyos designios deben someterse las libertades, las voluntades, y las vocaciones individuales. Los rivales del kirchnerismo, además, se durmieron en los laureles: en el 2009 bastaba con desafiar a Néstor Kirchner para tener chances electorales, no había que aportar proyectos ni discutir plataformas; con Cristina la cosa cambió, pero no se dieron cuenta. Embelesados con sus propias figuras, tampoco aprovecharon la oportunidad de tonificar sus aspiraciones en la competencia de las internas abiertas, y prefirieron con toda mezquindad y falta de perspectiva seguir regando cada uno su quintita. De este cuadro debe excluirse a la Coalición Cívica de Elisa Carrió, que presentó un perfil electoral filosóficamente diferenciado y no participó de acuerdos preelectorales simplemente porque no tenía con quién acordar, excepto tal vez el PRO de Mauricio Macri, sin caer en el pastiche indiferenciado del progresismo populista.

El electorado. En la elección del domingo, los partidos populistas sumaron en conjunto el 98,16 por ciento de los votos. Décadas de prédica progresista a través de todos los medios de comunicación (y cuando digo todos quiero decir exactamente eso, todos) terminaron por instalar en la población un pensamiento único, políticamente correcto, fuera del cual nadie se atreve a expresar una opinión. El progresismo populista, igualitario y distribucionista, es además una filosofía muy atractiva para quienes quieren disimular sus limitaciones o eludir sus responsabilidades: si todos somos iguales, las pobres o malas consecuencias de mis actos se explican o justifican por la perversa actividad de algún otro. La gente identificada con el credo progresista paga un alto precio en términos de libertad y patrimonio para sostener un estado que se presenta como benefactor, porque cree que va a acudir en su socorro en caso de necesidad. La mayoría de las veces ocurre al revés, y el estado benefactor se convierte en beneficiario, o en distribuidor arbitrario de los recursos que absorbe, pero los progresistas prefieren hacer la vista gorda. Por definición, el estado paternalista convierte a sus ciudadanos en niños, y a la república en un país jardín de infantes como el que detestaba María Elena Walsh. Los hombres y las mujeres nunca crecen hasta hacerse cargo de sus actos y asumir sus responsabilidades, y permanecen en un estado continuo de lactancia, ávidos de mamar de una teta inagotable que sacie inmediatamente sus apetitos. Algunos comentaristas han celebrado la independencia del electorado argentino, que ya no sigue, dicen, a tal o cual partido, sino que dirige su voto en forma diferente en cada elección. En realidad no hay tal independencia: el electorado dirige su voto hacia donde supone que está la teta populista más generosa, y no se molesta en lo más mínimo en adherir o participar de una parcialidad política que exprese sus ideas sobre el país, sencillamente porque no las tiene ni le importa. Como se vió en la elección del domingo, el electorado lactante atraviesa todas las capas sociales.

–Santiago González

Califique este artículo

Calificaciones: 7; promedio: 4.9.

Sea el primero en hacerlo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *