Nunca, nunca, nunca tendrán mi atención los políticos, ideólogos, periodistas o quienes sean que intenten ganarla procurando adjudicar los males del país a una porción de mis compatriotas, entendida no como personas sino como clase de personas: militares, cartoneros, peronistas, villeros, oligarcas, cabecitas, derechistas, terratenientes, negros, izquierdistas, cogotudos, indios, empresarios, sindicalistas, lo que usted quiera. Existen las personas, buenas o malas, admirables o excecrables, cobardes o heroicas, geniales o estúpidas, culpables o inocentes; no existen las clases de personas. Biológica, filosófica, teológicamente, cada persona es única e irrepetible, e irreductible a una clase. Jurídicamente, nuestro derecho admite la acción de clase, pero no la condena de clase. Incluso a los que han delinquido en banda se los juzga y condena uno por uno, ponderando debidamente su cuota de responsabilidad. La atribución de los males de un país a una clase particular de sus ciudadanos puede tener una amplia gama de motivaciones, que van desde el racismo o el prejuicio hasta el resentimiento o el oportunismo, pero siempre consigue el mismo efecto: la fragmentación de su sociedad, la desunión, la desconfianza, el enfrentamiento interno, el desgaste y la derrota. –S.G.